El desarrollo de vacunas eficaces contra el virus SARS-CoV-2 en menos de un año, y además varias vacunas y con procedimientos distintos, constituye un hito indudable de la ciencia. Nunca antes se habían desarrollado en tan poco tiempo vacunas tan precisas para detener una enfermedad; también es verdad que nunca antes se habían destinado tantos recursos, públicos y privados, al desarrollo de un medicamento.
Sin embargo, una cosa es desarrollar la vacuna y otra lograr que ésta se inocule a la mayoría de la población en un plazo breve de tiempo. Este último constituye un enorme reto logístico para los Estados, si bien el mayor problema, hasta el momento, no es logístico, sino de suministro. En la mayoría de los países, se están inyectando a buen ritmo las vacunas conforme llegan; el problema es que no llegan en medida suficiente.
Tal vez, en perspectiva, dentro de unos años, el balance que merezca el proceso sea más positivo, y se parezca a lo que sucedió hace un año con las mascarillas. Al menos, es lo que sucedió en España: durante semanas, parecía imposible encontrar una, pero en un par de meses, una vez la maquinaria industrial se puso en marcha, el suministro llegó a todo el mundo, y desde entonces no ha habido problemas. Evidentemente, la complejidad de la fabricación de vacunas es mucho mayor que la de mascarillas; pero no hay más que ver que el cuello de botella del suministro de vacunas va ampliándose conforme la fabricación alcanza mayor escala y van aprobándose más vacunas.
Por el contrario, hay varios factores que están reduciendo el suministro a escala global: el egoísmo de los países ricos, que están centrándose exclusivamente en salvarse ellos (y después, ya veremos); los problemas de fabricación de algunas empresas, sobre todo -por ahora- la anglosueca AstraZeneca, que además agrava la situación de los países menos desarrollados, en donde la formulación de la Universidad de Oxford, mucho más barata y fácil de distribuir que las vacunas de ARN mensajero, es una pieza fundamental de la estrategia de vacunación; y las dudas surgidas respecto de la seguridad de algunas vacunas (fundamentalmente, dos de las basadas en adenovirus: AstraZeneca y Janssen), que está aumentando la tasa de población que rechaza vacunarse.
Ante la comprensible urgencia por acabar cuanto antes con la pesadilla de la pandemia, que ya se prolonga más de un año, las consideraciones solidarias (la necesidad de vacunar a toda la población vulnerable del mundo, no sólo a la que pueda pagarlo) han quedado en segundo plano tras un nacionalismo pacato de vacunas en virtud del cual el que más paga y/o más poder tiene podrá acceder mucho antes a la vacunación. El poder se define, sobre todo, por tener una empresa con una vacuna aprobada que esté radicada en el territorio propio. En EEUU tienen tres (Moderna, Pfizer-BioNTech y Janssen), en el Reino Unido una (AstraZeneca), en la UE tres (Pfizer-BioNTech, en Alemania; Janssen, en Bélgica; y AstraZeneca, en Suecia), en Rusia una (Sputnik V) y en China tres (SinoVac, SinoPharm y CanSino). Hay muchas más vacunas potenciales, en diferentes fases de investigación y comprobación.
Los países occidentales, y en particular los anglosajones, han sido desde el principio los principales adalides de esta estrategia de nacionalismo epidemiológico: primero ellos, con sus vacunas, y después los demás. La UE comenzó con una perspectiva menos eurocéntrica, pero rápidamente ha virado hacia un planteamiento similar. No por casualidad es Pfizer-BioNTech, la única vacuna aprobada por ahora que cuenta con un asidero firme en la UE, la que más y más regulares suministros aporta, y a la que la Comisión Europea parece encomendarse a partir de ahora, tal vez en combinación con Janssen (que, aunque es una filial de la estadounidense Johnson&Johnson, está radicada en Bélgica), una vez se solucionen -si se solucionan- los problemas aparecidos con los casos de trombosis.
Mientras tanto, el resto del mundo observa cómo no hay expectativas en el medio plazo de que lleguen vacunas para la población más vulnerable. Ante ese panorama, y dado que la única vacuna occidental "low cost", la de Oxford y AstraZeneca, está teniendo enormes problemas para alcanzar las tasas de fabricación previstas, es normal que en el resto del mundo las vacunas chinas y rusas adquieran cada vez mayor relevancia; llegan donde las vacunas occidentales no quieren o no pueden llegar. Una situación cuyas consecuencias geopolíticas no se le escapan a nadie. Occidente está perdiendo una gran ocasión de demostrar que sus pretendidos valores solidarios, democráticos, de liderazgo de la Humanidad que tanto les gusta asumir, son algo más que cháchara barata o neocolonialismo. A la hora de la verdad, están desarrollando un "sálvese quien pueda" que busca salvar tanto a su población como a las patentes de las farmacéuticas, desarrolladas casi todas ellas merced a torrentes de dinero público. Un egoísmo nefasto y, además, contraproducente para sus propios intereses, porque si no se logra mitigar la pandemia en todo el mundo, y no sólo en los países ricos, acabará volviendo a éstos bajo la forma de variantes resistentes a las vacunas (que quizás sean, además, más contagiosas y más graves que las actuales).
¿Y España? Si algo ha certificado esta crisis es el paupérrimo estado de la ciencia española. En la primera ola, se anunció que había varios proyectos prometedores, fundamentalmente liderados por científicos del CSIC. Un año después, y a pesar de los abundantes reportajes y anuncios triunfalistas que pueblan los medios de comunicación españoles, lo cierto es que ninguno de estos proyectos está cerca de comenzar la experimentación con humanos, paso previo imprescindible a su aprobación, y en el que muchas de las vacunas prometedoras en el laboratorio acaban cayendo.
Ha de quedar muy claro que esto no es "culpa" de los científicos que participan en dichos proyectos, sino consecuencia directa de las condiciones en las que se están desarrollando las vacunas: sin apenas personal ni fondos (públicos ni privados), sin medios para desarrollar la experimentación, con equipos en los que la inmensa mayoría del personal tienen contratos precarios, que van renovándose conforme entra la financiación de nuevos proyectos de investigación (que a veces no llegan, o llegan meses tarde, y mientras tanto obligan a los científicos en paro a detener su participación en la investigación, o bien a trabajar gratis), y que son liderados por científicos de más de setenta años, no sólo porque sean eminencias en su campo, sino porque son los únicos que tienen puestos fijos en el entramado de la ciencia española (sus equivalentes de menor edad hace años o décadas que han salido del país, ante el panorama).
Esto es lo que hay, y estos son los resultados. Para lo que hay, no es poco; pero para lo que se espera de un país del peso económico de España, es poquísimo. Hace falta dejarnos de soltar tantas soflamas desde las instituciones, tanto triunfalismo anunciando vacunas que están muy lejos de ser una realidad, por mucho que nos digan que cuando lleguen serán las mejores del universo conocido, y aportar más financiación, más estabilidad, más programas a largo plazo. Menos propaganda y más ciencia, en resumen.