VALÈNCIA. La sobria puerta del Palau Ducal puede engañar a simple vista. Incluso puedes pasar por delante de ella sin percatarte de ese gran tesoro que se oculta tras el pórtico de medio punto. Una sensación que se borra al poner un pie en su inmenso patio gótico, del que sobresale esa escalinata construida en dos tramos. Arriba, unas ventanas en las que puedo imaginarme a la familia Borja asomada y, quizá, confabulando algo. Lo hacen desde la única ventana gótica original que queda. Una idea preconcebida por todas esas historias que giran entorno a la familia y que entremezclan realidad y ficción para construir la leyenda negra que ha llegado a nuestros días.
Una historia que empezó cuando el papa Alejandro VI compra el ducado de Gandia para su hijo Pere Lluís (1485) y en ese lote adquiere este edificio. De esta manera, el Palau Ducal se convierte durante 300 años en la casa matriz de su dinastía y en sus estancias residieron y vivieron hasta once duques de Gandia —todos de la familia Borja—. Sí, no fue Roma y fue aquí, al lado del río Serpis, donde habitó una familia que tuvo dos papas, Calixto III y Alejandro VI, este último protector de Copérnico, Leonardo da Vinci o Miguel Ángel. Y fue en el Palau Ducal donde nació y vivió Francisco de Borja (cuarto duque de Gandia y bisnieto de Alejandro VI), que en 1671 fue canonizado.
Lo cuenta la guía del Palau Ducal, Estela Pellicer, quien relata con pena que todo ese esplendor acabó con la muerte del último duque. Fue entonces cuando el palacio y el ducado acaba en manos de los duques de Osuna hasta que, a finales del siglo XVIII, deciden prescindir del palacio. Con sus puertas cerradas durante cien años el Palau sufrió expolios y quedó en tal estado de ruina que había una seria amenaza de derrumbe. Por suerte, la Compañía de Jesús adquirió en 1890 el palacio para conservar la memoria de Francisco de Borja. Por tanto, es gracias a los jesuitas que hoy podemos visitarlo.
Una vez conocido el desenlace, subimos por unas escaleras que nos conducen hasta el salón de Coronas. Las ventanas dejan entrar una luz tenue, resaltando los azulejos de estilo mudéjar e iluminando las inmensas sargas colocadas en las paredes que narran, desde la memoria, la vida de Francisco de Borja. Me llama la atención como están colocadas, salvando los huecos ocupados por pilares, ventanas o azulejos. Pero Estela me hace mirar al patio y hacia el zócalo para ver parte de los azulejos de arista del siglo XVI. También hacia esas dobles coronas que llenan el techo y que Alejandro VI empleó el día de su coronación como Papa.
Una sala rematada por el consejo que dio el duque a sus hijos —tomado de las epístolas de San Pablo—: «Corred para comprender que solo será coronado aquel que pelee según la ley». Además, el mobiliario —no es original— ayuda a recrear todas esas conversaciones que mantuvieron con los ilustres que subieron por esa majestuosa escalinata y pisaron el mismo suelo que ahora estoy pisando. Y es que, no hay que olvidar que los duques reales de la Corona de Aragón establecieron una refinada corte que reunió a la élite intelectual de la época, con nombres de la talla de Ausiàs March, Joan Martorell o Joan Roís de Corella, convirtiéndose así el Palau en uno de los núcleos más importantes del s. XV, el Siglo de Oro de las Letras Valencianas.
Más interesante sería conocer lo que ocurrió en el despacho del duque antes de que los jesuitas lo convirtieran en una capilla neogótica consagrada a San Francisco de Borja, que pasó a la historia por su vida ejemplar en favor de los más desfavorecidos. Al ver esa gran bóveda de crucería estrellada sobre mi cabeza me siento sobrecogida y me dan ganas de sentarme y contar las estrellas. Incluso de meditar en medio de esa capilla realizada por los hermanos Martín Coronas y Orriols. No lo hago y en su defecto empujo una puerta que da acceso a una habitación que recrea la austeridad en la que vivió Francisco de Borja. En medio, una vitrina muestra la máscara mortuoria del santo —está hecha en yeso—, que sirvió como referencia iconográfica a muchos de los artistas posteriores.
Unos pasos más, y accedo a una sala estrecha con un techo de forma poligonal, algo recargada y con un suelo de madera precioso. Se trata del oratorio en el que los duques y duquesas de la familia Borja oraban. Del original poco queda —la Compañía de Jesús realizó una intervención a finales del siglo XIX— pero sí se conservan las grisallas renacentistas realizadas por Filippo de San Leocadio (hijo del afamado pintor Paolo de San Leocadio).
Un momento idóneo para recordar a María Enríquez porque convirtió a Gandia en el gran ducado que fue, asumiendo las riendas del ducado contraviniendo los planes del papa, quien ya tenía pensado confiarle el ducado a su hijo Juan. Tuvo mucho valor para enfrentarse a Alejandro VI, sobre todo en asuntos de negocios, y más siendo mujer. Además, gracias a ella, la iglesia de santa María de Gandia se elevó a a colegiata y logró convertir a Gandia en una villa abierta y renacentista pues hasta aquí vinieron artistas tan importantes como el arquitecto Pere Comte y el escultor Damià Forment o el pintor Paolo de San Leocadio.
Hablando de ella cruzamos el patio por una especie de balcón en el que se conservan azulejos de la época. Aquellos que pudieron salvarse del olvido en el que estuvo sumido el Palau Ducal. Su recuerdo y el por qué su figura es poco conocida llegamos a la Cámara de la Duquesa, los aposentos de María Enríquez y el lugar donde Francisco de Borja nació en 1510. Según la leyenda, esa noche, una estrella fugaz anunció el nacimiento de un hombre santo, quedando reflejado en el escudo de la Gandia. Es muy austera, con la luz que entra del gran ventanal e ilumina parte de la estancia, dejando en sombra el rincón en el que nació Francisco de Borja. Justo ahí se exhibe el cojín de tela con el escudo de los Borja y la casulla del santo traída de Roma.
No pases de largo y fíjate en la maqueta del edificio tal y como era en sus orígenes. Ahí te darás cuenta cómo la escalera principal que hoy vemos no es la misma y la ubicación estratégica del edificio. Hasta te sorprenderá al ver dónde estaban ubicadas las murallas de la ciudad… A partir de aquí la visita pasa por estancias majestuosas, como el salón de las Águilas; la sala de los estados de Cerdeña o la sala Verde, llamada así por los azulejos que la decora. En ella se conservan unos manuscritos originales de Francisco de Borja así como los restos del catre donde falleció —fue traído de Roma—.
En la Sala de la Torrecilla recuperamos la historia de María Enriquez pues, según la tradición fue el aposento de la duquesa. Una estancia en la que la mirada va a la escalera de caracol de origen posiblemente islámico —antiguamente esta sala fue una torre vigía— y al suelo, que tiene uno de los pavimentos más antiguos del palacio. ¿Dónde conduce esa escalera? Solo quienes hagan la visita guiada nocturna lo sabrán…
Un recorrido que finaliza en la galería dorada, construida entre 1703 y 1716 por el décimo duque, Pascual Francisco de Borja, para conmemorar la canonización de Francisco de Borja. Mientras cruzo por esas cinco salas contiguas, separadas por puertas corredizas, en mi cabeza suena música de baile y me imagino cuántas fiestas se realizaron aquí. Lo hago mientras absorta miro al techo y me fijo en el cuadro —sí, no es un fresco— La glorificación de san Francisco. En él se ve a Francisco de Borja subiendo al cielo, mientras que tres virtudes sostienen, respectivamente, los retratos de Calixto III, Alejandro VI y el toro borgiano.
Al fondo del pasillo la Sala del Cielo y la Tierra, con el pavimento de los cuatro elementos —una de las mejores muestras de cerámica barroca valenciana—. Es increíble: más de 1500 piezas de diferentes tamaños y formas distribuidas en cuatro circunferencias concéntricas. El primer nivel, el más cercano al Sol, corresponde al del fuego, y sucesivamente se disponen los correspondientes al aire, al agua y a la tierra, que ocupa la parte más exterior.
Pero antes de volver a cruzar la sala una puerta conduce a un gran patio ajardinado, con sus balconadas barrocas y la fachada decorada con una serie de pinturas decorativas italianas. Según me explica Estela, Carlos de Borja en el siglo XVI mandó construir una cisterna que durante la guerra civil se utilizó como refugio antiaéreo. Pero esta plaza también es conocida como Patio de Cañas por las cañas de bambú que trajeron los jesuitas en el siglo XX. Hoy es el lugar en el que juegan los niños del colegio de Jesuitas.
Lentamente regresamos sobre nuestros pasos. Lo hago callada, admirando por última vez cada pequeño detalle. Una visita que habla de aquellos tiempos nobles y a través de la que descubres historias tan curiosas como sorprendentes. Por ello, es recomendable realizar la visita guiada (se pueden contratar todos los días). Otra opción es descubrir el Palau a través de un recorrido teatralizado (de junio a octubre) que resucita a Alejandro VI, Francisco de Borja o María Enríquez.
En verano se puede disfrutar del edificio de una manera muy singular a través de actividades como El Tast de la Duquessa, unas jornadas gastronómicas maridadas con cerveza artesanal, cenas Borgianas a ritmo de jazz, o ver una película en el patio del Palacio Ducal. Opciones que encontrarás en la página web del Palau Ducal.