Primer pleno de las siete nuevas académicas de la Academia Valenciana de la Llengua
Han asistido este viernes al pleno tras tomar posesión el 16 de junio
Los sacristanes de la corrección política nos quieren imponer cómo hablar y escribir con el pretexto de proteger a las mil y una minorías. Pero en esto no vamos a ceder. Somos dueños de la lengua y pelearemos por preservar nuestra soberanía de hablantes. Con los totalitarios no valen las componendas
Me gustan esos carcamales de la Real Academia Española, en su mayoría hombres juiciosos y sabios que, al decir de los portavoces de algunas minorías, son reaccionarios, machistas e insensibles a los cambios sociales. Me gusta que haya instituciones como la RAE que se resisten a seguir el vaivén de las modas.
Darío Villanueva ocupa el sillón D de la RAE. Fue su director de 2014 a 2018. En marzo publicó el libro Morderse la lengua, de gran aceptación entre los lectores, ya que la editorial Espasa lo ha reeditado, según me confirmaron los empleados de varias librerías que habían vendido todos los ejemplares. Por suerte, y cuando estaba cerca de perder la esperanza de hallarlo, lo encontré escondido en la estantería de una librería de mi ciudad.
“Con el pretexto de avanzar en la igualdad de derechos, algunas minorías se erigen en dueños de la lengua advirtiendo de lo que se puede o no decir”
Pasé la Semana Santa leyéndolo, y no me defraudó. Diría más: me abrió los ojos, me afinó el olfato para detectar los signos de dos males de este tiempo atroz, la corrección política, que ha pervertido el uso de la lengua, y la posverdad, que amenaza lo poco que se mantiene en pie de las democracias, después de un año largo de pandemia.
A finales de los ochenta, el académico gallego fue profesor visitante en la universidad norteamericana de Colorado, en Boulder. Allí conoció los primeros estragos de la corrección política, nacida en los campus estadounidenses hace medio siglo.
Villanueva defiende que la corrección política, alentada por movimientos que dicen defender la causa de las minorías —antirracistas, feministas, activistas LGTBI, animalistas, etc. etc.—, es una forma de censura. Con el pretexto de avanzar en la igualdad de derechos, esas minorías se erigen en dueños de la lengua advirtiendo de lo que se puede o no decir, de lo que se puede publicar o no, de las películas que hay que prohibir o tolerar.
No hay nada nuevo bajo el sol. El poder —político, religioso, económico— siempre ha aspirado a imponer su discurso para asegurarse la servidumbre de la gente. Ellos son los guardianes del significado de las palabras, como nos recordaba Humpty Dumpty en Alicia en el país de las maravillas. Lo novedoso es que esta pulsión contra la libertad de expresión proceda de grupos autodenominados progresistas. Demuestran ser lo contrario: reaccionarios, cuando no los paladines de un fascismo que atribuyen a sus enemigos, aquellos que defienden la libertad individual y la razón universal.
Para congraciarse con estas minorías, que no dejan de crecer en número, atentas siempre a sacar tajada de su victimismo, el mundo de la política, la economía y sobre todo la educación ha comprado su discurso buenista en la forma y siniestro en el fondo. Si aspiras a ser bien visto en la sociedad, si no quieres ser cancelado, conoces el camino correcto para ser un ciudadano modélico. Tu camino de perfección. Y así tu vocabulario debe estar aliñado de palabras como ‘empatía’, ‘resiliencia’, ‘empoderamiento’, ‘sostenible’, ‘inclusivo’ y ‘emocional’. Y, por supuesto, no olvides desdoblar el género de todas las palabras, como si fueras un concejal socialista de Albal. De nada sirve que la RAE sostenga que una cosa es el género y otra el sexo, y que en español el género gramatical no marcado incluye a mujeres y hombres.
Esos policías del pensamiento son una mezcla de aquellas señoritas de Acción Católica de los años cincuenta, y de los guardias rojos de la Revolución Cultural de Mao. La diferencia es sólo formal: los censores de hoy suelen ser universitarios tatuados, llevan pírsines y visten con desaliño. Pero la pulsión totalitaria, el miedo a la libertad, el morbo por prohibir, es el mismo.
La perversión del lenguaje que avanza de la mano de lo políticamente correcto lleva además a la depauperación de nuestra lengua. Somos menos libres porque hablamos y escribimos cada vez peor. Es otra señal, por si no hubiera ya bastantes, de la decadencia cultural de este país y del continente al que pertenece.
A la corrección política, aunque se revista de causas justas, hay que plantarle feroz batalla. En cada trinchera hay que defender nuestra soberanía como hablantes, frente a los catequistas, en este caso laicos, que nos venden su moralina de contrabando. La lengua no es del Gobierno, ni de la RAE, ni de ninguna ONG subvencionada. La lengua es de la gente, del pueblo. Y esta lengua, que sufre cruel maltrato desde hace años, no tiene la culpa de que la realidad sea a veces fea y cruel. Creer que si cambiamos el lenguaje cambiaremos la realidad es propio de un pensamiento mágico. Un cojo seguirá siendo cojo por mucho que la señora Oltra lo llame ahora “persona con diversidad funcional”. Es la peste de los eufemismos.
Por cansancio y edad hemos renunciado a librar muchas batallas, a casi todas, pero no a esta última porque nos exponemos a que nos roben lo que más queremos, la lengua que hemos mamado desde niños, la que nos enseñaron nuestros padres y don Severiano Landete en la escuela, la lengua en la que nadie tiene derecho a meter sus sucias manos.
Han asistido este viernes al pleno tras tomar posesión el 16 de junio