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¿Dónde está Misent?

La estela de misterio en torno a la figura de Rafael Chirbes surca también sus mejores obras, pero puede que sea en sus silencios donde se encuentra su voz

13/12/2015 - 

VALENCIA. Es posible callar para hablar. Hacer de la opinión un nudo en las entrañas, que se va enraizando en el estómago, hasta que acaba por ramificar. Entonces llegan las hojas, cientos de ellas, repletas de palabras. Rafael Chirbes no podría haber dicho lo que dijo de otro modo, porque su manera de germinar era la novela, el secreto dentro del secreto. “Que los libros hablen por mí”, pronunciaba siempre. Pero también en ellos enterraba los significados, mandaba las historias al sótano, les arrebataba los nombres reales, para que las voces se alzaran aullantes desde las profundidades. 

El lector disfrutaba cuando inflamaba las ampollas, o cuando hacía preciosismo del realismo. Cuando decía que éste o aquel eran unos hijos de puta, pero no les ponía apellidos. En el momento preciso en el que lo contaba todo de sí mismo, sin contar nada al mismo tiempo, bajo el disfraz de piel de los personajes. “Construir es no parar de destruir”, escribió. Porque así como Rubén Bertomeu era constructor, Rafael Chirbes tenía vocación de arquitecto. Creador, no solo de frisos y de cornisas, sino también de mundos imaginarios. Pero hoy toca hablar de ése lugar del que tanto dice, del que tanto calla, contenedor de su verdad. Misent es también una gran mentira. Misent no existe. 

“Es una mezcla de muchos lugares, quizá desde Dénia a Algemesí, cualquier zona de La Marina o la Valldigna. Incluso un fragmento de En la orilla me recuerda a un lago de Pego”, comenta Martí Domínguez, quien realizó la última entrevista al escritor para Valencia Plaza. Hay muchas voces que se inclinan por Dénia: que si aparece un macizo montañoso que recuerda al Montgó, que si la descripción del crematorio es exacta… Y sin embargo, algunos de sus amigos personales, como Juan Manuel Ruiz Casado, no son partidarios de las asociaciones. “No es Dénia, no es Valencia, ni ningún otro lugar de la Comunitat. Es como si yo digo que es España en general, ¿también podría serlo?”, comenta. Admite que nunca se lo preguntó al autor, “porque no hacía falta”.

Foto: JESÚS CÍSCAR

Desde el Macondo de Gabriel García Márquez al Yoknapatawpha de William Faulkner; imaginar ciudades tan legendarias como El Dorado es un recurso frecuente en la literatura. Misent es el escenario mágico de Chirbes, no solo en Crematorio, también en La buena letra o En la orilla (ahora el protagonista no es un exitoso constructor, sino el propietario de una modesta carpintería, también creador entre la madera). Pero, ¿por qué? ¿Qué hay detrás de esa manía de no llamar a las cosas por su nombre, tan Chirbesca? Tendría sentido si hiciera fantasía, ¿o acaso la hace? Pero no chirría ni un ápice en sus novela. Porque ése, sin duda, es un rasgo delator de su carácter. 

Misent era lo que Chirbes veía desde la ventana en su casa de Beniarbeig: los edificios de infinitas plantas devorando con voracidad la costa, enseñándole los dientes al campo. Y desde su aislamiento, consciente y pretendido, solo sabía lanzar arañazos escribiendo. Sin decir “las cosas no van bien en Valencia”, sin criticar la matraca política. “¿Pero por qué pedirle eso?”, argumenta Casado, “Eso lo hacía en la barra del bar, con sus amigos. Más allá, cada uno habla hasta donde le da la gana”. Bastante esfuerzo le ponía a las páginas, por donde se movían todas esas singulares figuras de la historia española, más retratadas que juzgadas, sin condena superior a la descripción. “Es totalmente al contrario de como lo plantea la gente”, añade su amigo, “era escritor y era consciente de que su denuncia podía llegar más lejos si la hacía a través de los libros”.

“Yo se lo reproché un poco”, cuenta Domínguez, “le dije que necesitábamos gente que alzara la voz en Valencia, intelectuales tan potentes como él que pelearan por la situación que vivíamos. ’Ni pensarlo’, me contestó. No estaba dispuesto a perder el confort que tenía, la privacidad que se había ganado”. Ya le había pasado factura su posición ante el cierre de Canal 9, cuando decidió salir de la cueva para alzar las lanzas, para reclamar un ente audiovisual con una gestión pública que fuera diametralmente distinta. Volvió con varios golpes y ninguna caza. Entonces retomó su rutina. 

Siempre temeroso del qué dirán. “No le conocía personalmente, pero en el momento de la entrevista me pareció muy pudoroso. Usaba mucho el off the record, el ‘esto no lo pongas”, cuenta Domínguez. Es cierto que concedía pocas entrevistas, esquivaba la promoción en Madrid y realizaba viajes a Marruecos de los que poco sabemos (y sabremos). Su propio editor, Jorge Herralde, director de Anagrama, lo admitía en una entrevista: “Era un hombre muy púdico por lo que respecta a su intimidad y sexualidad”. Preguntado por las interioridades de La buena letra, otras de sus novelas más encriptadas, Herralde aseguraba “no recordar”. O no querer recordar. 

Una muerte ruidosa

De Chirbes perdura el perfil de hombre discreto en la casita de Beniarbeig. Amante del arte, también de la naturaleza. Como Federico Brouard, combatiendo su adicción al tabaco. Gran amante de la gastronomía, de los cultivos que rodeaban un campo cada vez más extinto, “olivos jóvenes que pronto serán chalets”. Hablaba en valenciano, con una fuerte diglosia que le llevaba a escribir en castellano dada su estricta formación. Había nacido en Tavernes de la Valldgina (es famosa la anécdota del funcionario que le cambio el apellido de Girbès a Chirbes), pero vivido en Madrid, Barcelona, A Coruña y Valverde de Burgillos. Todo para acabar afincado a 35 kilómetros de su población natal.

Foto: JESÚS CÍSCAR

Tuvo una muerte más ruidosa que su vida. La Biblioteca Nacional le recordaba esta semana con un acto conmemorativo, en el que participaba el mentado Herralde. Aprovechaba para compararlo con Bolaño: “Se le descubrió antes en Alemania que en España, y allí se le considera un autor de primera línea. También en Francia y en Italia”. 

Si el silencio en torno a su figura respondía a causas políticas o no, ése es otro debate. “Él llevaba mucho tiempo escribiendo de la posguerra, de la Transición. No iba contra este partido o aquel. Simplemente que, cuando para todos vivíamos en un mundo feliz, él ya se había dado cuenta de que no”, considera Casado, evocando aquellos años previos a la crisis inmobiliaria. Sin embargo, es ahora, y no antes, con un cambio de Gobierno de por medio, cuando la Generalitat le ha concedido la Alta Distinción al Mérito Cultural. ¿Cómo puede ser que los conciudadanos de un autor, con una serie de televisión basada en su obra (Crematorio), todavía digan aquello de ‘quién’? 

“El problema es que todo el mundo está hablando de Chirbes, pero no leyéndolo”, dice Casado. Considera que a su figura se le está aplicando “un tratamiento desacertado, “buscando los aspectos morbosos de su vida en lugar de lo importante”. Él que era tan discreto, vestido de arriba abajo, con el abrigo abotonado hasta el cuello, de repente desnudo ante el público. Un autor que hizo de su silencio su voz. Siempre escondido tras las páginas. O quizá no, quizá expuesto en ellas. Porque el Rafa por escrito todavía perdura; frente a las voces que se han ido volando, todavía quedan los papeles.

Dejó una novela póstuma, París-Austerliz, totalmente terminada y cuya publicación se prevé para el mes que viene. El título lo toma de la estación de metro parisina, pero relata la historia entre un pintor homosexual y su amante hospitalizado. Su editorial tiene previsto publicarla en enero. Mientras tanto, se viene preparando una Fundación, que dirigirá su sobrina María José, pero en la que están involucrados muchos de sus allegados. Al parecer, “por deseo expreso del autor”. “Va todo muy lento, todavía estamos buscando una formulación legal. Lo que tenemos claro es que perseguimos el mantenimiento de la casa de Alicante y de su biblioteca”, dice Juan Manuel, sin querer desvelar más al respecto. 

Habrá que apuntarlo a la lista de secretos, desvelados en su debido momento, durmientes en los confines de Misent. Ese pueblo al que le dedica la estampa invernal con la que cierra Crematorio, desde Beniarbeig, donde el viento se detiene. Una metáfora de una vida contada, pero sin nombres, y de una voz alzada, pero sin ruido.

Foto: JESÚS CÍSCAR

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