El otro día Jorge Lozano, de Tapas 3.0, revelaba que una influencer gastro le había ofrecido hacerse una foto en su restaurante y colgarla en Instagram por el módico precio de una cena para dos y el pago de 100 euros más IVA (la desfachatez radica sin duda en el “más IVA”, que es como una pedorreta final, la puntilla legal a la estafa)
Las palabras clave de la oferta eran: cool, chic y seguidores, para que se hagan una idea.
La calidad de la comida había desaparecido en este triángulo de las bermudas. Josep declinó amablemente.
Se cuentan otros casos de inconscientes bodegueros que dejaron pasar ofertas similares y vieron crecer a su costa, de forma inversamente proporcional, críticas vengativas.
Al margen de que la etiqueta publicidad encubierta es algo ajeno a las redes sociales- acaso porque las redes son en sí mismas plataformas publicitarias encubiertas y resultaría redundante- y sin olvidar esa manida frase de que “si te ofrecen algo gratis, el producto eres tú”, yo me pregunto si no se nos está yendo de las manos todo esto. Si el precio que pagamos por estar interconectados no está siendo desorbitado, si no estaremos vendiendo nuestras almas al diablo por un ratito de entretenimiento, por un puñado de likes mientras alimentamos a extorsionadores, haters, cuñaos y anónimos opinadores que desafían las leyes de la coherencia y no muestran respeto alguno por eso tan medieval llamado verdad.
¿En serio es un logro de la democracia que todo anónimo se exprese con absoluta libertad? ¿de verdad necesitamos TripAdvisor?
Lo confieso, yo fui una de las que acogió con febril entusiasmo la llegada de Internet y de las redes sociales, y hasta me mareé muy stendhalianamente con los blogs de poesía y de microrrelatos, con las experiencias gastronómicas, con los análisis informativos al margen de las grandes mafias mediáticas. Por fin podía acceder a esas voces íntimas que habían permanecido hasta entonces en la sombra, por fin podía adentrarme en la jungla de los profundos pensamientos a base de clic, por fin el subtexto emergía hasta la superficie y la esencia del ser humano quedaba a mi alcance.
Ahora me pregunto: ¿hasta cuando, Dios mío, deberé soportar este subtexto atroz, por qué toda esa gente que me chilla desde su más profundo yo, por qué no aplican algún filtro, aunque sea básico, a sus más oscuros pensamientos?
Lo entiendo, entiendo que puede darse una pequeña confusión cuando uno escarba allá en lo hondo desde el anonimato y la escritura (algunos creo que lo llaman literatura), y llega a pensar que cualquier cosa que se encuentra en lo oscuro es digna de ser compartida, que tiene derecho a ver la luz porque es auténtica. Y si no ¡eso es censura!
Me acuerdo de una frase que nos soltó en una charla el gran José Luis Cuerda: “hay que tener siempre activado el detector de mierda”.
Por lo visto, en TripAdvisor lo desenchufaron hace tiempo. Delirantes opiniones que jamás se dirían a la cara encuentran espacio en esta web donde un restaurante no puede darse de baja por la sencilla razón de que nunca se ha dado de alta. Establecimientos con una localización precisa, con chefs con nombres y apellidos están expuestos a toda clase de comentarios anónimos, sin que este desequilibrio se cuestione, no vaya a mermar eso nuestra calidad democrática.
Un sangrante ejemplo: la chef Macarena de Castro respondió a una crítica demoledora de una clienta anónima que decía que la cena en su restaurante había sido una estafa y que tuvieron que devolver varios platos a la cocina.
Macarena alegó que la comensal se bebió hasta el agua de los floreros y se molestó porque no la invitaron a un gintonic y porque le hicieron devolver un elemento decorativo de la sala que ella pretendía llevarse. Sin embargo fue la chef la condenada a pagarle una multa a la clienta por revelar sus datos personales.
Me contaba el dueño de dos restaurante de Valencia- voy a mantener su anonimato porque me da la gana-, que TripAdvisor le había ofrecido no solo posicionarse bien a través de los comentarios previo pago, sino lograr que la competencia directa se posicionara peor, previo pago también. Supongo que con algún nombre técnico como Marketing invertido avanzado o Puñalading trapering.
Críticas homófobas (una anónima se quejó de que La berenjena estuviera lleno de mujeres y pareciera un local de lesbianas, algo muy incómodo si vas con tu pareja…) apología de la ignorancia (un anónimo en el restaurante de Begoña Rodrigo: el tartar que me sirvieron estaba crudo) y hasta de ciencia ficción (la cama supletoria no tenía el colchón adecuado, aseguraba el usuario de un hotel que aún no se había inaugurado. Amigo, es usted un visionario, le contestaba el dueño).
Ni el Celler de Can Roca se libra de la anónima osadía (una auténtica estafa, no sabes lo que te estás comiendo. Y además el baño de hombres estaba sucio).
El chef de El capritx decidió contratacar con humor y animó a escribir las críticas más descacharrantes e inverosímiles sobre su local que permanecen meses en la web sin ser detectadas. “El metre muy guapo, simpático y fuerte. Es cubano. Nos puso un mojito seco maridado con Shakira. La carta de vinos tiene más de 3951 referencias. Al final escogimos un Mateus Rosé del 81”. O:“ Nos encantó el estilo del chef calvito que cocinaba con bañador y guantes de lana”.
Por si no es suficiente, Scaletta fue durante un tiempo el restaurante número uno de Lombardía según TripAdvisor. Lástima que el local nunca existiera salvo en la imaginación de un medio online que decidió poner a prueba la fiabilidad de la famosa web.
En fin, estoy convencida de que maduraremos, tecnológicamente hablando. También cuando salieron los primeros teléfonos, los niños aprovechaban para llamar a desconocidos, insultarlos y colgar.
Confío en que volveremos pronto a la timidez y al respeto, a callar hacia fuera por cortesía y proseguir el dialogo con uno mismo allá en lo oscuro.
¡Hipócrita, censora, fascista de mierda!
Como tú quieras, anónimo, como tú quieras.