Una vez asumido que la regeneración política es una condición necesaria, también es preciso ser muy consciente de que ello no es en modo alguno suficiente
Siento mucho tener que repetirlo, pero ni en los debates electorales, ni en los postelectorales, se está dando la importancia que merece a dos de los aspectos esenciales que tienen casi paralizado a este país desde hace ya al menos tres décadas. El primero de ellos tiene que ver con nuestro patrón de crecimiento económico, y el segundo, con la ineficiencia e ineficacia de nuestras instituciones en la resolución de asuntos propios.
No es que quiera restarle ahora trascendencia al lamentable asunto de la corrupción, al anquilosamiento de los partidos políticos, al deterioro de la sagrada división de poderes o al uso partidista de las instituciones públicas, con la consiguiente pérdida de calidad democrática. Sin ánimo alguno de recurrir a la falsa modestia, ya avisé en reiteradas ocasiones, hace más de un lustro, que el sistema político, tal como lo conocíamos, estaba a punto de saltar por los aires. Entre otras cosas, por la actitud negligente de los partidos “tradicionales” que se negaban a salir a la calle y escuchar a la gente.
Únicamente bastaba con ojear las encuestas del CIS, una tras otra, para darse cuenta del hartazgo de los ciudadanos hacia una “clase política” a la que se percibía como encerrada en sí misma, ajena a la realidad del país, y más pendiente de sus propios asuntos, que de solucionárselos a los ciudadanos, que era precisamente para los que aquellos habían sido elegidos. Puede que a muchos les sorprendiera la irrupción de Podemos en el panorama político, y, en gran parte, también la de Ciudadanos. A mí, desde luego, no.
Cierto es que la crisis que se inició en 2008 ayudó mucho a cebar la bomba del descontento, hasta el punto de que es muy probable que, sin ella, los acontecimientos no se hubieran producido de la manera en que lo han hecho. Pero el hecho es que se han producido, y esto es lo que ahora importa.
Dicho lo cual, volvamos al hilo principal de mi argumentación. El problema, según yo lo veo ahora, es que, una vez asumido por una gran mayoría de las fuerzas políticas que la regeneración de la democracia y de la vida política es ya una condición necesaria para acometer con alguna garantía de éxito un nuevo proyecto de país, también es preciso ser muy consciente de que ello no es, en modo alguno suficiente.
Con un modelo de crecimiento económico lastrado por la baja productividad, el reducido tamaño de nuestras empresas, y unos sectores empresariales más preocupados por obtener ventajas de una regulación echa a medida, que por competir abiertamente con las armas del valor añadido y la innovación en un mundo global, se echa de menos una discusión mucho más profunda que vaya más allá de ese mantra tan cansino, por repetido, de que lo que hace falta es aumentar el gasto en I+D. Como si el mero hecho de gastar más en I+D, garantizara de manera automática la mejora generalizada del sistema productivo.
Resulta muy desalentador que la minuciosidad y el detalle con el que se abordan una multitud de cuestiones que tienen que ver con los derechos sociales, la cobertura sanitaria, el mercado de trabajo, o el medio ambiente, no se traslade al terreno de las políticas activas dirigidas a la reforma del modelo productivo vigente. Con más I+D, sí, pero no solo con más I+D, también con una nueva política integral que aborde en su totalidad los graves problemas estructurales que arrastran nuestras empresas y sectores, incapacitadas para plantar cara con la suficiente solvencia a los desafíos de la competencia global, la sostenibilidad, y la economía del conocimiento.
Y otro tanto ocurre con la necesaria reforma institucional. Mientras no se aborden de frente las múltiples ineficiencias en la gestión de los servicios públicos, se eliminen las trabas burocráticas que impiden la apertura de nuevas empresas y apostemos de verdad por una justicia civil y mercantil, ágil y rápida, el Estado seguirá siendo percibido como un adversario, más bien que como un aliado de la necesaria modernización de este país.
Nada de ello se logrará si no se alcanza un mínimo nivel de profesionalización de la administración en su conjunto, que discurra en paralelo con la creciente neutralidad y despolitización de las instituciones, al menos en todos aquellos aspectos que tengan que ver con la gestión de los servicios públicos. Y ya de paso, bueno sería ir acostumbrándonos a medir el coste efectivo de dicha gestión, introduciendo en la ecuación los resultados efectivos obtenidos por ésta, y no solo el nivel salarial, más o menos elevado, de sus responsables. Entre la demagogia y el fracaso no suele haber, en estos casos, más que una delgada línea gris que tiende a desaparecer con el tiempo.
En fin, que hay muchos problemas que resolver en este convulso 2016, pero me temo que las viejas soluciones consistentes en “ir por partes” ya no funcionan, ni de lejos, como antaño. Lo que está agotado no es solo un ciclo político, es también un modelo económico e institucional que nos ha traído hasta aquí por pura inercia histórica, y sobre el que ya poco se puede construir mirando al futuro.
Bueno sería que los distintos partidos políticos fueran muy conscientes de ello, e introdujeran todas las variables que, de verdad, son relevantes, en sus titubeantes estrategias de pactos. Como muy oportunamente señaló en su día Sir D. Lloyd George, lo peor que puede hacerse es cruzar un precipicio en dos saltos. Y yo, por si acaso, no sometería a demasiadas pruebas esta hipótesis.