Si por algo recordaremos el curso político 2015/2016 será como el año en que la crisis en la que llevamos una década llegó al norte de Europa y el proyecto de la UE empezó a sentirse amenazado de verdad, en Londres pero también en Berlín, en París y en Roma: de repente la cuestión española parece el menor de sus problemas
VALENCIA. Es casi ya un tópico afirmar que a pesar de lo que diga el calendario gregoriano, el año termina en realidad en julio; para los que no hace tanto que dejamos de ser estudiantes y hemos acabado trabajando a caballo entre la política y el periodismo, eso es más verdad que nunca. Este artículo tiene pues un aire, más que vacacional, de fin de temporada, de tratar de imaginar qué cosas recordaremos en el futuro del curso político a caballo entre el quince y el dieciséis del siglo XXI. Y no han sido pocas cosas.
Aunque la cuestión depende bastante a quién preguntemos, hemos pasado el noveno año consecutivo de crisis económica, con cifras de paro que rondan aún el 20% y trabajos temporales y peor pagados cubriendo el espacio que dejaron los anteriores; la retórica de la recuperación económica no ha conseguido esconder los índices de desigualdad bajo toneladas de datos macroeconómicos siempre cambiantes y poco ajustados a sus propias previsiones; el déficit sigue por encima del 3%, lo que hace prever nuevos ajustes fiscales prescritos por Bruselas aún por concretar al detalle; y, la auténtica bomba de relojería con temporizador, el fondo de reserva de las pensiones no tiene visos de resistir hasta el final de década, lastrado por la preocupante pirámide demográfica y la mala calidad del empleo y bajos salarios que han hundido las cotizaciones que lo debían sostener. El raquítico Estado de Bienestar español heredado del franquismo y basado en las cotizaciones laborales parece estar tocando a su fin sin que casi nadie -sólo el PSOE en la campaña de junio- se atreviese a decir abiertamente que hará falta crear nuevos impuestos para llegar a un modelo sostenible.
El año largo electoral por el que hemos pasado, desde mayo de 2015 pasando por las elecciones de diciembre y las de este junio no han contribuido a esclarecer el panorama: aunque el PP es el partido más votado, aunque favorecido por el sistema electoral y la división de sus rivales, no habrá a corto plazo un gobierno fuerte; no será, como temían Bruselas y Berlín, un gobierno contestatario a sus políticas en el discurso, pero puede serlo por la vía de los hechos. Es, al final, la via rajoyista de actuar: asentir con la cabeza mientras se actúa en sentido contrario. Y sin demasiado rubor.
Parece difícil que se pueda acordar otra cosa en un Congreso dividido que subidas de impuestos y una cierta reorganización fiscal: cualquier programa de recortes agresivo, que requeriría un acuerdo amplio de los partidos del establishment conduciría antes o después a un desastre electoral para todos ellos, un escenario que los partidos que no participen del gobierno estatal tienen pocos incentivos para acometer. Más aún si pensamos que detrás tienen la amenaza permanente de Podemos y sus alianzas con más del 20% de los votos y la espada de Damocles del independentismo catalán que se beneficiaría y mucho de este tipo de deserción sistémica de los principios socialdemócratas. Y no es sólo un fenómeno español: a lo largo y ancho de Europa -e incluso en los Estados Unidos- la irrupción del descontento orgánico o populista es la gran novedad que reduce mucho el margen del credo neoliberal con la fuerza que podía tener unos años atrás. La anulación de la multa a España y Portugal por incumplimiento de déficit tiene mucho que ver con este nuevo clima, que dista de la placidez de la que gozaba el “norte” europeo hace sólo una década: de repente se han vuelto aversos al riesgo.
2016 será recordado como el año del Brexit, el momento en el que la otrora irreversible Unión Europea empezó a menguar, cuando se recordó que el peor enemigo de un proyecto construido por las élites desde arriba es precisamente la democracia. La que la Unión había evitado después de los chascos de la Constitución Europea en Francia y los Países Bajos aprobando los nuevos tratados en los parlamentos sin arriesgarse ya. La participación fue alta -cuando en las elecciones europeas para elegir a un Parlamento sin apenas competencias suele ser ridícula- y en general las clases trabajadoras perdedoras de la globalización pagaron su descontento con la Unión y sus élites; y se rompió el encantamiento. Si la Unión Europea y sus derivados -la zona euro, etc- deben explicarse en un debate racional y ser sometidos a votación acostumbran a tener problemas a pesar de todo el voto del miedo, la artillería mediática que se les pueda echar encima, y la resistencia de las clases medias-altas urbanas y la izquierda erasmus. Si además, como es el caso británico, existe una mínima tradición constitucional democrática, la fiesta está servida. Y en esta transformación ha sido fundamental un partido, el UKIP de Nigel Farage, que ni siquiera ha necesitado gobernar para transformar el debate público, conseguir que se convocara un referéndum y ganarlo: han sido, eso sí, dos décadas de esfuerzo y casi-marginalidad. Y nos faltan por ver las derivadas territoriales del Brexit: del encaje final que encuentren Escocia, Irlanda del Norte o Gibraltar se derivarán precedentes que encontrarán rápido eco en el resto de nacionalismos europeos.
Algo parecido pasa en Italia, donde el Movimento 5 Stelle de Beppe Grillo ha sido dado por muerto por parte de la prensa bienpensante europea y española casi tantas veces como la carrera política de Mariano Rajoy, y gobierna regiones y grandes ciudades -las alcaldías de Roma y Turín, por ejemplo- yaguantando cómodamente alrededor del 25-30% estatal. Con el gobierno de Matteo Renzi, el PD estancado y la inmensa crisis bancaria que se le viene encima a Italia han vuelto a ponerse sobre la mesa las cifras del estancamiento económico e industrial que vive Italia desde que entró en la zona euro. Ha sido una promesa recurrente -aunque hasta ahora poco creíble- del M5S y también de la ultraderechista Lega Norte celebrar un referéndum sobre el euro. Quién sabe qué cosas puede llevarse por delante la gran crisis que se les viene encima.
Otro tanto ha pasado en Francia o en los Países Bajos, donde los ultraderechistas, xenófobos y euroescépticos FN y PVV encabezan ahora los sondeos a nivel nacional para las próximas elecciones, combinando una agenda regresiva respecto a la inmigración y el islam con un programa social de expansión del bienestar, y, muy importante, de celebrar referéndums sobre la pertenencia a la Unión Europea y la zona euro. También es abiertamente euroescéptico el FPÖ austríaco, los ultraderechistas que estuvieron a punto de ganar las elecciones en Austria y pueden ganarlas ahora. Y la AfD alemana, que ha crecido al calor del desgaste de la CDU -pero también del FDP, el SPD y los Verdes- en su rocoso consenso de apoyo a la zona euro a cualquier precio. En resumen, con Gran Bretaña ya fuera del club, el proyecto europeo está seriamente cuestionado en todas sus grandes economías y en particular en los países fundadores. Quién sabe qué pasará ahora que sabemos que es un proyecto cuestionable y cuestionado. Además del hecho de que al otro lado del Atlántico, la campaña de Donald Trump -y la de Bernie Sanders- ha planteado cuestiones muy similares. Ya no se puede ignorar a los perdedores de la globalización a la ligera, se manifiesten como se manifiesten.
El nuevo curso es el primero del Estado español que viene, aunque sea a pesar de sus partidos, que se encuentran todos incómodos y en un escenario inesperado. Además de a una escasa cultura política del pacto a plena luz del día -C’s e incluso el PSOE ven más factible abstenerse en una investidura sin pedir nada a cambio que firmar un pacto de mínimos porque se valora que firmar un pacto explícito y factible desgasta, como ya pasó con el Sánchez-Rivera, que era sólo márqueting- la particular obsesión castiza con la unidad nacional y de destino en lo universal bloquea la gobernabilidad, en tanto que no pueden recurrir abiertamente al apoyo de los partidos catalanes. La debilidad de PP, PSOE y C’s frente a su particular “populismo” -seguramente en plural- es la cuestión catalana, y en menor medida la vasca con el concierto fiscal y el proceso de paz y desarme de ETA como telón de fondo.
Si, para terminar y antes de desearles buenas vacaciones tengo que hacer un pronóstico, diría que aquí está la clave de los próximos años, y es que seguramente el sistema político español no pueda procesar las dos crisis a la vez. O opta por una solución pactada a la cuestión catalana y por tanto aspirar a recuperar el juego normal de la gobernabilidad -ahora sí, más plural- pero por bloques ideológicos coherentes, o los partidos autodenominados “constitucionalistas”, por falta de mayorías alternativas, van a tender a la cartelización, y, en definitiva, a afrontar juntos el desgaste de la gestión y los recortes ordenados por Bruselas, para acabar beneficiando justamente a Podemos y a sus confluencias, que no tienen ningún incentivo en absoluto para moverse, y al independentismo, que a pesar de los sainetes de sus líderes y partidos sigue subiendo año tras año como primera opción de preferencia constitucional de los catalanes. Y esto empieza pronto: en cuanto volvamos de agosto -y sin saber aún si habrá investidura en Madrid- tendremos ya en marcha la Diada y moción de confianza en Barcelona. Recen para que la tormenta económica y política de tramontana no nos granice encima en pleno agosto y descansen: que el próximo año será también movido.