Opinión

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Ser menor de 50: frustraciones, incertidumbres y ansiedades

Publicado: 13/05/2025 ·06:00
Actualizado: 13/05/2025 · 06:00
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Los “boomers” y los que llegaron antes a este mundo deberíamos repensar si nuestras ideas y certidumbres siguen manteniendo la consistencia que les atribuimos. Cada vez más se aproxima la sospecha de que, aun siendo posiciones y explicaciones dominantes en muchos ámbitos, su capacidad de convencer a los jóvenes está menguando. Unos “jóvenes” que ya no son únicamente adolescentes y adultos de última hora: más bien, un conjunto de personas que, en una horquilla tentativa, abarcaría desde los 16 a los cerca de 50 años.

Lo que, pese a sus diferencias, vincula a este amplio conjunto de la población es haber nacido en tiempos de democracia y de cambio estructural en varias dimensiones sociales, económicas, tecnológicas y geopolíticas. Es haber accedido, con intensidad creciente, a los servicios y prestaciones del Estado del Bienestar.

Los “boomers” creemos que ello es razón más que suficiente para que se sientan afortunados. Al fin y al cabo fuimos nosotros los que conocimos una dictadura que castraba las libertades, aplicaba la violencia y juzgaba con dureza a quienes la desafiaban. También de nuestra experiencia forma parte la existencia de hospitales provinciales para pobres y la cruel obligación de costear con el patrimonio personal las operaciones y tratamientos médicos de quienes eran trabajadores autónomos o pequeños empresarios. En muchas de nuestras ciudades la educación pública apenas existía y predominaba la privada religiosa, -la concertada fue posterior-, con recibos mensuales de muy difícil asunción por las familias trabajadoras. Fuimos asimismo testigos de cómo, en ausencia de residencias y pensiones, muchos mayores concluían su vida en centros de beneficencia. Pues bien: si las anteriores condiciones han experimentado una formidable transformación, ¿por qué detectamos ansiedades, frustraciones e incertidumbres en los menores de 50 años?

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Existen razones objetivas. Primera: lo que para nosotros fue novedad y cambio, para ellos ha sido lo habitual. Han vivido en libertad todo el tiempo y han accedido, desde prácticamente el primer momento, a servicios públicos que a los mayores nos parecían inalcanzables. Y sucede que, cuando lo extraordinario se convierte en rutinario, no cabe esperar grandes aplausos: antes al contrario, lo que se desarrolla a mayor velocidad es una conciencia crítica y exigente que miniaturiza el espacio de reconocimiento otorgado a lo público. Consecuencia: lo que fue extraordinario ha devenido ordinario y el optimismo impulsado por el Estado del Bienestar ya no florece como lo hizo en tiempos anteriores.

Una segunda razón: en su momento les dijimos a los nuevos jóvenes que debían acceder al mayor nivel formativo posible porque su vida estaría jalonada de numerosos cambios laborales estimulados por la necesidad de nuevas habilidades y capacidades. Pero, con el paso del tiempo, hemos apreciado que aquella certeza muestra grietas: ahora existe sobre-educación, los salarios no responden a lo esperado y una parte de los mejores formados han emigrado ante la ausencia de expectativas en su propia tierra. Y, más recientemente, observamos que las nuevas anclas del empleo parecen desplazarse hacia la formación profesional y que llueven amenazas sobre el futuro del trabajo, -incluido parte del cualificado-, a cuenta de la inteligencia artificial. Constatamos que aparecen nuevas desigualdades y que, si un grupo social está en condiciones de hacerlo, no duda en levantar barreras protectoras de su estatus profesional y económico: la cultura del esfuerzo ya no es suficiente porque está cediendo terreno ante las relaciones sociales preexistentes, el nivel educativo y profesional de los padres y el acceso temprano, cuando no privilegiado, a la información. Todo ello con un bienestar que cotiza a la baja en vivienda, precisamente cuando los “post-boomers” forman parte del grupo social con mayores problemas para la formación de núcleos estables de afecto y descendencia.

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No nos sorprendamos, pues, de la censura que se abre paso entre los menores de 50 años, desconcertados ante las contradicciones que detectan y las desilusiones que experimentan. Quienes somos “boomers” y “pre-boomers” hemos visto cómo la mitad o más de nuestras vidas se desarrollaba en el siglo XX. Vivimos una etapa que, con sus complejidades y dificultades, auguraba casi siempre un mañana prometedor. Se superaron problemas crónicos de España como los relacionados con las fuerzas armadas o el poder religioso, la cuestión social, la centralización de la administración y las decisiones políticas, el alejamiento de Europa y los grandes déficits en servicios públicos e infraestructuras.

En cambio, los “post-boomers” han acusado la presencia, en el siglo actual, de graves atentados que han perjudicado el diálogo entre culturas; una crisis financiera e inmobiliaria catastrófica; la pandemia del COVID; la aparición de nuevas guerras que interpelan a nuestro continente y las primeras consecuencias del cambio climático. Son sujetos de una era digital que deja atrás la forma de vivir analógica del siglo XX en muchos aspectos. Una nueva era de la que se echa en falta la formación en valores cívicos como el respeto, la fraternidad, la empatía y el uso de las libertades para atrapar el perenne objetivo de la convivencia: valores cuya ausencia ahora lamentamos en demasiadas ocasiones cuando ha sido gente de los “boomers”, -sí, gente de la “nuestra”-, la que los ha clausurado con el falaz argumento de que la educación ciudadana se identificaba con un adoctrinamiento ideológico sesgado y manipulador. ¿Acaso son mejores los no-valores que ahora circulan por las redes sociales?

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En esta nuestra sociedad, aparente enferma de estancamiento vital, cuyos flecos de desigualdad incluyen el acceso a las decisiones públicas importantes, los monopolios de poder político y económico y la creciente esclerosis social; en esta nuestra sociedad, transitada por el asco hacia las formas públicas de algunos de sus representantes y por la distancia entre el discurso escuchado y la realidad percibida, asumamos los “boomers” una responsabilidad distinta: facilitar nuestra experiencia pero, sobre todo, obligarnos a respetar y alentar que nuestros sucesores definan con sus propias palabras, anhelos y participación cuál merece ser el modelo social deseable para el siglo actual; debemos abrir las avenidas democráticas a sus voces y preocupaciones; debemos dar un paso atrás para que ellos puedan avanzar y tomar las riendas de su futuro: no hagamos de nuestra afortunada longevidad un obstáculo a la renovación intergeneracional.

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