Hace algo más de cincuenta años, en 1970, se estrenó Jesucristo Superstar, la ópera rock compuesta por Andrew Lloyd Webber y Tim Rice, una obra que cambió para siempre la manera de entender el musical moderno. Lo que comenzó como un álbum conceptual se convirtió pronto en un fenómeno teatral que, contra todo pronóstico, arrasó en taquilla y en crítica. En 1973 llegaría la célebre versión cinematográfica dirigida por Norman Jewison, con Ted Neeley en el papel de Jesús, una película que marcó a toda una generación.
Aquella juventud de los años setenta buscaba en el Jesús de Webber y Rice algo más que un símbolo religioso. Querían ver a un hombre cercano, imperfecto, con dudas y emociones. Un Jesús que vestía como ellos, con vaqueros acampanados y el pelo largo, y que también podía sufrir, sentir el dolor. Por eso, Jesucristo Superstar no termina con la resurrección, sino con la muerte: porque la historia está contada desde los ojos del perdedor, Judas Iscariote, el traidor que nunca llegó a presenciar el milagro final.
Esa mirada rebelde y humana convirtió a Jesucristo Superstar en un espejo de la juventud de su tiempo: jóvenes que querían romper con el sistema, pensar por sí mismos y expresarse sin miedo a ser juzgados. En el fondo, era una ópera sobre la libertad, sobre la búsqueda de un Dios de carne y hueso, un líder que no impusiera dogmas sino preguntas.
Cincuenta años después, una artista española, parece recoger, a su manera, ese testigo espiritual: Rosalía. Este fin de semana, en el auditorio Roig Arena, presentó su nuevo trabajo, una propuesta que, además de ser una obra magistral con una espectacular puesta en escena, invita también a la reflexión.
Con Lux, luz, Rosalía se adentra en un terreno casi místico. Inspirada en la espiritualidad de figuras como Santa Rosa de Lima o Santa Olga de Kiev, la cantante catalana explora la santidad cotidiana, aquella que se manifiesta en los gestos simples y en la vida diaria. Canta en lenguas antiguas, mezcla lo sacro con lo urbano, lo litúrgico con lo electrónico.

- Rosalía, durante su actuación en el Roig Arena.
- Foto: ALBERTO ORTEGA/EP
Pero, quizá, el mensaje más profundo de su obra no esté en lo religioso, sino en lo humano. Rosalía parece mirar de frente al vacío que envuelve a buena parte de la juventud actual: una generación hiperconectada, pero que quizá se sienta sola.
En un mundo donde las conversaciones se sustituyen por audios y las emociones por likes, la artista levanta un espejo incómodo donde mirarse. Su música, cargada de símbolos sagrados, parece pedir silencio y presencia, frente al ruido incesante de las pantallas de los móviles.
Aquella juventud de los setenta gritaba su deseo de libertad; la de hoy, muchas veces, grita en silencio. Se esconde tras las redes sociales, buscando pertenecer a “algo”, sin saber muy bien a qué. En ese contexto, la búsqueda espiritual que plantea Rosalía —una divinidad hallada en lo cotidiano, una santidad que nace del vivir con sentido— se convierte en una llamada a reconectar con lo esencial, con uno mismo y con los demás.
Las generaciones cambian, pero la necesidad permanece: buscar algo más. Ayer, fue Jesucristo Superstar quien dio voz a una juventud que quería cambiar el mundo. Hoy, es Rosalía quien nos recuerda que, quizá, el reto esté en cambiar nuestro propio interior.
Y nace la pregunta ¿es una cuestión de fe o sirve de relato?