Recuerdo la escuela pública —y laica, como todas— a la que iba. Allí se juntaban los burgueses del barrio —al privado solo iban los ricos en fracaso escolar— con los hijos de emigrantes y los franceses de ultramar (así se designa allí a los habitantes de territorios franceses como Guyana o Guadalupe). Estábamos a escasos metros del museo de Louvre y del Sena, pero la multiculturalidad fluía en todos los establecimientos escolares.
Al entrar y salir del colegio, veía grabado en la pared el lema “Liberté. Egalité, Fraternité”, sin saber definir muy bien las dos últimas palabras, y sin darme cuenta de que me las estaban enseñando a diario.
Por esa puerta pásabamos todos los dias Rahim, Kamel, Florent, Leonel y quien escribe éstas líneas. Más allá de nuestra inquebrantable amistad y ser el dream team de las pachangas futboleras del patio del colegio, no habíamos reparado en que representábamos a cinco nacionalidades y cuatro ideologías distintas. Un argelino, un marroquí, un francés, un portugués y un español. Por el mismo orden: dos musulmanes, un judío, un cristiano y un ateo. Diferentes pero iguales. Pertenecientes a realidades y clases sociales distintas, pero inseparables.
Asi es Francia. Multicolor, como su selección de fútbol en la que blancos, negros, árabes, musulmanes, cristianos y ateos conviven, y hasta ganan algún Mundial o Eurocopa. El actual equipo francés no es campeón de nada, pero es tan heroico como el de los Zidane, Henry o Thuram. Mientras estallaban explosivos alrededor del estadio de Saint-Denis, ellos seguían jugando, conscientes de que contribuian a que no cundiera el pánico. El público, igual de multicultural, no fue menos valiente. Concentrado sobre el césped, no sabía qué hacer, pero sí lo que no debía hacer para evitar males mayores. Primó la fraternidad: nada de egoísmo. Nada de empujarse y pisotearse. El público abandonó el estadio disciplinadamente sin saber lo que le esperaba fuera. Algunos incluso cantaban la Marsellesa mientras desfilaban pacientemente por los vomitorios y escaleras del estadio. Antes, en las inmediaciones de la sala Bataclan, los vecinos habían acogido en sus casas a asustados desconocidos.
Quizás los terroristas no esperaban que se mantuviera la fraternidad en medio de tanta destrucción de felicidad y terror. Tampoco que el partido amistoso entre Francia y Alemania se convirtiera en todo un símbolo. Los alemanes, asustados, pasaron la noche en los vestuarios. París los acogió y protegió. Entre ellos había algún musulmán como el jugador valencianista Shkodran Mustafi, y quien sabe si algún bisnieto de soldado que entró en París con la evástica en un brazalete durante la Segunda Guerra Mundial. En la selección francesa, el exmadridista Lass Diarra se enteró de que había perdido a su prima en los atentados. El futbolista, en medio del dolor, lanzó el siguiente mensaje en su Facebook: “Como representantes de su país y de su diversidad, defendamos juntos el respeto, la paz y el amor”. Diferentes, pero unidos e iguales, como en el patio de un colegio francés.