Dentro de pocos meses, en mayo de 2026, Pedro Sánchez superará a José María Aznar y se convertirá en el segundo presidente del Gobierno que más tiempo ha ocupado el puesto. El récord de Felipe González, casi catorce años (1982-1996), queda aún muy lejos. Pero Sánchez (junio 2018- octubre 2025) ya ha superado a Mariano Rajoy (diciembre de 2011 - junio 2018) y está a punto de alcanzar a José Luis Rodríguez Zapatero (abril 2004 - diciembre 2011).
El presidente siempre ha estado en una situación inestable. Nunca ha tenido una mayoría parlamentaria contundente, y sólo en una ocasión (abril de 2019) obtuvo una victoria electoral indiscutible, tanto si nos centramos en los 123 escaños que consiguió el PSOE (doblando al segundo, el PP, con 66) como si analizamos la situación parlamentaria a la que estas elecciones habría conducido (una mayoría de 165 escaños junto con Unidas Podemos, que habría sido suficiente para gobernar con el apoyo de los demás partidos de izquierdas presentes en el Congreso). Desde el principio, Sánchez ha dado sensación de interinidad, de que no podría soportar la presión o la precariedad de su situación. Él, de hecho, amagó con la dimisión hace poco más de un año. Convocó unas elecciones tras una debacle en las elecciones locales y autonómicas de 2023 en la que su rival, Alberto Núñez Feijóo, obtuvo una victoria pírrica.
A partir de ahí se acabó de encumbrar la versión actual de Pedro Sánchez, que no es sino la versión más acabada de lo que ha sido siempre Sánchez para la mayoría de sus apoyos: el mal menor. Se le apoya a Sánchez no porque ilusione su carisma (escaso) o sus políticas (mucho más declarativas que reales), sino para que no manden los otros, la derecha apoyada en la extrema derecha. Y además, esto se conjuga con una congregación de apoyos electorales en torno a Sánchez que también se alimenta de la pérdida de credibilidad, liderazgo y tirón popular de los partidos a la izquierda del PSOE. Resumiendo mucho, hay una mayoría de gente que apoya al PSOE y a Pedro Sánchez no por sus virtudes, sino por lo que no es: una extrema derecha que da miedo y una izquierda "transformadora" que da pena. Cada vez más pena, pues es incapaz de deshacerse de lo que podríamos denominar "el síndrome de Bob Pop": una izquierda frívola, amante del postureo, incapaz de marcar distancias con el PSOE y de desarrollar políticas con sustancia.
Ante ese escenario, y para desesperación de la derecha española, queda el sanchismo. Sánchez es el líder porque no queda otro remedio. Pero queda en una situación más y más precaria, en la que PP y Vox no sólo conseguirían la mayoría absoluta según todas las encuestas (salvo el CIS), sino que además lo harían de manera cada vez más holgada (con más del 50% de los votos, según los sondeos más afines o entusiastas).
Sánchez es un animal político y un superviviente, cuya estrategia es aguantar y aguantar mientras intenta aprovechar sus oportunidades. Y en los últimos meses se ha ido abriendo una ventana, aún pequeña, de oportunidad. Que tiene que ver con la paulatina erosión electoral del PP a manos de Vox. Según algunas encuestas, ese trasvase de votos podría llevar a una situación en la que el PSOE volviera a ser primera fuerza política. Y ahí a Pedro Sánchez y al PSOE se le abren dos posibilidades de supervivencia.
La primera, muy difícil, es un escenario en el que el PSOE marque distancias con el PP, al congregar aún más el voto de la izquierda mientras PP y Vox se reparten casi equitativamente el de la derecha. Ahí, en determinadas circunstancias, sería factible que el PSOE se beneficiase lo suficiente del plus electoral al partido más votado y la división en circunscripciones provinciales para impedir la mayoría absoluta de PP y Vox. Pero este es un escenario muy remoto, con las actuales predicciones, porque implicaría un PSOE superando el 35% de los votos y la derecha relegada a en torno a un 40% de votos divididos entre PP y Vox. Es decir, un resultado mucho peor del que auguran las encuestas.

- Pedro Sánchez, en su comparecencia en los jardines gubernamentales. -
- Foto: MONCLOA
La segunda opción es menos visible, à priori, pero en realidad resulta bastante más verosímil. Actualmente, las encuestas muestran cómo Vox le está comiendo el terreno al PP, hasta una medida suficiente para poner en duda que el PP pueda mantener la condición de primera fuerza. Sin embargo, en algunas encuestas comienza a verse que, con un poco más de deterioro, el PP podría perder el liderazgo de la derecha, como estuvo a punto de ocurrir en las mencionadas elecciones de abril de 2018, a manos de Ciudadanos. Y si eso ocurre, aunque PP y Vox sumasen mayoría absoluta, ya no serían "PP y Vox", sino "Vox y PP". Es decir: sería Vox el socio mayoritario, y exigiría la presidencia del Gobierno para Santiago Abascal. Y en ese escenario, el PP indudablemente se negaría a apoyar a Abascal en la investidura, porque eso sería un suicidio político, una invitación a que sus votantes se integrasen definitivamente en Vox como nuevo espacio hegemónico de la derecha.
En cambio, el PP podría invocar su responsabilidad como partido sistémico para "cortar el paso a la extrema derecha" (lo cual sería particularmente cómico, teniendo en cuenta que el PP gobierna gracias a Vox en casi todas las comunidades autónomas que controla). Y para cortar el paso a la extrema derecha, a un PP que habría quedado en tercera posición sólo le quedaría una opción. Sí, en efecto: permitir una nueva investidura de Pedro Sánchez, para que el actual presidente se lanzase a por el récord de Felipe González con el concurso y aliento del PP. Y ya puestos que nos ponemos a frenar a la extrema derecha, posiblemente el pacto también conllevaría alianzas en las comunidades autónomas y ayuntamientos, a mayor gloria de Pedro Sánchez y del nuevo PP preocupadísimo por el auge de la extrema derecha que acabaría por aceptar el principio motor que guía a casi todos los que votan o apoyan a Sánchez: votarle no porque les guste lo más mínimo, sino porque la alternativa les parece aún peor.