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EL MURO / OPINIÓN

Una de calamares

Víctor Sahuquillo, cogerente dimisionario de Divalterra. KIKE TABERNER

Las copas las solemos pagar entre amigos a escote, aunque figuren unidas al menú. La empresa privada actúa desde la disciplina. La pública parece que todavía no. El caso de Divalterra y sus gin-tonics es un ejemplo de escasa cintura política y poca seriedad institucional después de todo lo que aún le envuelve. Hablamos de formas y gestos. También de actitudes responsables

18/12/2016 - 

Como ciudadano, que no periodista, me dan igual las disputas internas de poder, los cupos de partido, las sinergias sectoriales, venganzas y filtraciones periodísticas. Lo conozco todo. Me lo sé de memoria. No me preocupan maquinaciones y descréditos personales, por ejemplo, en la Diputación de Valencia, de la que aún desconozco ciertas de sus realidades vigentes. Pero el silencio institucional conduce a la desnudez y la guerra: descrédito interno y empresarial. A la demostración de inutilidad, inestabilidad y desgobierno. Creía que los virreinatos estaban lejos y olvidados. Pensaba que ya no eran tiempos de peleas y vendettas. Ojo, las guerras pueden durar años, las batallas días. Pero se me han adelantado.

No me preocupa el control interno de partidos e instituciones. Es su guerra. Sólo quiero resultados objetivos y soluciones, como mis amigos del aguagym. Hablo en general. Tampoco me interesa cómo dedican sus horas de aburrimiento, que son muchísimas, diputados, concejales y asesores. porque de alguna forma han de justificar sus nóminas. Además, las comisiones del Congreso deben ser un tedio salvadas por el menú, la intriga y los gin-tonics low cost. Todos sabemos que esta nueva casta vuelve a pasar más tiempo intrigando que trabajando. Sin ideas reales. Llevan más de un año. Pero es su supuesta responsabilidad, y en ella están escondidas miserias, posibles genialidades y compromisos que también existen y no ven la luz por miedo a sentirse superados. E incluso horas encerrados en habitaciones de hotel esperando un pleno o a la espera de una llamada amiga. Triste vida. Creen que el poder lo es todo. Pero eso sí, no sólo es suficiente estar metido en él, sino creérselo. Mirad Rita. Su decadencia interna lo dice todo. Es un paradigma sistémico.

Me lo recuerda un pequeño empresario de comercio de proximidad al que nadie atiende. Tenía que cambiar un portalámparas, pero como en mi barrio -céntrico, por cierto- han cerrado todas las tiendas minoristas de iluminación y se ha llenado de bazares mediocres de calidad, he vuelto a Ruzafa, el barrio de toda mi vida, a buscar al electricista de siempre. Aunque lleva el pelo tintado, por la edad y la coquetería, he encontrado lo que buscaba. Dos euros. Al tiempo, me ha dado una lección de proximidad y racionalidad de barrio. Dejaré el todo a cien, aunque pague nuestra deuda. Sus conclusiones son interesantes. Nada cambia, nada empieza, nada termina, todo continúa.

—A mí que no me vengan, que ya pago bastante, —dice alborotado en su pequeño establecimiento. Me lo deben todo, pero nada me han dado. Pero aquí que no entren —cierra la conversación con un mal genio inesperado antes de despedirse muy educadamente, deseándome un buen día y habiendo aportado soluciones personales a mis problemas de mantenimiento.

Ha sido sacarle un  par de asuntos políticos y temblar. Y ha sido también mostrar un billete de veinte euros y sugerirme lo rico que me había hecho desde mi adolescencia después de tanto tiempo sin verme. Luego me ha preguntado qué me parece que paguemos gin-tonics y otros vicios a nuestros nuevos representantes públicos. A mí, que iba a sugerirle a una caña de reencuentro. 

Decía lo de las luchas internas por el caso de Divalterra y ese coleguilla socialista que cogerenciaba la empresa de la corporación provincial en el punto de mira desde hace muchos meses por unos millones desviados y ahora por gin-tonics y otros asuntos internos de guerra político-social. Esto es, gambas al ajillo, menús del día, carnes, pollos crujientes, cervezas, brandis, infusiones y postres. Me dan igual las fechas. Pero no acabo de entender aún a santo de qué tenemos que continuar pagando la manutención de nuestros cargos públicos, aunque coman menú del día. ¡Lo que algunos, además, comen!

Tener cargo ya no debería de suponer disfrutar de dieta diaria, coches oficiales, transporte público y otros muchos privilegios entre los que se incluyen tabletas, teléfonos, gastos personales y hasta viajes inútiles. Salvo excepciones necesarias.

La respuesta del señor Sahuqillo, una vez pillado en la barra, fue que la nueva norma de austeridad y servicio a la sociedad desde la esfera pública, austeridad y compromiso añadidos por decreto, aún no estaba aprobada. Así que tiró de tarjeta y ticket sin contemplaciones. Vamos, que lo de los gin-tonics aún no figuraba en el guión y por tanto no pertenecían al catecismo del buen ejemplo político, que diría Platón.  

Repasando las facturas aireadas, lo que me preocupa es que la dieta Mediterránea no les iba mucho. Ni a él, ni a sus invitados por todos nosotros. De hecho, salían más caras las copas que los menús.

De mi vida profesional, una de las cosas más surrealistas vividas fue que me invitaran, junto a otro colega y amigo, a cenar un  domingo en un marisquero para explicarme un asunto que podía resolverse con una llamada. Jamás lo entendí. Y menos en domingo. Aún salta de cargo en cargo. Como el de las gambas que mentía mientras pedía más y yo simplemente observaba. Aún está ahí disfrutando de la vida contemplativa. Si contara.

Nunca mis antiguas empresas me han costeado comidas, copas, ni siquiera gasolina. No estaba previsto. Ni a mí, ni a los de mi entorno. No me subvencionaban menús. Ni ganas. ¿Por qué ahora, aunque a coste reducido, aún pagamos comidas, desplazamientos, compensaciones, hoteles, traductoras, apartamentos, meriendas, gastos de representación…? No lo entiendo. Ya cobran un sueldo como el resto de los mortales con los que hacer frente a sus gastos personales y profesionales. Que se lo pregunten a la empresa privada. En su día, hasta nos quitaron la cesta de Navidad. La cena de confraternidad la pagamos entre todos.

La gran mayoría de trabajadores comen en casa. Quien llega. Controlan su economía familiar. Los menús se abonan a escote, y el que ya no puede lleva un taper. Ellos no. Aún están privilegiados. Y de postre piden gin-tonics y chupitos, luego desvían el tiempo de ocupación. Pero no los afrontan del sueldo que nosotros les pagamos. No. Nos los cargan a nuestra segunda cuenta. Le llaman representación, o torpeza. Yo, morro.

Un saludo de solidaridad y un bocadillo de calamares de Los Toneles como recuerdo es lo que merecen algunos si lo que  necesitan es comer por necesidad. Pero me interesa más la dignidad política. No el compadreo autorregalado y menos los derechos repartidos sin más por ostentar cargo público.

Pero eso sí, calamares, aunque sin chupito de remate. Colega. Aunque esta ronda la vuelva a pagar de mi bolsillo, como lo hice a muchos cargos políticos para no tener que deber nada y menos aguantar preguntas empresariales. Sales corriendo y liquidas la cuenta, que ya te están buscando hueco. El coste es lo de menos. Lo importante es el gesto, la actitud, el ejemplo.

¿Calamares? Igual pota, que no es indigna pero sí más económica para el consumidor. Quien mantiene el sistema y cada mañana exprime y revisa el bolsillo y las cartillas de ahorro. Los ciudadanos aún no saben a qué se dedican muchos más allá de chupitos y gin-tonics con cargo a nuestra factura. Pero sí saben de las facturas. Las que interesa airear. No quiero imaginar las que estarán guardadas en la recámara. ¡Qué fuerte! ¡Cómo funcionamos todavía!

 Algunos continúan abonando sin darse cuenta las tesis de José Antonio. Y eso sí da miedo. Mucho.

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