Porque una visita a la popular tienda de muebles equivale a una expedición a territorio sueco, con una oferta culinaria que va del fast food a los platos tradicionales, pasando por el dulce
VALÈNCIA. El sábado estuve en Ikea. Tal vez sea el peor día de la semana para visitar la famosa tienda de muebles, que en Valencia está situada en Alfafar, porque todo el mundo ha pensado lo mismo que tú. Cabe recordar que el establecimiento tiene prohibido abrir los domingos. La clientela mayoritaria la componen familias con niños, ya de vacaciones, que lejos de claudicar ante el calor estival, se dejan arengar por el aire acondicionado. Clanes dispuestos a amortizar la ludoteca y dar buena cuenta del bufet, aunque para ello tengan que padecer un calvario a cambio de un bocado de ambrosía fast food. La idea de escribir este artículo me sobrevino al constatar una cola kilométrica en el comedor, cuyo marcador indicaba '20 minutos de espera', que en ningún caso estaba dispuesta a sacrificar.
Solo quería un café y un dulce, pero renuncié a este último. Una decisión que, en una persona como yo, constata el pavor de la escena. Nunca antes un espacio sueco albergó tal volumen de ruido. Conversaciones a viva voz, cubertería entrechocando y llantos de bebé como banda sonora de una secuencia épica, un combate por hacerse con un hueco en cualquier mesa, cualquier pasillo, que en el mejor de los casos se materializaba en una esquina. Solo me quedó esperar a la salida de la tienda, donde hay una barra de comida rápida (más rápida aún). También unas máquinas de las que sale algo parecido al café.
La cadena sueca no da un paso en falso. Hace tiempo que comprendió la importancia de convertir la compra de mobiliario en una experiencia completa, que retenga al comprador el mayor tiempo posible en sus instalaciones. Para ello es esencial contentar el estómago. En Ikea se puede comer y cenar, desayunar y merendar, con una oferta asequible donde predominan los platos de tradición sueca, ligeramente adaptados al gusto nacional. Las tiendas suelen constar de una cafetería y un amplio comedor que se sitúan entre la zona de exposición y de compra, además de un bistró informal y una tienda de alimentación tras la línea de cajas. ¿No creerías que todo se acababa al pagar los muebles?
Vayamos a la madre del cordero: la calidad de la comida. Intentaré ser lo más objetiva posible con una cadena mastodóntica, sometida a la crítica fácil, que ha incrementado sus controles de seguridad alimentaria tras las sonadas polémicas del último lustro. A saber: la alerta de que sus albóndigas contenían carne de caballo, por no recordar las bacterias encontradas en la tarta de chocolate Mörk Choklad (ni su naturaleza). Desde entonces se ha hecho un esfuerzo por vincular la imagen de la marca a una dieta más saludable con la incorporación de alimentos orgánicos, la aparición de platos vegetarianos e incluso un apartado de recetas en su web. Otra cosa es que el reto gastronómico haya sido superado.
El restaurante de Ikea abre de 9 y media de la mañana a 9 y media de la noche. Esto es, 12 horas non stop. Es enorme, luminoso y funcional, y por supuesto está decorado con el mobiliario de la tienda. En un ejercicio de coherencia con la misma, se decanta por el modelo de autoservicio, que obliga al comensal a ir de aquí para allá con su bandeja, pero abarata los costes y la cuenta. Es posible desayunar a partir de 1 euro, comer desde 2 y cenar por 3. De hecho, hay un menú merienda-cena, que incluye 10 albóndigas, tortitas y café por menos de 5 euros. Y es que los auténticos reclamos de Ikea (con permiso de la librería Billy y la mesita Lack) son precisamente estas bolas de carne y el café gratuito.
Se llaman Köttbullar, vienen en una ración de 15 unidades, y desde hace un tiempo ya pueden ser de carne o vegetarianas. Se sirven acompañadas de puré de patata, mermelada de arándonos rojos y salsa de nata, aunque más bien convendría decir enterradas. ¿Sabor? La carne picada está tan procesada que distinguir el pollo del caballo sería misión imposible para el gourmet más sibarita, pero no es nada que sorprenda al consumidor moderno. En cuanto a la patata, el puré recuerda al que se elabora con polvos de sobre, así que cualquier parecido con una patata real, de esas que salen de la tierra, es mera coincidencia. Ahora bien, si empiezas a revolcar una cosa con la otra, la untas de la salsa roja, acompañas con un poco de pan, le das un trago al agua… pues te lo comes. La salsa no está del todo mala.
Por el resto de la sala se distribuyen las máquinas de café de uso gratuito para los socios, aunque cuenta la leyenda que a nadie le han pedido jamás la tarjeta naranja (así que ya sabes). Una suerte de inventos demoníacos, que también dispensan refrescos insólitos (¿sabías que existía la soda de arándanos?), de los que sale un líquido negro, de sabor recio, muy caliente y especialmente indolente a cualquier variedad, sin importar que pulses la tecla del cortado o del capuccino. Lo resumiré en una palabra: puaj. En el centro del comedor está el Fika Bar, donde te atiende un barista, así que aquí sí que pagas (a partir de 1’25 euros). Puedes escoger entre especialidades como el Mocaccino o el Cookie Coffee, todas con mucha nata, que eso siempre disimula. ¿A quién le importan las arterias?
'Fika' en sueco hace referencia a la pausa tradicional para tomar algo dulce. Es por ello que este pequeño espacio constituye también el epicentro de la oferta repostera. Las recetas tienen pinta de industriales, los procedimientos parecen pasar por el "ahora congelo / ahora descongelo" y los hornos brillan por su ausencia (hay, eso sí, microondas), pero decir que las tartas están malas sería faltar a la verdad. Que me perdonen todos los obradores del mundo. Destaca la Almondy Daim, que combina las almendras con unas clásicas chocolatinas crocantes de Suecia, y los famosos Cinnamon Rolls, que nunca agradeceremos lo suficiente a la cultura estadounidense. Aquí se ofrecen calientes junto al café por apenas 1 euro.
El salmón (‘Lax’) es uno de los pescados más importantes en la gastronomía sueca, por lo que no es de extrañar que Ikea tenga numerosos preparados a su costa. Dada su faceta eco friendly, presume además del origen del pescado, que tiene certificado de sostenibilidad. En la tienda se vende curado, ahumado y marinado (incluso congelado), mientras que en el restaurante se prepara como lomo a la plancha con pilaf de trigo y salsa holandesa. Es un crimen contra la idiosincrasia de la marca que esté seco. Y no un poco, sino muy seco. No ayuda que se mantenga expuesto en las vitrinas de cristal, porque un pescado recalentado es un pescado echado a perder. Tal vez para enmendar el agravio, tal vez porque es verano, la firma acaba de incorporar un sándwich con tiras de salmón, pepinillo y lombarda. No lo he probado. Pero como lleva salsa barbacoa, tampoco me apetece.
Vamos con el codillo de Ikea, que tiene hasta su propia página de Facebook. Si esto fuera un equipo de fútbol, estaríamos ante el mayor goleador. Es el plato más servido, pese a que su precio es más elevado que la media (7,95 euros, no nos volvamos locos). Se trata de una pieza de cerdo en su jugo, de grandes dimensiones, que viene con guarnición de patatas fritas. No han inventado la penicilina, desde luego, pero cuenta con verdaderos adeptos dispuestos a peregrinar en su búsqueda. A mí no me va mucho la carne, pero mi acompañante tenía cara de placer, y es que al parecer está bueno, está tierno y la salsa es digna de rebañar el plato. Preocupa un poco que luego en la tiendan vendan un pack de 5 codillos congelados a un euro la unidad. Te lleva a plantearle el precio del kilo de esta carne.
¿Y qué dice TripAdvisor? Si nos centramos en el caso de Ikea Alfafar, la web de opiniones de usuarios se muestra inclemente. El restaurante obtiene un 2’5 sobre 5 puntos, lo que conlleva una clasificación de ‘Normal’, pero lo cierto es que hay más opiniones pésimas que positivas. “Fui por curiosidad, con reparos... pero al menos puedo opinar y decidir que ni gratis vuelvo a comer aquí”, escribe un cliente. “Las albóndigas allí se quedaron, una y no más”, refrenda otro. Para otros, sin embargo, su paso por el comedor ha sido el hito gastronómico del año. “Me esperaba una comida de rancho, me sorprendió poder comer un plato de salmón y un codillo (su plato estrella) con una calidad muy buena. El caso es que comimos de todo por unos 20 euros, con postres, una ensalada para compartir y café gratis que puedes repetir todas las veces que quieras. Una gran relación calidad-precio”, asegura la única opinión ‘Excelente’.
Cuando has atravesado una inagotable exposición sin posibilidad de escape, cuando has resistido la tentación de cargar con todo el menaje de la zona de compra, cuando has deambulado por el almacén en busca de esa referencia que alguien decidió cambiar de sitio y cuando por fin has atravesado la línea de cajas, después de veinte minutos de espera, entonces (sí, justo entonces) se aparece ante ti el bistró. Y en letras, bien grandes y bien brillantes, te grita: “Hot Dogs, 0’50 euros”. En efecto, parece la peor idea del mundo, tan solo superada por la pizza Margarita de 1’95 euros que se anuncia a su lado, pero el olor te tira y el estómago te ruge. Y los suecos lo saben, ¿Qué esperas de tu cerebro a estas alturas? ¿Y de tu férrea voluntad? Han anulado tus defensas naturales para hacerte claudicar ante una barra donde los mayores atractivos son las patatas fritas de bolsa y los yogures helados.
Pero ni siquiera así la cadena sueca de mobiliario se dará por satisfecha, porque todavía hay una posibilidad más de estrujar tu tarjeta de crédito. Hablamos, por supuesto, de la tienda de alimentación. Si eres fan fatal del menú del restaurante, o simplemente si te suscita curiosidad la gastronomía del país escandinavo, en los expositores de la salida encontrarás un surtido de productos muy completo. Desde galletas de avena a salsas de eneldo, pasando por salmón ahumado, arenques en conserva, el repertorio completo de tartas (congeladas), batidos de avena, refrescos de sauco, lo que debe ser la Nocilla de los suecos, e incluso, un libro de recetas para aprender qué hacer con todo eso. A mí me gusta pasearme por allí, esa es la verdad. También hacer una parada estratégica en el apartado de chucherías al peso, llamadas Lördagsgodis (pronuncia eso si puedes), donde la marca estrella es Bilar.
Me marcho tan 'pichi' con mi carrito y mi bolsa de papel. Mientras se cierran las puertas del ascensor que conduce al garaje, flashean mi mente un sinfín de escenas sacadas de una pesadilla, desde unos macarrones blancos con un manchurrón de salsa de tomate a un niño que se desgañita mientras se cuelga del respaldo de un sofá. El vago recuerdo de un carro gigante de ruedas torcidas que se estrella contra un expositor central. Entonces muerdo mi gominola de plátano recubierta de chocolate, azúcar puro para las neuronas. Y por un instante, solo por ese instante, le perdono a Ikea todo el daño infligido.