Algunos que otros, con cierta superioridad moral que creen poseer y borrachos de presumir ciertas cualidades por encima de la media como apertura de mente, tolerancia o empatía, por el mero hecho de pensar y hablar desde una identidad o una opción ideológica concreta, llegan a autocomplacerse creyendo que viven en los grandes olimpos de los dioses. Los que observan a tales personajes suelen mirarlos como a pobres criaturas que llevan a ser compadecidos. La polarización política en la que nos encontramos está haciendo que crezcan como setas.
La independencia de criterio es una de las cualidades más codiciadas por quienes no se conforman con repetir los tópicos de moda en una sociedad, ni las consignas de los de su mismo bando ideológico. Su posible atractivo es innegable: frente al rechazo que suscita la actitud acomodaticia de quienes cambian sus ideas en función de sus intereses o de lo que piensa la mayoría, la honestidad intelectual despierta admiración. Lo mismo que una de sus manifestaciones más claras: el respeto e incluso la amistad entre personas con distintas visiones del mundo.
Da pena cómo estos últimos años el mundo de la jurisprudencia anda más que desatada e incumpliendo día a día aquello que prometieron"
Da pena cómo estos últimos años el mundo de la jurisprudencia anda más que desatada e incumpliendo día a día aquello que prometieron, mientras que otros pocos, siguen siendo unos héroes del compromiso, al estilo de un buen matrimonio. Para estos últimos, verdadera fuente de autoridad, gozan para muchos de un gran prestigio profesional, aquellos que no se casan incondicionalmente con nadie.
Entendemos que este sea un punto de vista popular entre personas de mente sana, sin embargo, desde el cuño marxista, la aspiración a pensar de forma independiente supone admitir que nadie está determinado por la posición socieconómica desde la que piensa. Los modernos hallazgos en las neurociencias y psicología sugieren que nuestra racionalidad es más limitada de lo que pensamos. Pero, sesgos aparte, hasta hace poco tiempo el ideal estaba claro: en la búsqueda de soluciones a los problemas sociales, se debía hablar con voz propia, sin miedo a contrariar a los “suyos” cuando fuese necesario. En ello, básicamente, consistía la libertad de pensamiento, y hacia allí había que marchar, al menos, hasta que la política identitaria entró a escena.
El nuevo ideal marcha por otro carril: si antes se consideraba signo de progreso que cada miembro de la sociedad aprendiera a pensar por sí mismo, ahora muchos sostienen que lo progresista es tomar conciencia de que la pertenencia a un grupo determina las opiniones de los demás y ello, también vamos observándolo en los mundos del centro derecha español. De ahí que cada vez sea más frecuente presentar la propia identidad como aval de pureza ideológica: el “puro” sería quien logra acreditar que piensa y habla desde una identidad no privilegiada.
Hay quienes creen que la simple militancia en un partido o una ideología que ha tomado la diversidad como bandera les acredita de forma automática ciertas cualidades"
¿Qué hacemos con los impuros? Para redimirse de la culpa del privilegio identitario, algunos empiezan a exigir a quien habla desde esa posición supuestamente más ventajosa que “sea consciente de su privilegio, de sus ventajas innatas y de las opresiones en las que participa inconscientemente”. En este contexto, es más fácil que los epítetos sustituyan a los argumentos. Basta ponerse una etiqueta para creer que tengo razón. Y al revés, si mi interlocutor se pone una etiqueta que me desagrada, sus puntos de vista perderán validez. Es uno de los efectos perversos de la superioridad moral y una de las causas más serias del deterioro del mundo intelectual de un país: “si uno se siente esencialmente mejor, no cree que le deba razones a quienes no juzga a su altura”.
Igual que existen personas que se sienten superiores porque hablan desde una identidad concreta, otras creen que la simple militancia en un partido o una ideología que ha tomado la diversidad como bandera les acredita de forma automática ciertas cualidades, como una mayor sensibilidad y apertura hacia el diferente.
La paradoja es que, también aquí, la superioridad moral suele traducirse en un desdén velado hacia quienes no piensan como ellos, pues a menudo su aprecio por el diferente tiene truco: “nos llevamos bien con quienes no se parecen a nosotros, siempre y cuando piensen como nosotros”. En realidad, la verdadera tolerancia pasa por reconocer que uno no posee el monopolio de aquellas cualidades y que también el adversario político puede aspirar a ese alto grado de moralidad.
En tal caso, la superioridad moral no solo bloquea cualquier intento de entendimiento con el discrepante, sino que vicia la vida pública, politizándola hasta un extremo insano. Ya lo comentaría Julián Marías: “Llamo politización a que se ponga en un primer plano la política y que se reaccione políticamente a las cosas. Es decir, que, ante una persona, si uno lo que piensa es si es de derechas o izquierdas o como se quiera llamar y es lo único que importa, eso es monstruoso”.
La monstruosidad está en querer encerrar toda la complejidad de una persona en cierta etiqueta, en diluir toda la riqueza de un individuo en la colectividad, en ver siempre a los demás por el prisma de la diferencia.