Cristina Faus y Javier Agulló son dos de las voces valencianas más destacadas del panorama internacional. Eternos alumnos de un arte en el que siempre hay algo que aprender, explican su día a día. Como siempre, coinciden: «lo nuestro se valora más fuera que aquí»
VALÈNCIA.- Hemos quedado en el Palau de Les Arts Reina Sofía. Cristina Faus es mezzosoprano, nacida en Benissanó; Javier Agulló, de Elche, es tenor. Con su complicidad profesional mantenemos una charla sobre sus inicios, su trayectoria y sus sueños. Cristina tocaba la trompa en la banda del pueblo. «Mis padres nos inculcaron la música y todos mis hermanos tocaban un instrumento». Su hermano José, trompetista, le enseñó a respirar. Compatibilizó Magisterio Musical y Grado Profesional de violonchelo con las clases de canto.
«Medio en serio, medio en broma, me presenté a una prueba del Conservatorio de València y para mi sorpresa me eligieron; cuando veía cantar a las otras chicas pensaba, ¿qué hago yo aquí si solo tengo una octava como mucho? Mi voz era bonita, afinaba y punto. Me gustaba subirme al escenario y transformarme en personajes pero además veía que mi instrumento, mi voz, evolucionaba». Consiguió entrar en el Cor de la Generalitat y permaneció siete años, hasta que ganó en Italia un concurso (Toti dal monte) interpretando el rol de Cenicienta en la ópera de Rossini. En España también se presentó a concursos pero nunca pasó de la primera fase.
Javier llegó al canto de manera casual. «Con trece o catorce años vi en televisión a Mario Lanza en la película El gran Caruso y me quedé flasheado al ver cómo podía hacer esas notas... Todos los sábados me enganchaba a La 2 de TVE para ver ópera y zarzuela; no sé ni cuántas vi. Eso sí, no cantaba ni en la ducha». A los dieciséis años se apuntó al coro del Instituto de Elche porque iban a hacer un viaje a París, Bruselas... y necesitaban chicos. «No canté mucho pero me fui de viaje». A la vuelta del verano se organizó una comida de la que se enteró el día anterior porque se encontró a uno de sus compañeros. Fue a la cita y «al final de la reunión cantamos habaneras y no sé cómo imposté la voz de manera natural, el sonido era distinto, todos me decían «¿qué estás haciendo?», estaba desconcertado. Busqué consejo y di mis primeras clases en el Conservatorio de Murcia porque en Elche no había».
Simultaneó canto con sus estudios de empresariales hasta que decidió estudiar grado profesional de canto. A los dieciocho años entró en la Capella del Misteri d’Elx y con 27 años tuvo su primer contrato profesional importante en Viena. «Además de cantar conocí a Amparo [su mujer Amparo Navarro es soprano y no ha podido acudir a esta charla porque su hijo Martín está enfermo] y así hasta ahora», relata.
Un modo de vivir
Satisfechos con su vida profesional valoran la evolución de su carrera. Nuestra mezzosoprano dice orgullosa: «A mí lo que me da la vida es indagar en la evolución de mi instrumento, de mi voz. Estar en un teatro de mucho nombre es importante pero hacer tu repertorio... que puedas dar un pasito más con tu voz es apasionante». Javier interviene: «Muchas veces la gente se piensa que tú das clases tres semanas y cantas como en Operación Triunfo. No conciben la construcción de la voz, tono, semitono; son meses, años y décadas de trabajo. Cristina decía que tenía una octava y ahora ya la he oído con dos y media, eso es una animalada».
Cristina define el ADN de su voz: «son tus emociones, tus sentimientos, lo que te suceda, y depende de la información que recibas y cómo la trabajes con tus maestros o profesores. Un atleta de fondo depende de cómo entrene y de cuántas horas lo haga, pero no vale solo con eso, tiene que estar preparado mentalmente. La evolución de mi voz es lo más importante; una mala praxis puede dañarla, es un modo de vivir». Y al hilo del deporte Javier, que es muy futbolero, asegura que «tanto el físico como los agentes tienen que ver. Si tu preparador físico te carga con un ejercicio que te perjudica un músculo y seis jugadores están lesionados en el mismo músculo, algo falla. Evidentemente, ningún profesor te va a dañar la voz, pero tiene que darte una información correcta. Es todo muy sutil y complicado».
Ambos poseen una amplia trayectoria musical pero tienen especial cariño por sus primeras veces. Ese debut que todavía hoy les emociona y que supuso saber que se iban a dedicar a esta profesión. Javier asegura que «no es hacer una Tosca en el Teatro Real, es vivir de esto cuando ya llevas diecisiete años cantando, eso es trayectoria». Recuerda su debut en Viena, La Bohème que hizo en Buenos Aires o el Fidelio de la inauguración de este Palau de Les Arts; pero lo más entrañable fue su papel de San Juan en el Misteri d’Elx. «Fue con veinte años y en mi pueblo, los papeles de los apóstoles solo los hacían de cuarenta años para arriba y me salté veinte de golpe. Estaba afónico, no tenía voz, empecé a vocalizar y la voz no salía. El maestro de la Capella me dijo que me dejara de tonterías, me empujó y empecé a cantar... Son cosas que no te explicas, es lo que decía Cris de lo emocional. El año pasado murió mi padre y a los cuatro meses tenía un concierto y una gira con Nabucco, no podía cantar, se me rompía el alma... Tenemos un instrumento tan bonito, tan delicado, tan etéreo que un sentimiento o un temido resfriado te puede hacer que cantes mal». Cristina, rotunda, dice: «el subirte a un escenario es sagrado. La primera vez que sentí esa responsabilidad fue en el Conservatorio de Ribarroja con la ópera Dido y Eneas, cantaba la bruja —era la primera vez que me subía al escenario y con público— o como cuando fui a mi primera audición con mi madre en San Esteban, hacía una cantata de Vivaldi... son cosas sencillas pero importantes, como ahora es ir al Covent Garden; te emocionas porque tiene una gran acústica. Hice la audición tan solo para una persona y con toda la sala para mí, se me puso la piel de gallina, me sentí la Callas...y eso es emoción e ilusión».
Cristina y Javier reconocen que su entorno más cercano, la familia y sus amigos, ha sido muy importante para dedicarse a su carrera. Cristina cuenta que se encerraba en el baño para ensayar y que sus hermanas le repetían las frases para hacerle «la puñeta» porque tener un cantante en casa es duro y pesado. Además hubo un momento en que dejó dos nóminas, la de enseñanza de Magisterio Musical y la del Cor de la Generalitat. Su madre le decía «dos nóminas y luego qué». Pues hasta hoy «haciendo equilibrios como hace un autónomo cualquiera». Javier recuerda que trabajaba de becario en un banco para pagarse sus clases de canto y que un verano le llamaron de Madrid para hacer el papel de Cassio en Otello. En el banco le garantizaban un contrato indefinido. Decidió irse a Madrid y alaba que su padre fue muy comprensivo y le apoyó en su decisión.
La tiranía de los agentes
Posan con desenvoltura, son cantantes que interpretan como en sus roles de ópera y zarzuela. Están acostumbrados pero no impostan, son naturales, generosos y acogedores. Eso que se define como ‘saber estar’. Conocen las entrañas del Palau. A su paso saludos de unos y otros. Como hablan orgullosos de su trayectoria les pregunto por un asunto que a lo mejor es tabú: el papel de los agentes que a veces puede suponer una rémora para sus carreras y acabar siendo una auténtica tiranía. Javier aclara que él se busca el 80% de sus funciones, y el resto, su agente. Reconoce que ir sin agencia a veces limita en ciertos teatros. «Muchas veces los cantantes hacemos bromas; en vez de hacer audiciones a los directores habría que hacérselas a los agentes». Cristina revela que muchas veces «si mandas un dossier por ti mismo ni te escuchan, mientras que si tienes agente la cosa cambia. A veces el afán por el afán rompe las cuerdas. Todo tiene su tiempo, si lo puedes cantar y eso solo lo controlas tú. Al final tiene que haber confianza en la relación entre agente y cantante. Una buena agencia respeta tu punto de vista y te cuida y no se fija solo en el número de contratos y la facturación». Javier lo tiene claro: «Son un mal necesario pero nosotros debemos gestionar nuestra carrera».
Cristina, que se declara atrevida, nos cuenta que en una ocasión tenía que acudir a una audición para una zarzuela, es decir repertorio español. No había agente. Le enviaron una ficha para que pusiera sus características físicas y decidió ponerse unos cuantos centímetros más de altura, cabello rubio y ojos azules. Cuando realizó la audición le dijeron que querían una persona joven y les dio igual que cantase bien. Querían un perfil físico. Dolida, les dijo que la vocalidad depende de cada persona y que no tiene sentido rechazar la madurez vocal. «Hablas de tiranía, que salga de nuestra boca a lo mejor queda mal, pero los agentes deberían saber por qué los compositores querían esa vocalidad y esa apariencia. Tendrían que profundizar en ello».
Cuando acuden a una audición su carta de presentación es su repertorio. Javier asegura que se hace con ayuda del público. «Si quiero cantar Pagliacci y no me aplauden, no podré hacerlo. Puedes tener una percepción, pero si el público no te lo compra, no puedes hacerlo». Para Cristina el repertorio es su escuela. Nos cuenta que el año pasado la llamaron del Liceu de Barcelona para hacer un Wagner. «Aluciné cuando me lo propusieron, y aprendí un montón; nunca había profundizado con este compositor y mi voz adquirió otros matices que no esperaba». Reconoce que se siente cómoda con Rossini, uno de sus maestros técnicos, y también con Mozart.
Y en sus repertorios tiene un papel destacado la zarzuela, el género español por excelencia en la lírica. Ambos son muy claros. Los propios españoles la han denostado. Y reconocen que no tiene nada que envidiar a la ópera alemana o italiana. Han participado en numerosas producciones con alto nivel escénico y de interpretación, aunque piensan que en algunas ocasiones se ha hecho de manera precaria o amateur y esa imagen no es positiva. Cuando la zarzuela sale por Europa conquista a todos los públicos. Javier dice que el menosprecio propio «es el carácter español, lo de fuera es mejor. Es igual que lo de los cantantes, aquí hay cantera, los buenos están aquí y en Italia». Cristina se queja amargamente: «van a hacer Carmen en el Real y hay tres repartos, pues bien, ninguna Carmen o Don José son españoles. En Polonia he audicionado Carmen y llegué a la final con una cantante polaca; al final la eligieron a ella por ser polaca y eso que Carmen es española. Me gustaría que aquí se apoyase, nos merecemos una oportunidad».
Reconocen que el Palau de Les Arts se ha convertido en un referente. En Europa cualquier revista lírica especializada destaca la repercusión de sus conciertos. Javier asegura que no se puede quejar. «He cantado aquí 65 veces, ópera, zarzuela, auditorio Martí i Soler, partiquino (papeles secundarios)»; le han dirigido, entre otros, Zubin Mehta y Lorin Maazel. «Aunque debo decir que el valor de la lírica valenciana es mejorable; cantantes de la generación siguiente a la nuestra no tienen las mismas oportunidades». Cristina reseña que son los agentes que llevan a los maestros que dirigen los que eligen los cantantes «y no puedes hacer nada». Cristina también ha cantado el rol de Emilia de Otello en Les Arts dirigida por Zubin Mehta y Davide Livermore. Destaca la iniciativa del Palau de acercar la ópera al público, especialmente a los niños, y le parece una gran apuesta Les Arts Volant. «El público tiene que escuchar ópera, es bonito y accesible».
Su sueño dorado
Javier, ambicioso, dice que tiene dos ilusiones. Cantar otros diecisiete años con las mismas condiciones vocales en las que está ahora y poder hacer Fausto. Pero el sueño real, asegura, «es vivir de esto». Cristina pide salud para seguir subiéndose a los escenarios porque siempre le ha gustado. Y recuerda su infancia «cuando tenía tres años cantaba por la Pantoja, la Jurado esa mujer con una voz maravillosa... mi abuela cantaba los temas de la Piquer, de Estrellita Castro, de Imperio Argentina y yo me los aprendía; cogía mi escoba como si fuera un micro y montaba la coreografía con mis hermanas; luego le cortaba los geranios a mi abuela y les decía tireu-me flors... y así me llaman en casa, la tireu-me flors». Reconocen que en el escenario se emocionan con sus personajes y sus propios sentimientos, incluso a veces tienen oportunidad hasta de reírse. «Cantábamos Così fan tutte de Mozart, él me pisó el vestido y me lo rompió —era una gasa muy fina— y yo, porque estaba marcado en el guión, le tenía que dar un bofetón suave, pero de la rabia que tenía se lo di bien. Vamos, que le marqué los dedos». Javier corrobora el incidente asegurando que «fue superreal. Vamos, que me dolió pero tuvimos que contener la risa». Y concluye: «Nos sirvió como terapia». Aman tanto su profesión que se sienten afortunados cuando les aplauden o les piden bises, o simplemente si alegran a una mujer de 94 años que vive en Colombia y no va a volver a España y se emociona cuando escucha a Cristina cantar «De España vengo...», de El niño judío. La mezzosoprano dice: «¡Qué bueno que te pasen estas cosas!, muchos no saben que no me importaría el caché... es nuestra manera de vivir». Javier, más pragmático, le recuerda: «Cristina, shhh... a ver si se enteran de que hasta podemos cantar gratis».
* Este artículo se publicó originalmente en el número 37 (X/17) de la revista Plaza