La crisis catalana, sustentada en unos malos actores que recitan diálogos aburridos y previsibles, es una pésima obra de teatro. Cada semana se representa un nuevo acto de esta farsa. Ninguno de los protagonistas se cree su papel. El público intuye el engaño de unos y otros, patalea y comienza a reclamar el dinero de las entradas
Ignoro cómo acabará esta triste historia de Cataluña, pero no me cabe duda de que el desenlace pertenecerá a un género menor del teatro, sea un sainete, una ópera bufa o una farsa. Todo en esta historia es chusco, sin un destello de grandeza ni un ápice de épica. Los diálogos de los personajes son de una pobre factura; la puesta en escena es vulgar y los protagonistas son unos pésimos actores.
Ni Rajoy ni Puigdemont poseen las virtudes necesarias para cautivar al público. Tan enfrentados como parecen, tienen algunas cosas en común, por ejemplo, su mediocridad y cobardía. El dirigente catalán, con todas las trazas para ser considerado un pobre hombre, se inventa inicialmente una independencia a plazos sin atreverse a consumarla, como le piden sus bases. El todavía presidente del Gobierno español insiste e insiste en que hará todo lo necesario para frenar a los golpistas pero ahí siguen, sin entrar en la cárcel, riéndose de todos nosotros. Conocemos lo suficiente a Rajoy; anunció que no habría consulta en 2014 y la hubo; lo mismo dijo del referéndum ilegal del 1 de octubre, y lo hubo; dijo que no se llegaría a la declaración de independencia y la hubo, a su manera, pero la hubo.
El líder conservador, que considera que la política es un oficio de contables, se ha revelado como un dirigente torpe y completamente incapaz para el desafío que tiene el país. Sus aduladores lo presentan como un hombre prudente cuando en realidad es un timorato: le da pánico actuar. ¿No hay nadie en el Partido Popular que lo pueda sustituir? Me diréis que tenga paciencia, que en los próximos días este prócer de la patria parará este golpe de Estado por entregas con la energía y firmeza de la que ha carecido hasta la fecha. Si fuera así, sería el primero en disculparme y en aplaudirle. Ojalá yo ande equivocado.
NI RAJOY NI PUIGDEMONT, MALOS ACTORES, PUEDEN CAUTIVAR AL PÚBLICO. TAN ENFRENTADOS COMO PARECEN, TIENEN ALGUNAS COSAS EN COMÚN: SU MEDIOCRIDAD Y COBARDÍa
Mientras tanto, entiendo a los independentistas que se han sentido defraudados con Puigdemont. Respeto a estos separatistas de base, gente que se levanta a las siete de la mañana para ganarse el sustento, cree en una Cataluña independiente y defiende tener un Estado propio. No comparto sus ideas ni sus sentimientos —que por otra parte son libres— pero los respeto porque van de cara. Saben que me tendrán siempre en primera línea de combate pero aprecio su valentía. En cambio, desprecio a los independentistas de última hora, a los Pujol y los Mas, esos miserables que se han agarrado a la bandera para ocultar sus corruptelas y seguir haciendo caja. La decepción que sienten algunos independentistas la hago mía pero por un motivo diferente. Yo también estoy defraudado con mi Gobierno porque hasta el miércoles de la semana pasada no había tomado ni una sola iniciativa política para afrontar este conflicto, salvo la de escudarse en los tribunales.
Decía antes que asistimos a una farsa en la que los protagonistas ocultan sus verdaderos pensamientos. Nada es lo que parece. Puigdemont, el taimado Junqueras, que tiene un ojo en el presente y otro en su futuro político; y Forcadell, la bruja de este cuento de terror, sólo buscan su supervivencia y preservar el patrimonio. Recordad los sueldos obscenos que todos ellos perciben. Rajoy, con un salario más modesto para su responsabilidad, persigue perpetuarse en el poder aunque esto signifique prolongar la agonía del país.
Lejos de acercarse a su final, la farsa está en sus primeros compases. El régimen del 78 se desmorona adquiriendo un aspecto fantasmagórico como el que Ortega atribuyó a la Restauración hace un siglo, pero necesita el acontecimiento clave que le dé la puntilla. Será la reforma constitucional, ideada por gente de buena voluntad, socialistas en su gran mayoría, para contentar a quien no se quiere contentar y que permitirá, en el mejor de los casos, comprar tiempo a los nacionalistas, no más de diez o quince años, antes de que se produzca el asalto final contra un Estado ya confederal.
Esta semana asistiremos a otro acto de la farsa. Lamentablemente no se atisba el final. Como público hastiado queremos que nos devuelvan ya el dinero de las entradas. Nuestra paciencia se agota y nuestros ánimos se encrespan ante una situación de incertidumbre que perjudica la economía y suspende la vida nacional. Y vuelvo a Ortega. Tal vez esta enorme crisis institucional debería servir para edificar un nuevo Estado en el que todos los ciudadanos españoles fuésemos libres e iguales, sin privilegios para ninguna región. Esto no sucederá, por descontado. Se impondrá lo de siempre: el chalaneo revestido de negociación, el sacrosanto diálogo y, en definitiva, el engaño a la población, que aceptará, salvo contadas y dignas excepciones, lo que le manden.