Por cuarta vez se reponía la producción propia que el Palau de Les Arts hizo de Turandot en 2008. Pero no puede decirse que las reposiciones hayan seguido con ella una línea ascendente, al menos en el terreno de las voces y en el de la dirección musical, donde andamos ahora, francamente, cuesta abajo.
VALÈNCIA. El montaje, cuya dirección escénica es del cineasta chino Chen Kaige (con Alex Aguilera al frente de la reposición), va envejeciendo bien, y conserva, junto a sus virtudes, también los defectos. Es muy tradicional y no aporta una gran profundización ni en la historia ni en los personajes. Pero gusta la minuciosidad y el cuidado de la escenografía, su espectacularidad sin horteradas, y la intención –explicitada en su día por Chen Kaige, y en la que ha insistido Aguilera)- de no “occidentalizar” con exceso la historia, recogiendo, cada vez más, elementos de la ópera tradicional china: entre otros, el tipo de movimientos de manos y pies, el recato en la presentación de la muerte, y el comedimiento de las coreografías.
Puccini combina aquí magistralmente unos personajes simbólicos, que funcionan como los arquetipos legendarios, con otros llenos de humanidad. Así, frente a la gélida Turandot y el brusco enamoramiento de Calaf (que no parecen de seres reales), tenemos a otros llenos de humanidad: Liú, esa sí, verdaderamente enamorada, y los funcionarios del imperio Ping, Pang y Pong, tan apegados a su casita en el campo y procurando salvar el pellejo sin reparar en medios. La mezcla de esos dos mundos es muy difícil de plasmar desde un punto de vista dramático, y sólo el genio musical y el instinto poético de Puccini consigue maridarlos bien. Hasta el punto de que se potencian mutuamente.
El compositor murió en 1924, dejando inconcluso el tercer acto, a partir de la muerte de Liú. Franco Alfano terminó la partitura basándose en los esbozos que Puccini dejó. El estreno se produjo en Milán (1926), bajo la dirección de Toscanini, que interrumpió la función en la última nota escrita por Puccini, y señaló “Qui il Maestro fini”. Sí que se incluyó el final escrito por Alfano en las siguientes representaciones, aunque éste retocó su trabajo siguiendo indicaciones de Toscanini. Puccini dejó bastantes notas referentes al último tramo de la ópera, Mucho después, Luciano Berio, basándose también en ellas, concibió unos pentagramas más modernos –quizá de más enjundia que los de Alfano-, y presentó un final argumental más abierto. El trabajo de Berio se estrenó en el auditorio Alfredo Kraus de Las Palmas (2002), con Riccardo Chailly dirigiendo a la Orquesta del Concertgebouw de Ámsterdam. También Chaylly llevaría este nuevo final a La Scala, en una estilizada y moderna producción dirigida escénicamente por Nikolaus Lehnhoff. Sin embargo, el concepto de Berio no acabó de prender entre el público, y actualmente sigue dándose casi siempre el final de Alfano.
En cualquier caso, y como en todas sus óperas, Puccini necesita, como agua de mayo, la belleza vocal, aunque algunos crean que basta con un vozarrón atronador. En Turandot algunos roles lo tienen difícil, muy difícil, porque requieren, ciertamente, una proyección notable debido al carácter de sus intervenciones y por el aparato orquestal al que deben enfrentarse. Puede cruzarse entonces la frontera entre la voz potente -pero bien emitida- y el grito, la estridencia. Que, además, resultan incompatibles con el fraseo expresivo y las sutilezas de colorido que demanda el compositor.
Jennifer Wilson, la soprano americana tan admirada en València por su Brunilda -en aquella Tetralogía wagneriana que puso sobre el mapa al Palau de les Arts- cruzó ahora esa frontera, y repetidamente. Con el agravante de mostrar, en otros momentos de la representación, una voz quebradiza e insegura, inconcebible para una valquiria tan dueña de su papel como lo ha sido tantas veces. Tampoco fue capaz de dibujar un personaje-estereotipo (y sin demasiadas entretelas) como es el de Turandot. Y, sin embargo, pudo regalarnos antaño –por poner un ejemplo lleno de sutilezas psicológicas- su maravilloso dúo con Wotan en el último acto de Die Walküre. Lucía entonces una voz plena de armónicos, sin asperezas, potente mas no chillona, segura... y, en definitiva, hermosa.
Es curioso, además, el fracaso de este miércoles en una cantante que lleva muchos años haciendo Turandot: hizo su debut operístico precisamente con este papel en la Ópera de Connecticut (2002), y repitió el rol en Houston (2004). También en Santa Fe y Sydney. De nuevo encarnó a la cruel princesa en el Covent Garden londinense (2009), Metropolitan de Nueva York (2012), y Ópera de Leipzig (2017). No es, pues, un papel desconocido para ella. Pero lo parecía, con excepción de algunos momentos del tercer acto, donde el público empezó a encontrar la seductora voz de antaño.
Marco Berti también era conocido en Valencia, pues cantó el papel de Calaf en 2008 y 2009. Siguió mostrando una voz muy bien timbrada (aunque sólo en el agudo) y una potencia notable... que muchas veces se tornaba estridente. Tampoco la afinación da siempre en la diana. Tiene a su cargo algunas de las arias más conocidas de la ópera: “Nessun dorma” y “Non piangere, Liú”, (mejor cantada ésta que aquella), algo que el público suele agradecer en los aplausos finales. Pero colaboró con Jennifer Wilson en esa especie de concurso de decibelios que parecía haber sobre la escena, al que también se apuntaron orquesta y coro, animados sin duda por la batuta de Alpesh Chauhan. Este director llevó, por otra parte, algunos números a un tempo inusualmente rápido, haciendo peligrar –innecesariamente- el ajuste de instrumentistas y cantantes. El Cor de la Generalitat supo mostrar la otra cara de la moneda cuando interpretó, con una suavidad y delicadeza encomiables, números tan hipnóticos como el de Perchè tarda la luna?. También lo hicieron muy bien los niños de la Escolanía de la Mare de Déu dels Desemparats en su breve intervención. De cualquier forma, y aunque hubo asimismo fallos, es imposible no añorar lo que lograron Zubin Mehta (2008 y 2014) y Lorin Maazel (2009) en ese mismo escenario, con la misma orquesta, el mismo coro, y coincidiendo en algunos de los solistas. Está demasiado cerca y no podemos –ni queremos- olvidarlo.
Por supuesto, Liú tampoco gritó: la dulzura de sus pentagramas rechazan con fuerza la estridencia. Encarnaba el rol la soprano donostiarra Miren Urbieta Vega, quien ganó el ‘Premio Lírico Teatro Campoamor’ de 2015 por su representación de este papel en una producción de la ABAO, y que completó sus estudios en el Centre de Perfeccionament Plácido Domingo. En el primer acto su voz pareció frágil y pequeña, e hizo algún portamento raro, pero se fue creciendo y mostró luego un bello instrumento que ya abordaba las medias voces y los reguladores con tino y expresión, aunque todavía no pueda abarcar todas las posibilidades que le presenta la partitura. Fue quien recibió los mayores aplausos al terminar la representación. Al igual que las otras cinco programadas, estuvo dedicada la primera función a la grandísima intérprete de Liú que fue Montserrat Caballé, recientemente fallecida, y así se hizo constar en el programa.
El bajo italiano Abramo Rosalen, también algo nervioso al principio, hizo luego el papel de Timur con dignidad, tanto en el aspecto vocal como en el escénico. El barítono Damián del Castillo interpretó a Ping. Repetían en los roles de Pang y Pong Valentino Buzza y Pablo García López, que ya los hicieron con Zubin Mehta en el 2014. Supieron darles la calidez y la picaresca que se espera de ellos, frente a los arquetipos de Turandot y Calaf. Se desajustaron en algún punto con la orquesta, pero probablemente no fue por su culpa. Como Althoum estuvo Javier Agulló. La altura del trono donde se ubicaba disminuye con mucho –como siempre sucede en ese escenario- la proyección de la voz, y no tuvo, en definitiva, su mejor día.
Hubo en la sesión un añadido insólito, con alguien que se pasó el tercer acto poniendo unos sonidos de pajarillos desde alguno de los pisos superiores, y que no paró hasta el final. Seguramente, quiso incorporar su granito de arena a la producción: dado que el triunfo de Calaf iba a producirse al amanecer, el “espontáneo” quiso “crear ambiente!” con el canto de los pájaros que despiertan a esta hora. En fin...
Desde Les Arts aseguran que el sonido en cuestión es totalmente ajeno al espectáculo y al recinto. Menos mal.