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TRIBUNA LIBRE / OPINIÓN

Valencia, capital Lille

Como las antiguas regiones industriales francesas, el País Valenciano ha vuelto al centro de la vida política española, tras décadas orillado

14/12/2015 - 

Imaginen una ciudad europea mediana edificada en una isla entre ríos y zonas pantanosas que ha crecido hasta contar con una área metropolitana de alrededor de un millón de habitantes. Que cuenta con una fuerte tradición comercial y exportadora desde la Edad Media, una importante Universidad fundada a principios de la Edad Moderna, y ello le ha otorgado cierta tradición cultural. Que incorporada junto a su hinterland al país vecino merced a una serie de guerras de sucesión dinástica, conserva fuerte personalidad e identidad propia, ligada a su posición periférica en el Estado resultante. Una tardía aunque exitosa incorporación a la industrialización entre finales del siglo XIX y principios del XX resulta en un movimiento obrero potente, que germina en una larga tradición progresista y republicana que la significan como feudo histórico de la izquierda. 

Pero a partir de los 70 del siglo XX todo cambia, sus sectores tradicionales entran en declive, el paro se vuelve preocupante y los gobernantes locales, tanto de izquierda como de derecha, apuestan por construir infraestructuras de ocio, un nuevo distrito financiero y grandes eventos deportivos, con las grandes operaciones urbanísticas como reclamo urbano, y finalmente la guinda del pastel: el Tren de Alta Velocidad, que les ha de conectar con la capital del Estado y con Europa

Aún así, el empleo no recupera los índices ni la calidad de antes. La crisis económica cronifica el paro, la precariedad y la exclusión, especialmente entre los jóvenes. A consecuencia de todo ello, elección tras elección, las fuerzas políticas tradicionales pierden apoyos en favor de fuerzas emergentes; refundaciones de espacios hasta hace poco tenidas por antisistema y que beben del movimiento antiglobalización, capaces de articular una alianza entre periferias urbanas y clases medias empobrecidas que asusta a las fuerzas tradicionales, que las tachan de totalitarias. No, no se trata de Valencia. Bienvenidos a Lille.

Lille -cuarta zona metropolitana de Francia, después de París, Marsella y Lyon- es la capital de Nord-Pas de Calais, la región más septentrional de Francia, a la que la última reforma territorial del PS de Hollande y Valls ha incorporado la región de Picardie. En la primera vuelta de las recientes elecciones regionales, el FN de Marine le Pen ha obtenido el 40% de los votos en la región de Lille, incluyendo la Picardie. Pero si nos ceñimos al mapa anterior a la reforma, en Nord-Pas de Calais, el FN roza el 50% de los votos. Como mostraban varios mapas de los resultados en Francia, commune a commune los mejores resultados del FN correlacionan, no con la mayor presencia de inmigración o diversidad étnica, sino con el mapa de la desigualdad de renta, y, más concretamente, con el mapa de los antiguos distritos industriales: las cuencas mineras, los corredores industriales del Ródano y el Garona, y las grandes áreas del nordeste cerca del Rin. 

Caldo de cultivo

Remontémonos a 2005, a la Europa de la bonanza, centro del mejor de los mundos, está en boga la Constitución Europea, panacea para todos los males no diagnosticados, techo legal incomparable que sale a hombros de España y escaldado de democracias consolidadas que cuentan con debate público alfabetizado como los Países Bajos y la propia Francia. Es a finales de aquél año, con un Sarkozy Ministro del Interior de Chirac deseoso de lucirse, cuando se produce la gran explosión de la malaise des banlieues, el malestar de los suburbios, que deriva en gravísimos disturbios, con asalto a comercios y miles de coches carbonizados. El gobierno francés los califica de “chusma”. La prensa española, en su infinita agudez analítica propia del corralito cultural en el que vivimos, copia a la gubernamental gala y dibuja a los detenidos como inmigrantes problemáticos y no integrados.  Nada que ver, circulen. Los medios occidentales, por contra, dotan al problema de más complejidad: la mayoría de los detenidos son de tercera generación, y más que el islam o su origen, les une el paro estructural y la precariedad. Y aquí, una particularidad: en Lille, como en Nord-Pas-de-Calais, buena parte de los detenidos son de patronímico flamenco y rancia estirpe autóctona. El tema es, efectivamente, algo más complejo.

En los suburbios de Lille, caldo de cultivo del descontento -aunque en un sector residencial algo más pudiente-, nace y crece Florian Philippot, actual vicepresidente e ideólogo del Front National. Hijo de profesores de instituto, hizo el bachiller en el Louis-le-Grand, el mismo liceo parisino donde estudiaran Molière y Victor Hugo, licenciado en economía y comercio y después alumno de la escuela de administración ENA, donde estudiaron Segolène Royal, Jacques Chirac o el propio François Hollande, es un “producto puro de la meritocracia francesa”. Homosexual, admirador de Charles de Gaulle, simpatizó con el movimiento antiglobalización o altermundialista en sus tiempos universitarios en los que el campesino Bové se dedicaba a destruir McDonalds; después vinculado, como Bové, al ala izquierda del Partido Socialista francés. Como Michel Onfray y tantos otros intelectuales franceses, su desencanto con el establishment le echa en brazos de la ultraderecha, frente a una ultraizquierda que proviene del mismo tronco, a nivel programático y cultural, y apenas plantea nada nuevo. 

Tras el ejercicio de Marine le Pen -y su sobrina Marion Maréchal- de matar al patriarca Jean marie, hasta el punto de expulsarle del partido ¡por racista!, Philippot dirige la estrategia electoral de un partido que tacha a la clase política de “casta”, pide acabar con el euro de forma ordenada con otros países europeos, acabar con la OMC, abortar el TTIP, así como salir de la OTAN y estrechar lazos con Rusia. El programa más a la izquierda del mercado en materia económica. Ahora Lille y su nueva región donde ahora se presenta Le Pen -como la Provenza donde se presenta Marion Maréchal y la Alsacia-Lorena donde hace lo propio Philippot, entre otras- son algunos de los distritos clave, protagonistas singulares de la crisis, donde se dirime el futuro de Francia, ya no entre la izquierda y la derecha en sentido tradicional, sino entre una ultraderecha que ha decidido limar y ocultar sus aspectos xenófobos focalizando en la crisis del euro y la constelación de partidos pro-euro dispuestos a morir por la causa de Berlín y Frankfurt, incluida la izquierda del sexagenario exministro Mélenchon, huérfana de mensaje y proyecto.

El caso valenciano

Como las antiguas regiones industriales francesas, que antes fueron parte del milagro industrial de la República, más tarde del milagro inmobiliario-financiero del TAV y las finanzas y ahora pozo negro del paro y el atraso, el País Valenciano ha vuelto al centro de la vida política española, tras décadas orillado por bastión electoral seguro -primero de unos, después de otros- hasta el punto de que los grandes partidos recorren de forma desesperada la geografía valenciana; Ciudadanos celebra aquí su acto central y tanto el PP como Podemos -en feliz alianza con Compromís- cerrarán aquí las suyas, con la presencia de sus candidatos a presidente del gobierno. De forma inesperada, tras una década de milagro positivo y una de negativo, volvemos a estar en el mapa, pues somos uno de los territorios donde las fuerzas emergentes pueden sorpassar a las tradicionales, que han tenido aquí sus feudos.

Significativamente, y como en el caso francés, el aglutinador del cambio en el orden político no ha sido el Partido Comunista, que va ya por su enésimo avatar y camina con paso firme hacia la desaparición, sino un agregado de fuerzas más o menos nuevas cuyos líderes provienen también del caldo de cultivo más o menos conexo al universo antiglobalización, de clases medias ajenas del tsunami de prosperidad de la burbuja, o simplemente críticas con el proceso, apartadas del aparato de los partidos. El tipo de proto-sociedad civil que debe existir en una sociedad sana y que en el caso valenciano -y español- ha pasado décadas ausente, si no ejerciendo decididamente como peones del poder. 

No ha sido hasta que el alargamiento de la crisis ha desconectado al grueso de las clases medias del bipartidismo, así como privado de todo horizonte de mejora a las clases trabajadoras, cuando el descontento larvado en las periferias ya por el lejano 2005 ha cobrado forma como proyecto político, a medio camino entre refundar espacios políticos marginales y crear otros de nuevo cuño. No son pequeñas las contradicciones en su sino, entre los viejos militantes y bases sociales y las nuevas capas sociales incorporadas, pero en el caso del populismo de la ultraderecha francesa, han encontrado un relato eficaz en la oposición al euro y el establishment financiero capaz de superar las contradicciones. Aquí, ese momento aún no ha llegado: lo que se quiere disfrazar de estrategia no es sino un programa táctico -eso sí, inteligente- para sortear la Ley Electoral, pero aún no hay nada ni remotamente parecido a un proyecto de país. Ni tan siquiera en negativo. 

La campaña de Compromís-Podemos-És el Moment está evidenciando -como en otros territorios del Estado- que Podemos y sus aliados cuentan, a diferencia de Ciudadanos y también del PSOE y del PP, con una base social y militante robusta y movilizada, capaz de realizar actos de gran y pequeño formato. Se les ve en la calle, a diferencia de a los otros grandes partidos, tal y como ocurrió en las elecciones de mayo -dónde Compromís se lució y es obvio Podemos acusó no presentarse con su marca- y ahora como entonces parece que entienden en qué sectores sociales, cohortes de edad, medios y mensajes está su fuerza. Se evidenció en el debate de Atresmedia: Iglesias estuvo mucho más cómodo que los otros tres contendientes, porque además de conocer el formato -tanto Rivera como Saénz de Santamaría son políticos españoles pata negra, adictos a las entrevistas masaje-, tenía muy claro su mensaje en términos tácticos. Y seguramente eso les aportará un buen resultado a escala estatal, que puede ser excepcional en Catalunya, el País Valenciano y Galicia.

¿Y después qué?

En una visita a la Universitat de València en febrero de 2015, Íñigo Errejón apuntaba a la idea de una construcción nacional -o comunitaria- española a partir de la idea de ciudadanía -en un sentido republicano, sin mentar a la bicha- donde el adversario fuesen las instituciones financieras y en concreto la Unión Europea y Alemania, en vez de los nacionalismos periféricos como pasa hasta ahora. A la Syriza a quien todos idolatraban hasta hace poco-¿recuerdan los guantazos por ser la Syriza valenciana hace un par de años?- le funcionó convertir la vida política griega en un plebiscito sobre el acuerdo de deuda con la Unión Europea. 

To Potami, el Ciudadanos griego, no resistió el envite y de unas expectativas magníficas que se acercan a las del partido de Rivera de hoy cayó a un lugar discreto cuando declaró que no estaba a favor de revisar el memorándum con Bruselas. Cualquier dicotomización del espacio sociopolítico sentará mal a quien tiene como máximo programa volver a 2005 quitando el polvo. Del PASOK ni hablamos: ya se hará bastante en el caso previsible en el que el día 20 el eterno Ciprià Ciscar pierda su escaño por Valencia y Pedro Sánchez la cabeza -política- sobre los hombros. Desechada la apuesta de partido cerrado de Vistalegre por exigencias del guión, hay mucho trabajo de concreción que va más allá de lo programático a corto y a medio plazo. Se trata de un modelo de sociedad y un proyecto colectivo. Si el proyecto es realmente plurinacional, en el caso valenciano hay retos extra: la urgencia de la financiación, el déficit de infraestructuras y la emergencia social apenas pueden enmascarar un modelo productivo deficiente e incapaz de dar respuestas. 

Los partidos impulsores del Pacte del Botànic, que sostienen al Consell y ahora plantean crear un grupo parlamentario en Madrid, disponen -aunque con limitaciones- de un extraordinario poder para experimentar y realizar cambios de calado, tal y como están obligando al PSPV a seguir una estrategia distinta a la de sus filiales aragonesa, andaluza o asturiana. En las comarcas de Valencia y en particular en su área metropolitana central se conjugan una serie de factores -Ayuntamientos, Diputación, Consell- que unidos a una acción estratégica en Madrid pueden conducir a que la nueva izquierda elabore un proyecto tangible a largo plazo más transformador y con más vida útil que el del PSPV-PSOE en los 80 -tampoco es difícil.

Los distintos gobiernos, ordenados al modo de una matrioshka, disponen de múltiples instrumentos en materia económica, urbanística, de transporte y movilidad, educativa, sanitaria y last but not least amplias infraestructuras y dispositivos culturales más allá de lo técnico y lo cotidiano que podrían permitir a Valencia ir mucho más allá que Madrid, Cádiz, Barcelona, Zaragoza o A Coruña, limitados a lo municipal en la construcción de la “geografía del cambio” que constituye el eje de campaña podemita. Nuestra historia no es tan distinta -aunque nos creamos excepcionales- de otras ciudades y países que van directos y por inercia a las fauces de la ultraderecha y/o el desastre; es paradójico que, mal de muchos consuelo de tontos, el avance del FN en Francia pueda resultar en un relajamiento de los objetivos de déficit que nos salve de la asfixia. Lo que si que nos hace distintos es que quizás estemos a hora de enderezar el rumbo, y por una vez ser de los que deciden y no de los que se dejan llevar por la marea. Habrá que verlo.

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