A las 5 de la mañana entran en concierto guacamayos, tunquis y otras aves de la Amazonía. Gorjeos que parecen alarmas, silbidos que podrían ser los de un agente de tráfico exaltado en hora punta –de esos en la atrancadera paceña de las 8AM hay hartos- y aullidos de primates que llevan emparejadas leyendas de maldad. Cuando el sol se filtra entre blanquillos y plataneros se perfilan la siluetas de las plantas parásitas, árboles sibilinos que se enroscan como una anaconda sobre la nobleza del motacú, el tajibo y los cedros centenarios para chuparles la savia y el agua hasta estrangularlos y juntos, perecer. La selva amazónica es espeluznante.
Y la gastronomía boliviana, también. En la cocina la especie invasora sería el pollo frito, al spiedo o broasted, las hamburguesas gringas, las donas (donuts) o los platos de origen italiano más acribillados. Como palmeras autóctonas, wallake (caldo de karachi, un pez del Titicaca), masaco (plátano verde molido que se sirve con queso tierno y carne deshebrada o chicharrones) o humintas (los tamales bolivianos). El abuso de los primeros sotierra bajo un manto de kétchup y mayonesa recetas de los aymaras, incas y quechuas.
El conjunto del paladar boliviano es la aridez y la escasez de oxígeno del Altiplano interrumpida por la inmensidad añil del Titicaca
El conjunto del paladar boliviano es la aridez y la escasez de oxígeno del Altiplano interrumpida por la inmensidad añil del Titicaca; los fértiles valles de las tierras medias –suena al Señor de la Anillos, pero es el área de Sucre, Cochabamba y Tarija, donde los Andes descienden e inesperadamente las yungas cortan la tierra ocre-; los llanos, la Amazonía, tierras bajas en miles de verdes serpenteadas por ríos con nombres evocadores como Madre de Dios o Desaguadero y el estruendo de los mercados y ferias de La Paz, Santa Cruz de la Sierra y otras urbes. También de los vaivenes históricos, el legado de las civilizaciones precolombinas, el colonialismo, los criollos y la inmigración asiática (bien de chifa).