VALÈNCIA. Primero fue una densa niebla alrededor de Islandia y aviones que caían del cielo y animales que marchaban masivamente hacia el norte desde cualquier altitud y latitud, y un frío que comenzaba a extenderse como una sombra térmica letal. A aquello le llamamos el Día Cero. Pero antes de primero ocurrió algo también, una violación, y más tarde un embarazo, un niño con una mancha de café en el costado. Una invocación. Una respuesta. En algún momento, el Ragnarök. Los hechos ocurren a un lado y al otro del eje: atrás no siempre en negativo, ni mucho menos adelante es sinónimo de que todo va a ir bien. La verdad inevitable es que el mundo va a tocar a su fin en algún momento, que todos quienes lo han anunciado han acertado, incluso quienes han soslayado la pregunta principal: acaba un mundo, qué mundo acaba. ¿Cuál? El espejo en el que nos miramos cuando le vemos por fin las orejas al lobo está roto: el artífice de este apocalipsis lo quiere así. Lo que supimos al principio resultó ser la mitad, después vino lo anterior y cuando comenzábamos a tener dudas de si llegaríamos a conocer el desenlace último, los acontecimientos pulverizaron la rosa de los vientos y las referencias, así, dejaron de tener sentido porque las dimensiones se multiplicaban a un lado, al otro y a los lados que caben entre los lados. Como Isidore Ducasse: la realidad es una cruz que se puede prolongar hasta el fin de los tiempos. Hasta el vacío infinito de la imaginación.
Sin embargo, intentemos que reine cierta serenidad y que los hechos, al menos en este punto, parezcan avanzar en direcciones familiares: Alberto Torres Blandina, escritor y columnista de Valencia Plaza, escribió Con el frío, que vio la luz en el sello Aristas Martínez en el año dos mil quince. Entonces supimos de un barco, el Esperanza, que navegaba hacia tierra vikinga a modo de arca o de sacrificio al minotauro agazapado tras una barrera de irrealidad: en el barco viajaba en depósito el legado o una muestra de todo lo que la humanidad era capaz de ofrecer cuando el cataclismo ya no era una fatalidad onírica sino una posibilidad espeluznante por su cualidad de mundana, por su naturaleza de hechos consumados. El estilo de este libro era el de un libro de relatos que podía disfrutarse sin pensar en el mañana. Pero después vino Contra los lobos, de nuevo en Aristas, corría el octubre de dos mil dieciséis, y nos las veíamos con otro artefacto literario, uno más parecido a una caja de Lemarchand donde habita un puzzle que despierta a los demonios: el autor había instalado en él unas instrucciones perversas que se colocaban antes de lo que sabíamos para detonar lo que todavía no sabíamos que íbamos a saber. En esta ocasión tres historias se entrelazaban en un mundo que era el mismo que el anterior-posterior pero más escabroso, más duro, más abrazado al terror. En esta segunda entrega de lo que llamaremos de forma oficiosa la trilogía del frío, porque realmente Torres Blandina no ha llamado de ninguna manera a su trilogía pese a serlo, acabamos con los pies hundidos en el fango de los bosques de Thoreau pero dados la vuelta, con los tejidos que deberían permanecer ocultos a la vista de cualquiera. Lo idílico convertido en siniestro, como por otro lado, suele ocurrir con frecuencia.
Han tenido que pasar tres años para que en noviembre de dos mil diecinueve hayamos vuelto a tener noticias de ese mundo que se agitaba tenso preso de la incertidumbre y Después de nunca se haya revelado en el mismo catálogo que sus entregas predecesoras, y de nuevo la historia ha mudado de piel y ahora nuestro narrador nos habla con un aplomo que inquieta porque desde donde nos ubicamos al empezar la novela los capítulos avanzan no sabemos si hacia un final o hacia un principio: reconocemos la Historia dando sus últimos coletazos a punto de hundirse en la agonía del silencio, pero mientras tanto se producen episodios inexplicables a los que acudimos de la mano de una pareja de investigadores muy mulderscullyanos, miembros del cuerpo de la Policía de la Cordura que tratan de sofocar con verdades falsas lo que es ya la normalidad más anómala posible, en la que crecen los mutantes de película en bandas organizadas, la melancolía y el anhelo se manifiestas con belleza laberíntica, seres provenientes de narraciones olvidadas emergen de sus guaridas más allá de la lógica, monstruos de leyenda se vuelven cotidianos, incluso repetitivos, los heraldos de las religiones del libro guerrean en sangrientos conflictos armados, y poco a poco, todo se va desvaneciendo, aunque no del todo ni cuando cabría esperar: “La gente continuó adelante, repitiendo sus gestos cotidianos, como ese perro. Hachikō creo que se llamaba. Las rebajas, el dentista, la factura del banco, el café del almuerzo con sacarina, la serie de los martes. Siguieron la ordenaría coreografía de sus vidas, como si no fuesen de carne, pulsiones o sueños, sino que su esencia fuese la rutina. Millones de humanos levantándose cuando suena el despertador, meando, lavándose la cara y los dientes, preparándose para el café, vistiéndose, caminando hacia el garaje, etcétera; ya sabes de qué hablo”.
¿Qué mensaje reflejan el anverso de las páginas con asterisco? ¿Quizás alguna clave que nos anticipe el sorprendente final del final? Después de nunca de Torres Blandina consigue que queramos vivir en su tragedia porque en ella se materializa ese sueño que descubrimos con las lámparas y los genios que concedían deseos: la realidad no es real, la realidad es maleable, plastilina dolorosa, una trampa, una ilusión gobernable si uno se sabe el truco, el hechizo, el birlibirloque, el conjuro, el abracadabra. Hágase mi voluntad, pero no la del otro.