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EL CALLEJERO 

Una guerrera en Orriols

24/04/2022 - 

VALÈNCIA. Orriols impone. No tanto a la mañana, con todo el mundo trajinando de un sitio para otro; ni a primera hora de la tarde, cuando los padres recogen a los niños del colegio y los llevan a casa de la mano mientras les dan la merienda, pero sí cuando cae el sol y el barrio se convierte en un lugar peligroso donde los jóvenes juegan a ser chicos duros del Bronx que marcan su territorio en un juego que muchas veces se les va de las manos y acaba con sangre sobre las aceras mugrientas. Pero Orriols no es el Bronx, Orriols, hasta no hace mucho, era un barrio de honrados agricultores que vivían de la huerta, campos de hortalizas que hoy han desaparecido y que bebían de la acequia de Rascanya. Aunque la paz reina en la plaza de la ermita de san Jerónimo donde espera, después de comer, Mari Carmen Tarín, una mujer de 62 años que siempre ha vivido en este barrio que hasta finales del siglo XIX, hasta 1882, fue independiente de València.

Mari Carmen ama Orriols. Aquí nació, creció, se enamoró, se casó y tuvo a su hijo, un ‘traidor’ que ha preferido el mucho más moderno y plácido Benimaclet, justo al lado. Y ahora, cumplidos los 60, esta mujer se ha lanzado a la calle con otros muchos vecinos para defender a la gente honrada que ha venido de otros países frente a los delincuentes que se apostan en las esquinas con su chándal, su gorra de béisbol y su mirada insolente. Porque Orriols, aunque mucha gente crea que sí, no es solo el barrio pijo de la avenida de Alfahuir, las urbanizaciones casi amuralladas con sus piscina, sus pistas de pádel y sus perros de raza. “Eso es el nuevo Orriols y no tiene nada que ver con el viejo”, se apresura a aclarar la portavoz de ‘Orriols en lucha’.

Niñas y niños con diferentes tonos de piel juegan un partido improvisado en mitad del parque mientras otros chiquillos se lanzan por unos toboganes plateados que hay a los pies de una iglesia espantosa, pues pocas cosas hay más horribles que una iglesia moderna con cristales de espejo en vez de vidrieras. Un costado del parque da a la parte antigua, la del pueblo de Orriols, con sus casas bajas, y el otro recae sobre unos edificios más altos con toldos verdes, ropa tendida, una Senyera descolorida y persianas rotas. Y detrás de esas manzanas, los últimos huertos y San Miguel de los Reyes, que llegó a ser prisión y un motivo para que los familiares se instalaran en el barrio porque querían estar cerca del reo.

En los años 60, cuando la gente empezó a abandonar el campo en busca de la modernidad y la industrialización de las ciudades, Orriols empezó a recibir a españoles del interior, sobre todo de Castilla-La Mancha y Extremadura. Y fue entonces cuando se construyeron las casas de Barona, unos edificios baratos muy alejados de lo que hoy entenderíamos como calidad de vida y que, en un acto más de injusticia a los que está tan acostumbrado el vecindario, acabó hurtándole el nombre al barrio, al que muchos pasaron a llamar Barona. “Esos edificios se hicieron sin planificación, ni alcantarillado, ni asfaltado, pero sirvieron para recoger a esa población que buscaba alojamientos económicos”, recuerda Mari Carmen, quien, de niña, aún llegó a estudiar en el colegio que se instaló en la ermita. 

Inmigrantes y reyertas

Aquellos primeros emigrantes intentaron prosperar y, con el paso del tiempo, las viviendas que habitaban se quedaron vacías. Pero años después llegó la segunda ola de inmigración, esta vez proveniente de América Latina, el Magreb y el África subsahariana. “Luego el Ayuntamiento quiso limpiar el Cabanyal, invitaron a muchos a que se fueran y acabaron aquí, otro barrio pobre. Fue entonces cuando comenzó el fenómeno okupa, con dos tipos de okupas: los que no crean problemas y los que sí. Y es entonces cuando comienza la destrucción del mobiliario urbano, las  peleas callejeras, el tráfico de drogas… El 70% de la población de Orriols está en riesgo de vulnerabilidad, y hay un alto índice de población marginada”.

Y cuando hay jóvenes con los bolsillos vacíos sin nada que hacer, los problemas no tardan en llegar. Las reyertas son cada vez más comunes. La droga escampa por las calles. Unos codician el dinero sucio de otros. Y se monta el lío.

A Mari Carmen le costaba reconocer su barrio, las calles por las que jugaba libremente de niña con sus cinco hermanos. Ya no quedaba ni rastro de la huerta, ni de la alquería ‘cremà’ que un día se derribó para construir el nuevo estadio del Levante UD, ni de las acequias que convertían los juegos en un peligro. La chiquilla que iba al colegio de la ermita, la misma ermita que hoy preside el parque donde juegan los niños, y que un buen día alguien decidió cambiar de orientación. El lugar que ha elegido esta vecina de Orriols porque se ha convertido en un sitio emblemático. Ahí comenzaron las asambleas del 15-M y luego las de las asociaciones preocupadas porque la delincuencia se iba extendiendo por sus calles. Ahí se forjó la Mari Carmen guerrera al lado de su marido, Salvador, que llevaba varios lustros de activismo a sus espaldas. Se negaban a rendirse, a dejar que el barrio mantuviera esa deriva, a perderlo para siempre. Porque una cosa es que no queden alquerías y otra muy distinta que uno pasee de la mano del miedo. Así que el verano pasado, cuando empezaron a sucederse las reyertas, nació ‘Orriols en lucha’ para aglutinar los movimientos vecinales con una premisa: “Aquí tenemos claro que los inmigrantes son nuestros vecinos, que son iguales que los que vinieron de Cuenca o de Albacete años atrás”.

Mari Carmen decide levarnos de paseo. Sale de la plaza de la ermita y nos dirige hacia lo que llama “la zona cero de Orriols”, la confluencia de Padre Viñas con Sant Joan de la Penya, calles donde abundan los tintes baratos y donde los señores se toman la caña con el bigote blanco amarilleado por la nicotina. Aceras bajo edificios feos con fachadas llenas de ropa tendida, aparatos de aire acondicionado sin disimular y antenas parabólica. Paredes llenas de manojos de cables y de anuncios rotos. Bajos copados por extranjeros que se ganan la vida con bazares o vendiendo productos de Rusia, China o Rumanía. “Aquí todo cambia a media tarde”, nos advierte a solo unas horas de que los chavales empiecen a ocupar las esquinas, que la droga comience a cambiar de manos, que unos se encaren con otros simplemente porque no les haya gustado una mirada, que todo se vuelva turbio. “Y eso que como hoy tenemos una reunión con el alcalde, todo está más limpio y más tranquilo de lo normal”.

El agujero de la vergüenza

Joan Ribó ya se digna a ir a verles, a escuchar qué les preocupa, qué les quita el sueño. Pero eso es ahora. Antes nadie les hacía ni caso. Nadie respondía las cartas en las que suplicaban algo de ayuda, una mísera inversión. Hasta que nació ‘Orriols en lucha’, convocaron una manifestación y apareció la prensa. Al día siguiente sonó el teléfono. ¿Qué necesitáis? Aunque entonces entraron en el capítulo de las promesas incumplidas. “Solo nos hizo caso Sergi Campillo, que mandó limpiar el barrio”. El concejal mandó un equipo y sacaron seis toneladas de porquería de los solares. Pero aún queda, claro. Como queda el agujero de la vergüenza, el paso que alguien abrió un día a golpe de pico para poder llegar a la calle Constitución sin tener que dar un rodeo inmenso. Y pasados los años, ahí sigue también. Lo atraviesas y sales a un lugar lleno de botes de cerveza tirados por el suelo, un edificio de una planta con el techo hundido y paredes llenas de pintadas y de meadas de perros y otros animales…

Aquí nada cambia. Como el cartel de Casa Balaguer, que cerró hace años. Aquí no hay balcones cuquis de esos que en el centro se llenan con una mesita mínima y dos sillas de tijera para que los turistas desayunen tostadas y zumo de naranja; aquí los balcones se reconvierten en cuartos trasteros porque ya no cabe todo en casa y porque aquí no hay turistas. ¿Quién va a querer venir aquí? Aunque si estuviera limpio y no estuviera lleno de quinquis que te vigilan de reojo, la gente podría ir a hacerse la foto junto a las casitas de colores de la calle San Juan Bosco. Y podrían surgir bares con gracia y restaurantes exóticos como han surgido en otras partes y que se llenarían los días de partido. Para que los hinchas, en vez de salir del campo y marcharse pitando en el metro, o acabar cenando en una franquicia del centro comercial, se quedaran un rato más, o un rato antes, comiendo o cenando en Orriols, en el Orriols de toda la vida.

Pero son pocos los que deciden quedarse. Como Mari Carmen, que se casó con Salvador muy jovencita, en 1978, y sufrió los dos años que se fueron a vivir a Torrefiel porque ella quería estar en su barrio, y por eso, en cuanto pudieron, se compraron un piso y desandaron el camino. “No como mi hijo, que ha preferido comprárselo en Benimaclet pese a que estudió en el colegio público del barrio y en el instituto Orriols, pero yo creo que, si se cuidara, Orriols reúne todos los requisitos para ser como Benimaclet, pero, si no nos ayudan a solucionar el problema, no va a poder ser. Nosotros pedimos que todas esas viviendas que se quedaron los bancos que sean viviendas a precios asequibles, en consonancia a los sueldos que se ganan”, sugiere la activista.

Mari Carmen no ha sido víctima de la delincuencia del barrio pero aún recuerda el día que una periodista y un cámara de la televisión le pidieron que les enseñara la zona cero antes de una manifestación. Ella les advirtió del peligro y les recomendó que no encendieran la cámara. Hasta que el impulso periodístico pudo más que la sensatez y la chica y el chico tuvieron que salir por patas. “Pero a mí nunca me han hecho nada”, aclara.

Quince años de lucha

El recorrido sigue y nos lleva por la parte más agraciada, la de las casitas de colores, o la del colegio que hay cerca de la mezquita donde muchos inmigrantes hacen un esfuerzo por integrarse, como los musulmanes que organizan la llamada Cena de la Concordia coincidiendo con el inicio del ramadán. Muy cerca, casi enfrente, hay un gimnasio que se anuncia como ‘Team El Bilaly’ donde se entrenan los que buscan deportes de contacto como el full contact, el kick boxing o el muay thai.

Detrás está el colegio Profesor Bartolomé Cossío donde hace décadas se levantaba un molino arrocero. Mari Carmen lo señala y exclama: “¡Ahí nací yo!”. Y por allí, bordeándolo, se baja hasta unas casas bajas que están ocupadas por unos jóvenes con pendientes y anillos dorados que rodean una scooter. La portavoz de ‘Orriols en lucha’ evita mirarles de frente y rápidamente vuelve al parque de la ermita para proclamar: “Estamos muy orgullosos de nuestro barrio”.

Su padre fue un currante como otros tantos. Él trabajó primero para Palomino y Vergara, que era una bodega de Jerez de la Frontera, y después para una empresa de ascensores. Su madre se dedicó a criar a sus seis hijos y cuando podía echaba una mano limpiando en alguna casa. Mari Carmen trabajó en una farmacia y luego como auxiliar administrativa en una multinacional. Ahora ha consagrado su vida a luchar por Orriols. “Porque aquí se ha conseguido todo a base de lucha. Y antes que nosotros hubo otra gente que luchó por el barrio y consiguió algunas mejoras. Yo empecé hace 15 o 20 años, cuando el paro se disparó por la crisis, como ahora, que roza el 50% en el barrio. Y estuve en ‘Orriols Convive’ durante unos años de luchas que fueron muy intensas pero que carecían de la fuerza de la calle, algo que sí tenemos ahora porque se han incorporado todas las asociaciones. Ahora, además, nos apoyamos en la gente joven, que se sabe mover muy bien en las redes sociales. La gente no se mueve si no ocurre algo muy grave, y eso es lo que pasó en septiembre con una pelea brutal en la que salieron katanas y de todo. El verano fue horrible, con mucha violencia, y entonces hicimos una asamblea y acudieron doscientas personas, que son muchas. Fue cuando decidimos hacer los escraches digitales. Y la gente mayor, que es la mayoría porque los jóvenes se han ido del barrio, pide que les enseñemos a manejar las redes sociales porque quieren participar”.

Las asambleas sirvieron para aprender que la solución no es quedarse en casa tumbado en el sofá. Hay que luchar. Y ahora ya tienen reuniones periódicas con el Ayuntamiento. Porque no hay nada que le duela más a un barrio obrero que un consistorio de izquierdas les dé la espalda. Eso ya es el colmo. “Siempre decimos que contra la derecha luchamos mejor. Pero lo que nosotros queremos es que nuestros vecinos no se sientan solos. Estamos aquí, no tengáis miedo. Y poco a poco los vecinos de la zona cero se han ido empoderando. Porque había gente que tenía muchísimo miedo. Y también hemos aprendido a realizar acciones reivindicativas y culturales, de ocupación de espacio público para que la gente no vaya por la calle con miedo”.

Mari Carmen cuenta todo esto sentada en una mesa de picnic que hay en una esquina del parque. Al lado hay varias madres con carritos y niños pequeños. Un anciano avanza y retrocede ayudándose de un andador. No tiene prisa y se queda varios minutos contemplando la copa de un árbol. Todo está tranquilo, pero en un rato caerá el sol y, poco a poco, todos irán retirándose hacia sus casas porque saben que la noche es de los malos. Aunque guerreras como Mari Carmen estén empeñadas en acabar con esta injusticia.

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