VALÈNCIA. No para de tocarse la mascarilla. Primero se la baja. Está nervioso y le molesta para hablar, para ese incómodo ejercicio que supone desnudarse delante de un desconocido. Luego se la sube. Sin darnos cuenta el tapabocas se ha convertido en una barrera fantástica para los tímidos y los desdentados. Y así, ahora sube, ahora baja, abre pequeños resquicios por los que mana una vida repleta de callos y heridas. Una vida que, de momento, le ha dejado sentado en un escalón de la calle observando en inferioridad, de abajo arriba, a la gente que pasa ante él mirando de reojo su cartel suplicante.
José Manuel Ramos no tiene mucho. Una mochila que carga en la espalda, una maleta guardada en una pensión y una mujer que le quiere. Pero conserva un nombre y un apellido, que en este tipo de historias, muchas veces anónimas, es mucho. Porque dar eso, tu nombre y tu apellido, equivale a conservar la dignidad, a no avergonzarse de lo que uno es, de en qué se ha convertido.
Y él, que nació en Huelva y se crió en Sevilla, no es el señor que pide limosna en la calle Don Juan de Austria, a los pies de la Cadena Ser. No. Él es José Manuel Ramos, tiene 56 años y busca desesperadamente un trabajo.
Presume de ser un hombre serio, recto y trabajador. Fiel al viejo tópico: pobre, pero honrado.
Le cuesta rebobinar, tirar hacia atrás en su historia, retrotraerse hasta el inicio de su mala suerte. Por eso ataja y arranca con una frase que ya te desarma: "Yo no tuve padre ni madre". Luego se queda en silencio. Y al rato se verá que aquí los silencios dicen tanto como las palabras. Porque luego aclarará que sí que los tuvo, pero que su padre murió por culpa de un tumor cerebral cuando él tenía 13 años.
Poco después se tuvo que poner a trabajar. Dice que heredó la concesión del bar de la Once en la calle Tetuán de Sevilla. Muy cerca de la emblemática calle Serpis. "No me iba mal. Estaba siempre trabajando y tenía un techo para dormir". Pero tiempo después perdió la concesión y ya todo se fue enredando...
A los 22 perdió a su madre de un infarto de corazón. Y luego a su hermana, que sigue viva, pero no se quieren. "Es muy rara", concede después de tres preguntas y dos silencios.
José Manuel está nervioso. Es incómodo remover el pasado. Le disgusta. Vuelve a bajarse la mascarilla y sigue para recordar que conoció a su mujer porque trabajaba de cocinera en un restaurante delante de su bar. Pero en cuanto puede, da un salto y vuelve otra vez al presente. "Mi mujer, aquí, trabajaba cuidando de una mujer en la avenida de Burjassot. Hasta que la metieron en una residencia y, al mismo tiempo, el médico le dijo a mi mujer que no podía hacer trabajos pesados. Ella está enferma y necesita muchos medicamentos que cuestan mucho dinero. Y, claro, ahora cuesta reunir todo ese dinero".
Tanto empezó a costar que, un buen día, hace unas semanas, con el dichoso virus sembrando la ciudad de enfermedad y miseria, tapizando las calles con carteles de Se vende, ellos dos, con los bolsillos vacíos, desolados, no pudieron pagar la habitación donde vivían en Torrefiel. Estaban en la calle, condenados a dormir a la intemperie. Así que cogieron lo poco que tenían y se fueron al río.
Dormir es un decir. Porque uno no llega un día, tira un cartón en el suelo y se pone a soñar. Esa noche todo está en contra. Estás asustado, abrumado, pudoroso, meditabundo... Cargas con tantos sentimientos chungos que no hay manera de dormir... ni casi de seguir respirando.
Antes de eso, cuando su mujer se quedó sin un empleo y él apenas trabajaba de 'camata' los fines de semana por cincuenta euros, vivieron un tiempo en el alambre. El paro de larga duración y esa paga miserable les daba para seguir durmiendo bajo un techo. Pero hasta eso se acabó.
Unos años antes, hace doce, dejaron Sevilla. José Manuel asegura que antes llegó a irle muy bien. Que tuvo dos bares y que le dio para ayudar a los familiares y los amigos que lo necesitaron. Una generosidad unidireccional que no vino de vuelta cuando a él le hizo falta. "La familia me ha fallado", dice bajando los ojos. "No sé por dónde andan y no tengo su teléfono ni lo quiero tener".
Un día, durante la Feria de Abril, entabló amistad con un valenciano, quien, tiempo después, le llamó para decirle que había encontrado un trabajo para él.
La pareja se mudó a València con la ilusión del que espera prosperar en un nuevo destino. Y al principio no les fue mal. Pero hace dos meses, desempleados, acabaron en la calle. Encontraron su rincón en Blasco Ibáñez, al lado de la clínica Quirón. Dejaron el río porque la noche "es muy larga" y tiene demasiadas sombras. Una de ellas les robó la mochila y el móvil. "Y en los albergues hay muchos problemas por culpa de la covid", se lamenta.
José Manuel tiene buen aspecto. No es, ni mucho menos, un indigente abandonado a su suerte. Se ve un hombre aseado, con buenos modales, que lleva la ropa limpia y el pelo corto y bien peinado. "No me pongo fijador, pero a veces cojo una bolsita de azúcar, la mezclo con agua y me la echo por encima... Y así se me queda bien. Porque me hago cada trasquilón".
Un día, al ver que no salía nada, se tragó la vergüenza como quien se arrea un tequila sin sal ni limón, y se puso a pedir. "Intento reunir cada día el dinero suficiente para que mi mujer no tenga que dormir en la calle. Al menos eso. Porque se me hace muy duro no poder darle ni una cama bajo un techo. Eso me está comiendo por dentro. No paro de darle vueltas".
La calle deteriora rápido. "A mí me falta hierro y me estoy quedando muy flaco. Y mi mujer tiene artrosis, un ojo vago, una hernia y tiroides. La tienen que operar y ahora vamos a ir a que le hagan una resonancia".
Ella no ha aparecido. Le da pudor salir así en un periódico. A él también, pero sueña con que alguien se apiade y les tienda una mano. Por eso se traga el orgullo, responde como puede a las preguntas incómodas y posa con buena cara ante la cámara. Y por eso también recuerda varias veces que él tiene experiencia como camarero y como mensajero. Que le encantaría poder cuidar de la finca de alguien porque así, como mínimo, tendría un techo asegurado. Y que es muy responsable y muy honrado. "Los que estamos en la calle cargamos con muchos prejuicios y a veces la gente no nos da una oportunidad porque no se fía de nosotros. Pues ya lo digo: de mí se pueden fiar al cien por cien. Si me dan un trabajo, no les fallaré. Ojalá algún día me dé para comprarme un coche, aunque sea de segunda mano, y poder salir algún día por ahí con mi mujer".
Encontrar un trabajo es cada vez más arduo. Le robaron el móvil y tiene que estar pidiendo mañana y tarde para sacar cada día los veinte euros que le cobran -tras hacerles una rebaja- en la pensión Universal. Mientras, su mujer se deja los ojos en busca de una ocasión dentro de un consultorio donde tiene ordenador e internet por un euro.
Por el cuello de la cazadora se ve un trocito de un rosario que cuelga de su cuello. "Soy creyente, muy creyente. En la Iglesia no creo. Ni en los curas. Pero sé que Dios, a pesar de todo esto, nos está protegiendo", explica mientras se saca el rosario, que es fosforescente. Quizá para que brille en las noches oscuras.
También cree, aunque de otra forma, en la importancia de la higiene. "Cuando estaba en el río, he llegado a levantarme a las cinco para ducharme medio desnudo muerto de frío. Para mí es importante. No me siento bien si no estoy limpio. Y ahí voy, con mis uñitas bien cortadas y dándome una duchita cada vez que puedo pagar la habitación".
Ha llegado la hora de volver a su escalón. Primero lo limpia y echa todo a una papelera. Luego se sienta y saca un cartón que anuncia su problema en tinta roja. Las dependientas de una tienda de ropa le dan celo para que lo fije en el suelo y no se le vuele los días de viento. Él resiste sin celo, pero con fe. Es optimista. Y ya sabe que lo primero que haría con un sueldo serían unas gafas, para tirar las que llevas de farmacia, que le están arruinando la vista, y arreglarse la boca. Aunque primero, antes que nada, buscaría un techo y seguridad para su mujer.