Innumerables autoridades y empleados públicos valencianos llevan un tiempo haciendo campaña para conseguir que la Comisión Europea, en unos días, otorgue al Cap i casal el título de Capital Europea de la Innovación 2020 y un millón de euros.
No es fácil saber si, como este periódico se preguntaba hace unas semanas, València es realmente mejor que las otras cinco ciudades finalistas y, por lo tanto, merece tal reconocimiento. Mi impresión, tras haber analizado diversas políticas desarrolladas por los gobernantes valencianos durante los últimos años, es que estas no destacan por haber creado un ecosistema propicio para la innovación, sino más bien por lo contrario.
Como certeramente señala Matt Ridley, la innovación es, además de madre de la prosperidad, hija de la libertad. Esta última no es la única, pero sí la principal condición para que aquella florezca. Sin libertad para apartarse de las soluciones hasta ahora ensayadas o consolidadas, para experimentar nuevas formas de hacer las cosas, resulta sencillamente imposible descubrir o innovar nada. Cuanto mayores sean las facilidades y más amplio el margen de maniobra que se reconozca a los individuos para poner en práctica nuevas ideas, más elevada será la probabilidad de que algunos de ellos desarrollen nuevas técnicas, productos o servicios que mejoren el bienestar de las personas. A la hora de diseñar e implementar sus políticas, de ordenar la vida económica y social, los poderes públicos deberían tener muy en cuenta estos (y otros) beneficios que la libertad puede engendrar.
Sin embargo, si por algo se han significado las políticas del tripartito valenciano en el plano económico es por su abierta hostilidad hacia las libertades profesional y empresarial, la iniciativa privada y nuevos modelos de negocio que están poniendo en jaque el statu quo. Piénsese, por ejemplo, en todas las prohibiciones y restricciones establecidas respecto de la implantación y los horarios de apertura de establecimientos comerciales, a pesar de que hay evidencias empíricas que muestran que en los países donde se eliminaron esas restricciones aumentó el número de estos establecimientos, el empleo, los sueldos de los trabajadores fijos y, en definitiva, el bienestar social agregado. Piénsese, también, en el régimen de distancias mínimas impuesto recientemente a los salones de juego, que obligará a cerrarlos prácticamente todos. Un régimen tan drástico como inútil para satisfacer el fin legítimo que supuestamente lo anima (prevenir la ludopatía), habida cuenta de lo fácil que hoy en día es jugar a través de internet y de la omnipresencia de la publicidad correspondiente.
Para mayor ironía, las restricciones han sido especialmente intensas y devastadoras en sectores donde están surgiendo innovaciones de un enorme potencial transformador y de mejora de la sociedad. El caso de la llamada economía colaborativa o, si se prefiere decir así, de las plataformas digitales resulta muy significativo. La aparición de estas plataformas, que ponen en contacto a consumidores y prestadores de servicios, está revolucionando el funcionamiento de la economía. Los avances tecnológicos que se hallan en su corazón (internet, GPS, teléfonos móviles, etc.) eliminan o reducen de manera muy sustancial los costes de transacción y las asimetrías informativas que impedían los acuerdos necesarios para llevar a cabo ciertos intercambios económicos; permiten aprovechar recursos hasta ahora infrautilizados y, en fin, realizar mucho más eficientemente que antes numerosas actividades de producción de bienes y servicios. Esta es la principal razón del fulgurante éxito que en muy poco tiempo han alcanzado empresas como Amazon, AirBnB, Uber, Cabify, BlaBlaCar, etc.
Lo inteligente y pertinente en un ecosistema que propiciara realmente la innovación sería mantener una posición en principio favorable al libre establecimiento y funcionamiento de estas plataformas, siquiera para obtener información de primera mano acerca de los problemas que pueden traer consigo, y comprobar si mejoran o empeoran efectivamente la vida de las personas. Pero esta no ha sido la postura del tripartito valenciano, sino la opuesta.
Sirva el ejemplo del alquiler de patinetes eléctricos. Varias empresas están compitiendo por desarrollar y ofrecer este servicio de movilidad sostenible en innumerables ciudades del mundo. El problema es que, al tratarse de una actividad nueva, (i) carece de un régimen jurídico adecuado y, además, (ii) resulta complicado precisar cuál podría ser este, pues todavía no sabemos cómo va a evolucionar dicha actividad, ni los costes y beneficios sociales que la misma puede reportar. Así las cosas, muchas ciudades, entre ellas varias españolas, gobernadas por partidos de muy diverso signo político (Madrid, Barcelona, Zaragoza, etc.), han optado por “coger al toro por los cuernos” y experimentar. Están ensayando regulaciones que permitan a los operadores económicos desplegar su actividad durante un tiempo y competir con otras empresas por ofertar un mejor servicio a los usuarios. Regulaciones que, con mayor o menor acierto, traten de minimizar los impactos negativos de esta actividad y maximizar sus beneficios.
El Ayuntamiento de València, en cambio, ha optado por impedir de manera absoluta la prestación de este servicio innovador, aduciendo para ello que “nos llegan experiencias de ciudades como Lisboa o Ámsterdam donde el patinete se deja tirado en cualquier sitio y es un problema para la circulación de las personas andando”; y que “en Estocolmo se están planteado seriamente quitar el sharing”. En lugar de autorizar la actividad bajo condiciones encaminadas a eliminar o paliar sus efectos negativos (¡como todavía hacen esas y otras muchas ciudades europeas, tras analizar la cuestión seriamente!), se prohíbe de un modo categórico. Lo cual revela una desoladora desconfianza de nuestros gobernantes en la capacidad de los valencianos para comportarse cívicamente, y en las empresas y el propio Ayuntamiento para encontrar soluciones razonables. ¡Vivan las caenas! ¡Y que innoven ellos!
Otro ejemplo es el de los vehículos turismo con conductor (VTC), que prestan servicios de transporte urbano de pasajeros a través de plataformas como Uber y Cabify. Como consecuencia de la liberalización del sector producida durante los años 2009-2015, el número de licencias de VTC otorgadas en España se ha incrementado en unas quince mil. Ello ha supuesto la creación de un número todavía superior de puestos de trabajo, una mayor competencia en el mercado del taxi-VTC, una mejora notable de los servicios y una cierta reducción de los precios. Las presiones del lobby del taxi, sin embargo, han llevado a varias Comunidades autónomas a establecer una regulación trufada de restricciones absurdas y e incluso inconstitucionales dirigidas a expulsar de este mercado a los VTC, en perjuicio de las plataformas, las empresas titulares de las licencias, sus trabajadores (casi todos los conductores tienen un contrato laboral con ellas), los usuarios e incluso los contribuyentes (de promedio, un titular de licencia VTC paga casi diez veces más impuestos que un titular de licencia de taxi). La Generalitat valenciana, cómo no, ha llegado aquí más lejos que nadie, al imponer: un periodo mínimo de precontratación de quince minutos; la prohibición de que las plataformas muestren a los usuarios la geolocalización de los vehículos; la prohibición de circular por las vías públicas mientras no se presta el servicio, la de captar clientes en zonas de concentración de demanda, etc. La Ordenanza valenciana de movilidad ha añadido la prohibición de circular por el carril-bus, etc. Resultado: Uber ya se ha retirado; Cabify, uno de los escasos “unicornios” tecnológicos de origen español, a duras penas resiste.
Mientras, los burócratas municipales a los que se les ha encomendado específicamente la “misión de innovar”, a lo suyo. Uno de los proyectos que ahora están impulsando es el de una “empresa de mensajería rápida y flexible [que utiliza] vehículos que ofrecen garantía de cero emisiones y riders con contrato laboral, evitando la utilización de falsos autónomos”. Contrasten el impacto de este proyecto, que de momento no parece que sea para lanzar cohetes, con la riqueza y los miles de puestos de trabajo –por ejemplo, de “drivers con contrato laboral” al volante de vehículos eléctricos– que nuestros gobernantes podrían crear si se aplicaran realmente el cuento de la innovación y, por ejemplo, eliminaran el número máximo de vehículos autorizados para prestar servicios de taxi y VTC (como se ha hecho en Países Bajos, Irlanda, Australia, Reino Unido, etc.).