La Torre fue el primer pueblo al que acudieron los periodistas que venían de València el día 30. La pedanía fue lo primero que se encontraron detrás del puente. Allí al lado estaba el espanto: las toneladas de barro, los bajos arrasados, los coches apilados caprichosamente por el agua… Y los muertos. Pero La Torre, beneficiada por el músculo económico y operativo de la gran ciudad, ya ofrece un aspecto casi normal un mes después. Llega el autobús de la EMT, los negocios van reabriendo y apenas queda barro. El lodo es ahora un polvillo marrón aparentemente inofensivo que se te mete en los pulmones. Eso es lo que respiran los vecinos de La Torre desde hace días, como Adán Ortells, tercera generación del pueblo que se afana en poner a punto una minúscula peluquería que espera abrir esta próxima semana.
Ese bajo profundo y llamativamente estrecho fue, en su día, hace décadas, el kiosco de sus abuelos, Asunción y Bernardo. Allí se vendía la prensa del momento y allí echaban la quiniela los vecinos que soñaban con hacerse ricos y, quizá, mudarse a la ciudad que se inundó en el 57. El negocio sigue en pie, pero un par de calles más allá. “Y, fíjate, qué cosa, estos días hemos vendido más que en toda nuestra vida”. El capricho del destino y las supercherías de la gente, que hace cola en todos estos Pobles del Sud porque les gusta creer que serán recompensados con el Gordo de Navidad.
Adán parece confiar más en el trabajo. Los primeros días se vació. Primero en adecentar su peluquería y después en limpiar las calles y el colegio. “Y lo que más me sorprendió fue que casi nadie de los que estábamos limpiando era del pueblo. No sé dónde se metieron”. Adán es un tipo de 50 años muy atento pero con las emociones amenazando con desbordarle en todo momento. A ratos se indigna y a ratos se le enrojecen los ojos cuando recuerda alguno de los malos momentos del 29 de octubre y los días posteriores. Eso no se olvida ni se supera de un día para otro. Cada noche, Adán se acuesta, se duerme, y a la una o la una y media, se despierta y se desvela. Y entonces, y así es cada noche, se va al sofá, se mece como si fuera un bebé y al final, agotado, acaba durmiéndose otra vez. “Llevo veinte días durmiendo en el sofá”.