Con una narración a caballo entre lo mitológico y lo narcótico, Wurlitzer nos lleva a la Frontera a lomos de nubes de opio, predicciones clarividentes y misteriosos paralelismos para enseñarnos otro plano en la realidad del Far West
VALÈNCIA. La mayoría de historias que nos han contado sobre el Oeste -no del punto cardinal en general, sino del Far West americano- siguen un patrón elemental constituido por heroicos ganaderos -cowboys- y villanos forajidos; en ocasiones, el héroe es un antihéroe, un forajido arrepentido o simplemente retirado del negocio, que ahora ayuda a una dama en apuros o a un pueblo hostigado por una peligrosa banda de malhechores.
En la ecuación suelen figurar también un sheriff -que puede ser el protagonista de la historia-, un ayudante del sheriff, un banquero, un empleado del servicio postal, un saloon-burdel, una diligencia, el ferrocarril, un vendedor ambulante, un juez, una soga, muchos revólveres, rifles y escopetas, militares, caballos y por supuesto indios, que a priori no son ni buenos ni malos, pero sí una amenaza constante siempre dispuesta a rebanar gaznates, disparar flechas y arrancar cabelleras. En estas historias con las que principalmente el cine ha educado nuestro paladar vaquero, las fronteras entre el bien y el mal suelen estar muy bien definidas: los buenos pueden ser un poco canallas o pícaros a veces, pero bajo sus chalecos, sarapes y camisas late un buen corazón dispuesto a tirotear al bandido que sea en aras del bien, pero sobre todo, de la justicia.
Frontera y justicia son dos conceptos importantes en las películas del oeste. Tras la compra de Louisiana a los franceses -que a su vez se la habían comprado a los españoles-, Estados Unidos dobló su territorio en una sola transacción, por lo que el presidente Jefferson promovió una serie de expediciones y exploraciones con el fin de conocer con precisión que había más allá del Mississippi -frontera oriental de un país de unas dimensiones mucho menores de las que hace gala en la actualidad- y de paso, tomar posesión de las tierras recién adquiridas. Esta llamada a la aventura y a un posible enriquecimiento atrajo a un buen número de pioneros procedentes de prácticamente todo el globo, que veían en la expansión de la frontera una oportunidad fantástica para empezar de cero y con suerte, convertirse en prósperos y acaudalados empresarios o terratenientes, idea que se convirtió en locura generalizada con el descubrimiento de oro en California. Como suele suceder, la realidad no fue ni de lejos tan halagüeña como las expectativas para las miles de personas que pertrechadas con lo básico, se desplazaron a un territorio salvaje e inmenso que luchó con todos sus recursos para sacudirse de encima a esa plaga de chinches chupaoro que lo infestaba.
La vida en el oeste era dura, muy dura. Si no te mataba la disentería o el cólera, podía hacerlo un oso grizzly, un tomahawk, una inundación, la bala de un enemigo envidioso o el alcoholismo. Lucir un cutis perfecto, uñas limpias, el pelo reluciente y una vestimenta impecable, por mucho que se empeñen las películas de los años cuarenta y cincuenta, era tarea imposible. Las dificultades del día a día dejaban su huella en la piel de los esforzados colonos. Si bien el cine -salvo excepciones desde el western crepuscular a los westerns modernos- ha edulcorado la experiencia del Oeste, al calor de la literatura han nacido manifestaciones mucho menos benévolas, y por tanto más realistas: Cormac McCarthy, capaz de helarnos el corazón con su espeluznante y épico Meridiano de sangre es un claro ejemplo; Rudolph Wurlitzer (Cincinnati, Ohio, 1937), autor de Zebulon (Tropo Editores, 2017), novela que hoy nos ocupa, es otro.
Zebulon es un trampero de las montañas, un espíritu libre que en la treintena decide cambiar de vida: su madre ha muerto víctima de los altercados que ella misma provocó el mismo día en que tuvo conocimiento de que el negocio de las pieles había pasado a mejor vida, su padre ha desaparecido embriagado por la fiebre del oro y su hermano Hatchet Jack, un cuatrero mestizo y pendenciero, va y viene de su vida sin quedarse nunca demasiado tiempo en ella. Su mundo se encuentra en vías de extinción: el progreso avanza desde el Este y con él la destrucción de todo aquello en lo que cree: Wakan Tanka, los espíritus de la montaña, la soledad escogida, la comunión con la tierra. Gambusinos de todos los rincones de Europa, mineros peruanos y chilenos, obreros chinos; el país se está llenando de ignorantes parásitos oportunistas cuya única ambición es expoliar todo lo que puedan y largarse. Acostumbrado a la supervivencia, Zebulon sabe que ha llegado el momento de dar un paso adelante y saltar del barco antes de que se hunda del todo, antes de que se hunda como se hundió aquella misteriosa nativa que mientras se ahogaba en las gélidas aguas del río Gila lo maldijo y lo condenó a vagar entre dos mundos, sin saber si está vivo, muerto, o todo lo contrario.
Si McCarthy es célebre por su forma despiadada de relatar los horrores de la vida en la frontera, de Wurlitzer se puede decir que ha sido tocado por los dioses ancestrales del continente para trasladar al papel el Misterio con mayúscula, el Gran Misterio lakota -eso significa Wakan Tanka, Gran Misterio- que subyace bajo las interminables praderas, bajo los rápidos que agitan un profundo cañón, bajo las cordilleras hostiles y los desiertos abrasadores. Wurlitzer aprovecha el viaje a ninguna parte de Zebulon para abordar el concepto de frontera desde todas sus posibilidades interpretaciones, con un lenguaje y una cadencia poética que nos obligan a entrar en el trance que ha preparado para nosotros palabra a palabra: solo en un estado alterado de la conciencia como el que provoca su forma de narrar y aquello que cuenta podemos llegar a vislumbrar la vastedad del mundo primitivo de Zebulon, que quizás, más que desaparecer, comenzase a esconderse entonces, a sumirse en un letargo de siglos a la espera de que todo lo construido por la codicia expansionista caiga por su propio peso. Un way of life esclavo de su propia corrupción desde el primer ladrillo, desde la primera traviesa, desde la primera palada del primer barco a vapor. El Salvaje Oeste nunca fue el escenario más adecuado para románticas marchas hacia el ocaso, aunque sí hubo sitio para el amor: quién sabe si también para un amor onírico, nebuloso y opiáceo como el que profesa Zebulon a la enigmática bruja Delilah.