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'The Get Down': la serie que convierte el Bronx de los setenta en una tierra de oportunidades

El último estreno de Netflix, sobre la aparición del hip-hop y el rap en el Nueva York de finales de los setenta, es la producción más costosa y excesiva del canal hasta la fecha

20/08/2016 - 

VALENCIA. Si HBO se acercaba al negocio musical con la fallida Vinyl, y Showtime hizo lo propio con la reciente Roadies sobre el clima laboral de las grandes giras, faltaba en el tablero de juego algún estreno sobre el negocio de la música por parte de Netflix. Y cómo no, tenía que hacerlo a base de ostentosidad y fajos de billetes. Sin embargo, ninguno ha logrado la excelencia, y los tres títulos adolecen de lo mismo: de artificio.

Más de dos años y medio y más de ciento veinte millones de dólares han sido necesarios para dar luz verde al estreno más ambicioso del canal de streaming NetflixUn coste que, aunque se desviaba todavía más sobre lo previsto, se esperaba que fuera alto. La cadena compró los derechos del proyecto al director de cine australiano Baz Luhrmann, siendo consciente de la clase de creativo que se trataba.

Lo que por entonces no era más que un borrador de una especie de musical teatralizado sobre los inicios del hip-hop y el rap en el Bronx de los setenta, y narrado a través de la historia de unos jóvenes negros y latinos, no iba a ser un producto de presupuesto humilde precisamente. Por algo su director ha alcanzado su fama mundial por películas como las pomposas Romeo y Julieta, y Moulin Rouge. Superproducciones de altos presupuestos, dignas de admirar por su rica ambientación y su sofisticación, con una “Love Story” que transita alrededor del melodrama, un metraje bastante largo, y un resultado, en cuanto a satisfacción de los espectadores, que habitualmente divide al público.

En este caso había que sumar la dificultad de no tratarse de una película de dos o tres horas, la fórmula que el director domina por su bagaje, sino una historia contada en doce episodios. Netflix obviaba la diferencia intencionadamente, y el resultado dejaba en evidencia algunos de sus principales problemas, como se comprueba tras ver el cargante y disparatado primer episodio de hora y media, que casi es mejor tomárselo a risa con un cerro de palomitas; o tras visionar los cinco restantes, que mejoran paulatinamente hasta estabilizarse y encontrar al fin en los últimos capítulos una serie bastante entretenida, con un palpable olor a Glee; o tras quedarnos a la espera de poder ver los seis últimos episodios. Porque, por alguna razón que desconocemos, los seis capítulos restantes no se verán hasta el año que viene.

Netflix: el nuevo rico de la televisión

Con el nuevo estreno de la factoría, es cada vez más evidente que, desde que Netflix aterrizó en la industria de la producción de contenidos audiovisuales, se comporta como un nuevo rico con tanto dinero que parece no saber en qué y cómo gastarlo. Su actitud es como el popular dicho valenciano: Això ho pague jo, serà per diners!. Un canal al que por alguna razón no se le tose en los medios, mientras firma cheques en blanco por doquier para la producción de proyectos, contrata a los actores más caros del mercado, al director más preciado, a la editorial de cómics más puntera, con una estrategia de estrenos en la que no dan tregua para la reflexión, ni para masticar esta nueva dieta llamada series.

No hay tiempo para saborear ni pensar en exceso, porque enseguida nos pondrán encima de la mesa otro menú, y luego llegará otro, y al mes siguiente otros dos más ¿Cómo es el estilo de Netflix?, ¿qué quiere ser de mayor?, ¿qué productos nos ofrece? ¿Se adecúa a nuestros gustos? No lo sé, por lo pronto tú come y calla. Otro sorbo más. Traga. Y ahora otro estreno. Abre la boca. Ni respires. Y encima así de barato. No te quejes... Así llevamos tres años. Stop.

Un Bronx de los 70 que parece un spot de zapatillas

David Simon, creador de The Wire, Generation Kill o Tremé, en su visita Avilés en 2013 afirmaba que “si una serie de televisión le gusta a todo el mundo es que es una mierda”. Hoy, para hablar de Netflix, no viene mal recordar al maestro. Porque después de un mes de julio de entusiasmo generalizado por Stranger Things, aterrizaban el pasado 12 de agosto, de nuevo entre entusiasmo y sensación, por tanto, de déjà vu, los primeros seis capítulos de los doce que se supone completarán la primera temporada de The Get Down.

Decimos “se supone” porque una vez vistos los seis que hay disponibles este verano, la sensación es que la serie perfectamente podría terminar aquí, y no pasaría absolutamente nada. Sin embargo, por lo que parece para el 2017 recibiremos otra caja de bombones con seis capítulos más. Nos sube la glucosa solo de pensarlo.

La mención a David Simon en este artículo en realidad viene a colación, no por su frase seriéfila, sino porque durante el visionado volvía a nuestra memoria constantemente. El escenario de The Get Down es el sur del Bronx, Nueva York, y es 1977. El barrio está en llamas en todos los sentidos. Pandillas de delincuentes callejeros reciben reiterados encargos para incendiar algún edificio, para que después sus dueños cobren el dinero del seguro. La pobreza, el narcotráfico, la violencia, y la marginación están a la orden del día. Los gobernantes de la ciudad se pelean entre toneladas de corrupción, y de remate sufren un apagón que se convierte en una jornada de vandalismo total y la sensación de estar en una ciudad sin ley. Un ambiente en el que queda claro que los negros y latinos que poblaban esas calles no les interesaban a nadie.

Aquí es donde nuestra memoria seriéfila se pone en movimiento sin poder evitarlo. Estamos viendo una serie sobre un barrio marginal de gente de color y latina. Inmediatamente imaginamos las calles de Baltimore en The Wire, donde los chavales, si iban al cole porque no se enganchaban a alguna droga o trapicheaban por dinero, tal vez no habían ni desayunado. Donde vivían en casas sucias, sin agua ni luz, vivían totalmente desatendidos por sus familias y por el sistema. Las oportunidades no llegaban casi nunca. Eso era un barrio marginal. Era real. Destilaba verdad.

Olvídenlo, porque ahora están viendo Netflix, no HBO. Y en Netflix, aunque se trate del Bronx de los setenta, todos son guapísimos, van vestidos a la última, parecen recién duchados, llevan las camisas planchadas y los vaqueros sin ni un roto. Los chavales van todos al colegio hasta el último día, incluso llevan al colegio sus petates con un lacito, mientras caminan entre escombros. No vemos pobres con carritos recogiendo basura, no vemos yonkis. La pobreza se cuenta, pero no se ve. Eso no quita que la ambientación y los escenarios virtuales de la ciudad son espectaculares, pero es irreal, artificial. 

Después, en las escenas matinales los chavales desayunan con toda la familia, como si fuera una serie juvenil de High school típica, donde hay de todo para desayunar, como en aquellas escenas idílicas de Médico de familia. Y por supuesto, llevan unas zapatillas Puma Clydes rojas, el gran product placement de la serie, con la que el personaje de Shaolin da saltitos como Bruce Lee, y parece así un superhéroe.

Que David Simon tuviera que pelear con uñas y dientes por renovar The Wire tras la tercera temporada, y trabajase con un presupuesto que no era ni la cuarta parte que el de Los Soprano, y el director australiano que firma esta serie se gaste 120 millones de dólares para este exceso fallido, nos genera automáticamente cierta antipatía. Hace falta arte, no dinero a mansalva, para hacer buenas obras.

De vez en cuando, sin embargo, la producción nos sorprende como en este poema escrito por su protagonista en sus primeros pasos como poeta de la calle, y que recita en el primer episodio. Porque la serie interesa cuando se deja de zapatillas de moda, nostalgia efectista, y se aleja de la reinterpretación idílica del pasado sobre el Bronx. Cuando de verdad habla de desesperanza, de violencia, y de un barrio que no era una tierra de oportunidades para la gente joven, sino todo lo contrario: un agujero sin salida. Una trampa para ratones.

Bum, luego crash.

Fragmentos de cristal.

Me tiré al suelo, me hice daño.

“¿Qué coño ha pasado?”, fue lo que dije.

  

Luego vi el charco de sangre. 

Y vi a mi madre muerta.

Sin emoción en la conmoción.

No estaba triste.

  

Ni cuando me enteré de que la bala iba dirigida a mi padre. 

Vietnam le volvió loco.

Ya estaba medio muerto.

¿Por qué el tiro en la cabeza no lo recibió él?

  

Todas las noticias se publican. 

La muerte de mi madre no. 

Ni un atisbo, palabra o pista.


“Los negros no importamos”,

fue lo que mi padre me dijo.

Pero no sabía que yo era un negro

hasta que mi padre me lo explicó.

 

Seis meses después mi viejo también murió.

Un tiroteo por algo de drogas. 

Su piel se volvió azul.

 

Esa noche, en las noticias hablaron

de la mujer del presidente. 

El locutor dijo:

“Me gusta su peinado ¿Y a ustedes?”

  

Ni una palabra sobre mi padre. 

Ni en el Post ni en la CBS. 

¿Por qué, os preguntaréis?

¡Adivinadlo, joder!

 

Si, ¿por qué?  

Es lo que los políticos deberían preguntarse.

Pero ¿quién tiene tiempo para eso  

si estás esquiando en Aspen?

 

En el Bronx nos disparan a la cabeza. 

Y solo nos dais calmantes. 

Mi madre era encantadora.

Os habríais vuelto locos por ella.



Igualad el campo de batalla

y veréis quién gana de verdad.

Y sí, siento rabia.

 

Pero no dejo que hunda mi ánimo.

Mi madre me educó para ser mejor. 

Y me levanta cuando me caigo.

 

Descansa en paz, mamá. 

No te preocupes por tu hijo.

Te sentirás orgullosa de mí  

porque soy el elegido.


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