Editado por el MIT y presente en 23 países, De neuronas a galaxias se ha convertido en una referencia única en el campo de la literatura científica, que se presentará el próximo 23 de septiembre en el Jardín Botánico de València. Detrás está el valenciano Adolfo Plasencia, que reivindica el mestizaje entre ciencias y letras y el método platónico para entender el mundo
VALÈNCIA.- Las voces reverberan en una conversación que se torna performance. Entrevistado y entrevistadora aparecen desfigurados en los espejos de acero escarlata que relucen en la exposición de estampa británica bajo el techo de la Fundación Bancaja. El juego metálico de reflejos evoca el mundo binario de los ceros y los unos, que lo representan todo, pero deformado. El arte rodea a la ciencia, y al revés. Es la tercera cultura, la mezcla de la cultura artística y la científico-técnica, la forma de explorar la vanguardia actual. Por eso la dirección de los grandes institutos tecnológicos recae en los filósofos.
El autor lleva una mochila y cinco ejemplares. Pide una mesa donde colocarlos de pie. Ahí están, como cinco moáis. No es para menos en el caso de De neuronas a galaxias. ¿Es el universo un holograma?, un libro sobre ciencia lanzado por la codiciada editorial del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT), donde trabajan veintitrés editores especializados que preparan hasta medio millar de títulos por año. En su edición española, la quinta, con el sello del Servicio de Publicaciones de la Universitat de València, se ha permitido superar las quinientas páginas en plena pandemia, para atender al coronavirus y las responsabilidades humanas en el nuevo orden mundial.
Cada edición tiene tal cuidado que ninguna se parece a otra. Una de ellas ha llegado a estar en las estanterías de la cuarta planta de la librería Maruzen, en la estación central de Tokio, junto con obras de Carl Sagan, Richard Dawkins, o con el título Sapiens. En el portátil, como un padre orgulloso, el creador de la obra muestra fragmentos de diálogos para hacer entender a periodistas y gestores culturales que su trabajo ha consistido en algo más que entrevistar a tótems de la investigación mundial, los auténticos dueños del saber del siglo XXI.
El esfuerzo del profesor y divulgador Adolfo Plasencia (Bugarra, 1956) no puede leerse, como pueda sugerir a ojos del profano, como un ejercicio de esnobismo que promueve a la élite de la ciencia, a esos investigadores que solo disponen, con la mejor de las suertes, de una hora para atender las visitas. De neuronas a galaxias es un mapa del conocimiento interconectado, el motor del progreso, cuyo índice toma cuerpo con las preguntas de la Humanidad. La hoja de ruta se orienta hacia la fábrica de las nuevas ideas, que no es una plataforma digital, donde las grandes multinacionales dicen —advierte el autor—, sino en los millares de científicos que han hecho posible, entre otros prodigios, el Bosón de Higgs. «El área humana más difícil de manipular es la ciencia y su método. La ciencia es la mejor forma de avanzar, aunque no sea tan rápida como el arte», sostiene Plasencia. Y como dice el final de uno de los diálogos: «nunca es demasiado pronto para pensar en esto».
— El libro se puede ver como una nueva forma de transportarnos al Renacimiento, porque al final, como dice, no se puede vencer a Gutenberg.
— En la época clásica a alguien no se le preguntaba si era filósofo o científico, no existía esa división del conocimiento. Renacimiento implica renacer lo más racional, y lo más importante es que estaba todo por hacer con respecto al pasado, a los griegos, no como hoy. Ahora está más difícil dar un paso nuevo, cada segundo es más difícil que el anterior. La diferencia entre nuestros bisabuelos y nosotros está en cada minuto, que dura igual, pero la cantidad de información y datos que nos llega es ubicua. En la escala del átomo, los nanómetros, aparece una realidad distinta, ni siquiera son las mismas leyes. Todo el mundo dice que no entiende la física cuántica porque es contraintuitiva. Vivimos en un mundo macroscópico que a veces hace avanzar más al artista que a los científicos, pero otra cosa es descender el método de la intuición a los nanómetros. Uno se da cuenta de que algo le pasa a la ingeniería cuando emerge la inteligencia artificial y sus cuestiones éticas, que necesitan humanidades, que tampoco pueden ir solas.
— Hay que hacer promiscuidad científica.
— La ciencia se ha vuelto promiscua, y casi todas las disciplinas donde surgen las nuevas ideas son híbridas: biotecnologías, ingeniería biomédica… Se reconectan las humanidades y las ciencias, que se habían separado con la hiperespecialización. Se había perdido el punto de vista del tiempo, y de visión holística, cuando hay problemas que afectan a la vez a todas las cuestiones importantes para los humanos. Pero un juego combinatorio que no conviene perder es que algunos que no pertenecen a la cultura científica llegan antes a las ideas innovadoras.
— La idea de volver a pensar como los griegos o el Renacimiento parece hoy una idea antigua.
— Los intereses de las industrias espurias, ligadas por negocio a los asuntos del conocimiento, como pasa con internet y redes sociales, nos llevan adonde les conviene, por el beneficio a corto plazo. Pero para encontrar el Bosón de Higgs ha habido que esperar mucho. Lo increíble es que primero lo dijeron las matemáticas, y después se ha visto que era verdad, además de construirse la mayor máquina de la historia. No es extraño que Higgs llorara en la sesión del CERN. Existía en la naturaleza a una escala que antes no se pudo observar. Esa es la definición del mundo donde se mueve la gente que le interesa avanzar. La lucha es ensanchar nuestra isla del conocimiento frente al gran océano de nuestra ignorancia, pero conforme se ensancha, el borde del mar es más largo, surgen más preguntas.
— Los diálogos se basan en el método de la Synusia, la forma platónica de dialogar que crea circunstancias que hacen que una conversación sea productiva y transformadora, que genere nuevas ideas en el otro.
— Los diálogos mueven al lector; cuando la conversación la escucha un tercero, mueve el espíritu de ese tercero. Lo digital, la vanguardia, requiere reconectar el conocimiento y plantearlo como un todo interrelacionado, pero hay que tener cuidado. En el caso del método de la Synusia, un truco consiste en saber interrumpir cuando se hace un argumento. Otra idea es que el diálogo produzca un nuevo pensamiento, nuevas ideas. Es como decía Umberto Eco: los libros son máquinas de cultura que hacen más cultura, ponen en marcha los mecanismos de pensamiento. La Synusia, que solo aparece en la Wikipedia alemana, es una precuela de la ética hacker, que no es fácil, porque Platón se ponía a la altura del aprendiz. Las conversaciones directas obligan a pensar.
— Eso explica la moda de las emociones. Hablar de algoritmos, de estadística computacional predictiva, es hablar de la nueva industria de la intención.
— En los últimos años se dice que las emociones son muy importantes, pero tienen un problema: son nuestra parte más vulnerable para la manipulación. Internet es un reflejo deformado de nosotros, y mediante la conexión individual del usuario —cada uno se conecta en soledad—, ellos son capaces, con estadísticas computacionales muy complejas, de inferir con una precisión muy grande. Saben a qué hora del día empiezas a usar el teléfono y cuál es la primera app que sueles abrir. Se trata de recordar el futuro mediante tecnologías de búsqueda.
— Rosalind W. Picard, ingeniera informática, sostiene que la computación afectiva no es un oxímoron, algo que ayuda a entender que demos por hecho que la tecnología es determinista aunque no sea así.
— Introducir las cuestiones afectivas en las máquinas, en lo digital, requiere resolver un malentendido con la palabra ‘máquina’, con el machine learning. Ese aprendizaje automático de las máquinas es del software, no un humanoide físico. La parte intangible de la máquina es la que aprende, pero aquí lo entendemos como la maquinaria de un reloj suizo. El software puede estar en un servidor o en una red, y ya hay demostraciones de inteligencia artificial que permiten entrenar algoritmos que aprenden de un asunto concreto, para bien y para mal. Ni la ciencia ni la tecnología son deterministas. Determinista es una programación informática, un software para un fin, y cuando el algoritmo se ejecuta produce un resultado. Pero cuando eso sube varios órdenes de complejidad, el software ya no hace lo que debía para lo que lo habían programado, empieza a aprender y a tomar decisiones por sí mismo, con aprendizaje no supervisado por humanos o programadores. Empiezan a pasar cosas en las que el resultado es más que la suma de las partes, en esa frontera de la complejidad en la que nos movemos, pero la gente usa la tecnología como le interesa al fabricante. La tecnología la debemos usar como queramos, no como nos diga el fabricante, pero como nos cuesta aprender, practicamos lo que nos inducen incluso en nuestra contra. Es una gran paradoja. Las herramientas digitales no deben trabajar contra nosotros.
— La columna vertebral del libro es la inteligencia.
— Intento que los sabios la aborden desde la neurofisiología, la computación, las tecnologías de internet, la filosofía o el arte. No sabemos aún qué es la inteligencia humana, pero sumando las aproximaciones tenemos un marco de conceptos que se aproximan. Hemos llegado a un punto de inflexión que es cómo construir una inteligencia que resida en algo artificial y que pueda funcionar, que parecía una profecía hace cincuenta años y luego tuvo un invierno. No es una cuestión de ingeniería, sino también de las humanidades. Hay que estudiarlo como una posible amenaza existencial para la humanidad, las distopías de si las máquinas acabarán dominando el mundo… Pero tenemos que ser menos antropocéntricos, porque, como se dice en el libro, los humanos no somos tan especiales.
— Relacionada con la inteligencia y con la idea de si la condición humana se deja matematizar está el tema de la fórmula de la felicidad.
— Unos científicos publicaron esa fórmula, la vi y me la llevé a uno de los diálogos, con el valenciano José Hernández-Orallo. Eso me sugirió la pregunta de si la felicidad puede tener una fórmula, pero en realidad no, porque una fórmula expresa un instante y la felicidad es un proceso. Lo mejor es que sea un algoritmo. La combinación de conceptos muy abstractos con conceptos que nos pasan todos los días es una alquimia que nos llega a todos, esa es la condición humana.
— Ítem otro es el medidor universal de inteligencia.
— Orallo y un colega australiano propusieron un medidor universal de inteligencia, publicado en un libro editado por Cambridge, que vale 98 dólares. Si puedes medirlo todo, significa que todo tiene componentes comunes, desde una célula, un robot, una persona o un animal. Debe de haber componentes comunes en las inteligencias, algo que se pueda comparar.
— Una de las formas más avanzadas de inteligencia es el humor.
— El humor plantea muchos problemas a los robots. No son buenos haciendo bromas, hasta ahora. En Odisea 2001, ves que los astronautas escriben con lápiz y papel, sin portátiles, pero la inteligencia artificial que gobierna la nave es muy poderosa, miente y engaña, que es otro pliegue de la inteligencia, aunque no tiene humor. Estudiando la multitud de robots, investigadores del MIT encontraron por sorpresa robots bizantinos, que mienten, una cosa no prevista porque uno no se lo imagina, no tiene sentido. Es decir, puede ser autodidacta, despliega inteligencia y puede engañar.
— A veces esas acciones se interpretan como error.
— Se relaciona con la polémica de los sesgos de los algoritmos, como el reconocimiento facial, sesgo de género y de raza. Pero hay sesgos más sutiles a los que aún no se ha llegado. Es muy importante conocer los límites de la inteligencia artificial cuando se dice que en este siglo emergerá una inteligencia no basada en el Homo sapiens, no biológica. Eso nos lleva a preguntar si una inteligencia cruzase la galaxia tendría que ser no humana para resistir esas distancias. Lo pregunto en el libro, pero hay científicos muy cuidadosos. Tiene que ver con los sesgos de la industria de la publicación científica. Cualquiera que escriba un artículo sabe que se lo van a revisar sus iguales… No hay total libertad. Mostrar las emociones no se considera serio.
— La edición española se dedica a la pandemia, algo que le ha venido bien a un libro en el que se añoraba mayor presencia de ciencias de la vida.
— Hay gente a la que le gustaría más biólogos y más mujeres en el libro… La cuestión es que de la pandemia ya nos habían avisado los científicos. La pandemia la hemos construido los humanos con millones de viajes, de lo contrario en un solo año no hubiera llegado a 190 países. Esto no es la peste porque el mundo es distinto. Es un intento de aproximación conceptual al coronavirus y sus congéneres. Los medios le llaman astuto y misterioso cuando es una partícula viral, no admitida en la clasificación biológica de los seres vivos. No se puede hablar en singular, sino de cepas, porque para infectar hacen falta cientos de miles de coronavirus. Aunque los virus no tienen intención, se puede hablar de algo parecido a la inteligencia del termitero, la inteligencia colectiva que le ayuda a sobrevivir. Se parece mucho a una espora, cuyo interior alberga células multipotenciales que pueden ser cualquier órgano como el tronco, la hoja o la raíz, una bola con puntas que vuela y rueda, y cuando la punta toca un sitio con tierra húmeda reacciona y se fija, es pura geometría, no es estrategia. Tal vez con el coronavirus pase algo similar.
— Nunca ha habido tanta evidencia científica y tanta superstición como ahora.
— Lo vemos con los padres de los jóvenes de Mallorca. La gente se rebota cuando se le escapa el control de las cosas, una condición muy humana que le lleva a creer las teorías de la conspiración, y eso da dinero a la industria. En un experimento con Twitter, investigadores del MIT demostraron que la mentira se extiende cuatro veces más rápido que las verdades: nunca ha habido tanta superstición desde lo digital.
— Dice que la publicidad es polución cognitiva, como respirar el aire de un tubo de escape, ¿cómo promocionaría la lectura de su libro?
— El libro puede ayudar porque hoy hay mucha desinformación, pero hay métodos para saber qué es verdad y qué no. Si se lo leen, se librarán de entrar en muchos debates tontos. Escuchar a tanta gente que sabe ayudar a evitar perder el tiempo en debates inútiles.
* Este artículo se publicó originalmente en el número 83 (septiembre 2021) de la revista Plaza