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la vida a cara o cruz 

Zoo

| 26/12/2024 | 3 min, 22 seg

VALÈNCIA. De pequeño me gustaba ir al zoo de València. Se instaló provisionalmente en Viveros y, durante más de cuarenta años, allí se quedó. Provisionalmente. 

Como vivíamos cerca, mi abuela me llevaba de vez en cuando. Recorría cada rincón buscando parecidos entre los animales de la enciclopedia Salvat y los que observaba tras los barrotes. Me gustaba imaginarlos en su hábitat, siempre atentos y acojonados ante la amenaza de un depredador. Aquí tenían la suerte de contar con comida en abundancia sin tener que recorrer largas distancias en busca de alimento, pero también reinaba el aburrimiento: izquierda, derecha. Comer. Izquierda, derecha. Defecar. Izquierda, derecha, chimpar, y así pasaban los días. De mayor organizaré safaris por todo el mundo, pensaba. Me gustaba el zoo y ese olor a sudor, goma de borrar, colonia, orín..., como en el colegio.

Flipaba con Tarzán, el chimpancé enérgico y vigoroso, indiscutible jefe del zoo; y con un tigre, una leona, un chucho y la perra Mora, mediadora en las disputas dentro de ese hogar, y un puerco espín con púas de casi un metro, y un par de hipopótamos que disfrutaban pegándose en la bañera, y las jirafas elegantes que regaló la Caja de Ahorros, y Turita, que apadrinó el cantante Raphael, y un rinoceronte enorme, y el elefante Noi, regalo de Dalí, y otro más pequeño llamado Trompy, en homenaje al personaje dibujado por Nin en la revista Pumby, y había unos cuantos pavos reales por ahí bambando, y un buey almizclero conviviendo con un yak, y pingüinos torpes compartiendo charco con patos, y lobos de Félix, y unos burros que se dejaban acariciar y un porrón de aves, loros, flamencos y muchos bichos más.

Cuando en mi pubertad descubrí el gustirrinín al agitar el cuello del ganso, mis intereses se tornaron juveniles y dejé de visitarlo.

A mediados de los noventa y en un intento de dignificar el parque, me contactaron para hacer la señalización. Las ilustraciones de Micharmut ayudaron a que los casi cien paneles con mamíferos y aves fueran atractivos y accesibles. 

Un gustazo volver a ese espacio lleno de amigos, y sobre todo a ese olor... ¡mmmmm ese olor!

Me reencontré con Tarzán, que no paraba de agitarle el cuello al ganso y lanzar sus heces a los visitantes; y con la jaula del tigre y la leona, cuyo oscuro propósito pasaba por conseguir un ligre; y con un puerco espín con cáncer de piel, al que le pegaban las púas porque se estaba quedando calvo; y con un par de hipopótamos cuyas colas agitaban como un ventilador al defecar, esparciendo su mierda entre los visitantes; y con Turita, que murió al poco tiempo, y con un rinoceronte absorto, manchado de pintura verde barrote, que ensimismado solo andaba en círculo siempre en la misma dirección. No estaba Trompy, que murió porque un niño le metió clavos en la alfalfa, pero sí unos cuantos pavos reales por ahí bambando y cagando sobre todo; y el buey almizclero aún conviviendo con el yak, machos los dos, que se chimpaban el uno al otro, ojo, respetando las épocas de celo; y unos pingüinos moribundos por una enfermedad pulmonar; y los lobos de Félix; y unos burros que mordían y, un porrón de aves, loros sin plumas, un flamenco cojo y muchos bichos más.

 Y todo esto, ¿a qué viene? Pues porque quería hablar del desastre de la Dana, pero todo lo que se me ocurre o lo he leído o ya lo han contado, pero me he acordado del hipopótamo repartiendo heces, como el hiPPtamo y su gestión ante una catástrofe, una vez más. 

* Este artículo se publicó originalmente en el número 122 (diciembre 2024) de la revista Plaza

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