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Alicante, cocina bañada en salitre

  • Ilustración: José Javier Espinosa
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Con la Lonja de Dénia, las callejuelas imposibles de Altea o con alguno de aquellos veranos en las playas de Alicante, el pulpo seco, las botellas de vino blanco sobre la mesa del porche y el socarrat de la paella; la siesta bajo los nogales, el agua fresca, la arena bañada en salitre y «tu silueta sobre el arrecife»

Es verdad, seguir vivos es la victoria. Como aquel verso de Bukowski: «hay veces que un hombre tiene que luchar tanto por la vida que no tiene tiempo de vivirla»; y es que andamos tan alarmados con lo urgente que olvidamos tantas veces (casi siempre) lo importante. El calor de la familia. Los amigos de siempre. El tiempo. La quietud. La piel. Y claro: el placer de comer. Alicante y cada una de sus versiones (porque hay un Alicante para cada hedonista) personifica como pocos escenarios de esta España nuestra y de ese Mediterráneo tan esencial y tan telúrico, tan de Jep Gambardella (La Grande Bellezza), Manuel Vicent o Miguel Hernández.

Alicante es tantas cosas y da para tantas vidas— que es imposible contarla en este cuaderno; pero hay que intentarlo. Y mi Alicante solo puede arrancar en ese lugar tan mundano qué bonitas las cosas mundanas cuando son bonitas— llamado la Lonja de Dénia, donde barcazas y pescadores sin Instagram traen cada día a puerto a su majestad la gamba roja de Dénia hasta la subasta y las cajas con hielos; desde los quinientos metros de profundidad hasta la mesa de los mejores restaurantes de la Marina Alta: no he visto aquí nunca a ningún ‘restaurantito de moda’ de Madrid pero sí a Javier Alguacil, regente de esa catedral del producto llamada El Faralló a la vera de su mujer, Julia Lozano.

Dénia, Capital Gastronómica   

El Faralló es tan Mediterráneo que hasta duele. Como lo son sus arroces, el pulpo seco, las tellinas con aceite de oliva o el calamar de potera; un festival. Eso sí, siempre un festival hedonista —nunca mejor dicho— en honor a ese dios tan pagano y tan telúrico que es el producto. Exactamente la misma religión que procesa Tomás Arribas en Peix i Brases, muchos quilates marineros en una coreografía sin fin de quisquillas, langostas, tellinas o espardeñas. Qué dos titanes.

Dénia también acoge la cuina a l’almadrava de Miguel Frutos y Ximo Salvá en La Setla a los pies del Parque Natural del Montgó y a ese «bar de toda la vida» llamado Baret de Miquel que está llamado a ser el faro de tantos restaurantes grises. Rancios. Y es que El Baret de Miquel Ruiz (que cocina para divertirse) estalla cada día en colores, calambres, mercados y el tintineo de tantas copas vacías: bares... ¡qué lugares! Y platos para la memoria como su figatell de sepia o las mollejas de ternera que bien valen sus cien años de espera para invadir una mesa.

Y claro: él. Quique Dacosta sigue orbitando en torno a Dénia y eso eleva a la Ciudad creativa de la gastronomía de la Unesco —fue designada en 2015— a los altares de los mejores enclaves gastronómicos de España: Donosti y Girona. Y claro, Dénia. Hay que decirlo bien alto. Y también que Quique Dacosta anda, quizá —porque con él nunca se sabe— en su mejor momento y ya son miles de momentos en casi treinta años de cocina creativa con alma tan local pegada y a la vez tan planetaria.

Pero Quique está aquí y su cocina transita un territorio cada vez más nuestro: memoria, cultura, mercado, placer, belleza y emoción por culpa de una orquesta (Didier Fertilati, José Antonio Navarrete o Juanfra Valiente) que ya solo sabe tocar Unplugged. Flamenco viejo. Naturales lentos. Epidermis. Y corazón.
Xàbia, el trozo de tierra más bonito de este Mediterráneo libre aún de botellones  —porque yo también creo que «Un hombre está acabado cuando la belleza lo pone triste»—.  Aquí es imposible no rendirse a la belleza de sus recónditas calas de aguas turquesas, sus madroños y sus erizos. La ciudad de Xàbia necesitaba un restaurante como Bon Amb —que es un vestido de Givenchy— y un escenario así, tan apabullante y tan dado a ver pasar las horas y vaciar las copas; necesitaba este edén y a dos hosteleros del calibre de Alberto Ferruz y Pablo Catalá, dos Estrellas con todo el futuro del mundo. Como el de Borja Susilla y Clara Puig al frente de Tula, una bonita historia de amor entre fogones —entre los fogones de Quique Dacosta Restaurante, para ser exactos— cuyos anclajes son la pasión y la libertad, ¿cómo no va a salir bien?

Es momento de volver a la carretera —qué gran película: Dos en la carretera, con una espectacular Audrey Hepburn junto a Albert Finney— y bajar hasta Calpe, a la vera de la Costa Blanca y con el impactante peñón de Ifach como vigía, para desgranar este nuevo destino gastronómico al que tantos gastrónomos hemos puesto ya la chincheta de imprescindible. Es el Calpe de Rafa Soler en Audrey's (elegantísima su visión de la cocina contemporánea) y de José Manuel Miguel en Beat. José Manuel fue el único español capaz de traerse la Medalla Grand Vermeille de su etapa en París y la suya una propuesta más clásica de fine dinning en sala y una cocina que bebe de dos fuentes: la tradicional haute cuisine francesa y la vanguardia de aquella segunda revolución gastronómica acaudillada por aquel loco de cala Montjoi. Se llamaba Ferran Adrià.

Dejamos Calpe hasta la belleza de una ciudad de postal: Altea, con sus estrechas calles, sus adoquines, sus casas blancas y sus flores... ¿qué es una vida sin flores? Altea es la trinchera de Joan Abril, otro loco maravilloso, cuya obsesión se viste de lomo alto de buey (¡Rock ‘n’ Roll!) y de maduraciones de hasta dos años. Dos. Años. ¿El resultado? Una intensidad sápida imposible de olvidar (yo no puedo), vehemencia, arrebato y poesía; es una (maravillosa) locura Ca Joan y un templo del producto a la altura de otros restaurantes, como La Castillería en Vejer de la Frontera (Cádiz), El Capricho en León o Etxebarri en Axpe Achondo (Vizcaya). Nos queda la ciudad de Alicante y dos de sus casas que representan lo mejor del pasado pero también del futuro, de lo que fue y lo que será: ha de convivir la tradición coquinera con la gastronomía que viene porque esa es la única manera de que nunca pare la música; el diálogo. Son Piripi de la familia Castelló y El Portal de Carlos Bosch y Sergio Serra. Quizá el mejor bar de España, que se dice bien pronto.

Mi última parada; la más íntima. Y también uno de los restaurantes de vida, uno de ellos. Es L´Escaleta de Kiko Moyá y Alberto Redrado, a los pies de la Sierra Mariola y esa ‘montaña mágica’ que es cobijo de creyentes y hedonistas. Esto lo digo pocas veces: un restaurante imprescindible. De verdad. Un relato de querencias y quebrantos que orbita en torno a la memoria y la emoción en cada uno de sus platos: azafrán con polen, crema de mostaza silvestre con hierbas recién cortadas, gamba roja en salazón, blanquet con trufa de verano o arroz meloso de caza y setas. Y los vinos, tantas bodegas inolvidables de la mano —y el corazón— de Alberto Redrado.

Alicante (qué suerte tenerte tan cerca) es tantas cosas, y tantas gastronomías, que lo suyo es vivir su salitre y sus mesas; vivir todas las vidas posibles —con «la sangre desbordada y la mirada limpia»—. Y la quietud. Y la piel.

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