VALÈNCIA.-Isidoro, un gato atigrado adornado con una cinta roja al cuello, trepa por mi cuerpo mientras clava sus uñas impunemente en mi antebrazo. Luego, pega su cabeza contra mi piel y se frota mientras Yuri Aguilar habla sin parar como si nada de todo esto estuviera sucediendo. Estamos sentados en una sala de cine casera donde hace un calor espantoso y, por un momento, la escena parece sacada de una película de Woody Allen en vez de una entrevista con un personaje excepcionalmente polivalente como Aguilar, que entraría en la presentación como politólogo, político, escritor, masón, coleccionista... y cinéfilo empedernido.
En el suelo, tumbada sobre la moqueta gris, Noa, una perra mucho menos curiosa, dormita sin prestar atención a nadie. Ni siquiera a su amo, Yuri Aguilar, que tiene treinta y un años y mil caras. Están todos en la casa de Catadau junto al patriarca, quien compró el inmueble cinco años antes de que naciera su hijo. El hombre se sienta al lado, en otra butaca, y mete baza de vez en cuando. Le gusta hablar de la sala de cine que construyó con sus manos, de la familia, de películas... Pero cuando su hijo comienza a conversar sobre política, se levanta y sale por la puerta sin decir adiós.
Yuri Aguilar hace muchas cosas. Un día sale en televisión, otro compra un rollo de película para proyectar en su sala y al siguiente coge el Delorean, arranca y se marcha a dar un garbeo. «No hay otro coche más icónico en la historia del cine. Yo he sido toda mi vida fanático de Regreso al Futuro y me enamoré de ese coche cuando vi la película», afirma.