Avapace cumple medio siglo ayudando a que las personas con parálisis cerebral dejen de estar condenadas al encierro y al olvido colectivo. Padres y profesionales ponen su granito de arena para garantizarles la mejor evolución posible y así poder borrar un futuro que les atormenta, un futuro en el que los padres ya no estarán y no saben qué será de sus hijos
VALÈNCIA. La parálisis cerebral es una condición cuyo nombre conoce gran parte de la sociedad española, aunque la realidad de las cerca de 65.000 personas que hay en nuestro país con esta dolencia no es conocida lo necesario para acabar con una estigmatización que, si bien los protagonistas de esta historia afirman que está descendiendo, los condena a abandonar el sueño universitario o a sembrar el temor en sus padres, preocupados por un futuro incierto en el que, sí o sí, terminarán por dejar de estar. Según datos del INE, en 2020, hasta 4.100 habitantes de la Comunitat Valenciana vivían influidos por esta lesión de la corteza cerebral que repercute en dificultades motoras o de expresión, entre otras.
No obstante, hay luz para alguno de ellos y sus familias. Esa luz emana desde una amplia parcela ubicada en Bétera, donde la Asociación Valenciana de Ayuda a la Parálisis Cerebral (Avapace) ha creado su propio relato de visibilización gracias a su escuela para alumnos con esta condición y al centro de día para pacientes de más de 18 años. La entidad, que recibió el premio Acción Social en el recién celebrado XII aniversario de Valencia Plaza, realiza una labor que involucra a más de 200 profesionales luchando para romper los límites de las jaulas de las veintiuna personas apuntadas y que se ha prolongado ya cincuenta años, convirtiendo a la asociación en todo un referente nacional.
Hasta allí se trasladó Plaza para conocer de primera mano el día a día de gente como Mayte Sánchez, joven con parálisis cerebral que lleva en la entidad desde 2007; Rosa Dolz y Santiago Fernández, madre y padre con incontables años de lucha a sus espaldas para garantizar la mejor vida posible a sus hijos, o Nacho Reyes y Jesús Gómez, psicólogo y fisioterapeuta, que son dos de los muchos colegas que ayudan y comparten su día con ellos. Un jueves normal, sus sesiones matinales se dividen en diferentes talleres. A nuestra llegada, Nacho, principal responsable del lugar, se encuentra en una de las salas coordinando junto a sus compañeras un taller afectivo-sexual al que asisten seis personas. Allí conocemos el funcionamiento de estas dinámicas, marcadas por una de las claves que posteriormente el propio Nacho nos revelará: innovar para generarles nuevos intereses. Los mismos asistentes confirman que, cada vez, se sienten «más cómodos». Porque, si hay algo que Mayte quiere recalcar del favor que Avapace le lleva haciendo desde sus 28 años es aprender a conocer más sobre la parálisis y el impacto que tiene en su vida.
Desde que llegó al centro ha «crecido personalmente» gracias a poder compartir su vida diaria con otras personas con la misma discapacidad. Hasta su ingreso en la asociación, su vida académica se limitó a colegios e institutos comunes no adaptados, en un inicio, a su condición. Es importante recalcar lo de «en un inicio», pues la dirección del centro donde estudiaba de adolescente sí quiso poner de su parte para facilitar tanto como pudiese la comodidad de la Mayte de entonces. Desde rampas a montacargas, la comunidad docente de aquel instituto defendía a capa y espada el carácter inclusivo del lugar. Toda... o, mejor dicho, casi toda.
En COU se organizó una salida estudiantil para su clase. Como es habitual, el desplazamiento del alumnado se realizaría en autobús. Por desgracia, el vehículo no estaba dotado de las características requeridas para posibilitar su entrada y salida del mismo, por lo que tuvo que depender de la buena fe del docente encargado que, alegando que «le dolía la espalda», se negó a subirla: «No estaba por la labor de apoyarme». Mayte no fue a aquella excursión, y, con los años, su experiencia en Avapace la ha formado para comprender un mundo no siempre adaptado a sus necesidades, pero en el que ya no ve tanto prejuicio como antaño.
Hace años, cuando hacía algo tan común como irse a comer fuera con su familia, debía enfrentarse a un escenario que le molestaba. Cuando el camarero llegaba a tomar nota, escuchaba a su madre para tomarle la comanda, escuchaba a su padre para tomarle la suya y... volvía a girarse a su madre para tomar la de Mayte. Ahora ya no le sucede, pero esa vivencia, que tan marcada parece haberse quedado en ella, evidencia una falta de conocimiento sobre la parálisis cerebral, cuanto menos, destacable.
Porque sí, existen aquellos en los que la lesión tiene tal repercusión sobre su cerebro que les merma la capacidad de habla; pero no todos los casos son iguales, y las manifestaciones pueden ir desde lo puramente físico hasta afectar a nivel cognitivo. Ellos quieren hablar, y así lo hacen. «Me ha ayudado a evolucionar», «es muy interesante», «todas me gustan». Todos se suman a la conversación mientras comparten sus opiniones de los talleres. La actividad a la que llaman «Consejo» —la favorita de varios— les da esa oportunidad, cuya importancia destaca Mayte, de tomar la palabra y ser conscientes de que, más allá de sufrir una lesión, son personas. De esta forma, además de ser capitales en la toma de decisiones de Avapace, los usuarios también practican para las charlas que hacen en colegios, donde la propia Mayte y otros compañeros exponen qué es la parálisis cerebral, cómo les gusta ser tratados y que, pese a ir en silla de ruedas, «somos como ellos».
Verlos participar en multitud de eventos y expandir sus fronteras más allá del centro es todo un orgullo para padres y madres como Santiago y Rosa. Sus miradas y tímidas sonrisas evidencian la sutil ternura del tono que emplean cuando hablan de sus respectivas hijas, Cristina, de 29 años, y Mar, de 31. Para ambos, encontrar Avapace fue un «remanso de paz», ya que la vida de estos padres puede parecerse, en según qué casos, a una «peregrinación», como indica Rosa. Se trata, pues, de una «lucha constante» en la que muchas veces, las familias que no conocen este tipo de instituciones tienen que confiar a sus hijos a los centros educativos ordinarios, donde pueden experimentar vivencias como la que destacaba Mayte —por desgracia para ella, aislada y siempre siendo la excepción—. Y, pese a que ahora «el centro es sus vidas», ambos no pueden evitar observar de vez en cuando una idea que sobrevuela su cabeza; ese temor a no saber «qué va a ser de ellas» en el momento en el que ellos ya no estén en este mundo está bien presente desde que el médico diagnostica la lesión. Lo confiesa estoicamente Santiago: «Así es la realidad; es duro querer que tu hija muera antes que tú».
Y, aunque le reste importancia afirmando que los padres «no tenemos mérito», la realidad es que adoptan un compromiso firme y realmente duro. Sus hijas también tienen hermanos, con sus proyectos de vida por arrancar o en marcha, pero proyectos de vida al fin y al cabo. Los hermanos de Cristina y Mar también ayudan cuanto pueden para dejarles un mundo más fácil, pero los padres piensan que no pueden «hipotecar» las vidas del resto de sus hijos, que han de ser ellos los que lleven la «pequeña losa» que describía Rosa mientras puedan estar en vida junto a esas «monada de niñas». Y es que, mientras se mantengan al lado, solo piensan en las cosas que «merecen la pena», aquellas que ayuden a que sus hijas se desenvuelvan mejor. Esa es la realidad de las familias que han ligado prácticamente ad infinitum su destino con Avapace.
«Sea el logro que sea, ese subidón que describe como ‘Hostia, ¡lo estoy haciendo!’, consigue generar en el equipo un orgullo constante»
En efecto, el camino de estos padres y madres nunca termina y la adaptación de los entornos a las características de las personas con parálisis cerebral va mucho más allá del centro de día. Mientras Cristina tiene pleno control sobre el movimiento de su cuerpo y la lesión, en este caso, le afecta produciendo una discapacidad intelectual, Mar es uno de tantos casos con problemas motrices. Para empezar, presenta un nivel de espasticidad —rigidez en los músculos— «muy fuerte» y, además, por las dificultades surgidas durante el parto, tiene el nervio óptico muy blanquecino, con los problemas de visión que conlleva.
Adecuar el entorno doméstico se tornó en una obligación para Rosa y el resto de su familia, y una casa de campo se antojaba más fácil de habitar en sus circunstancias que el típico piso de ciudad. Entre lo principal de la obra destacaron la anchura extraordinaria de las puertas para habilitar el paso de la silla de Mar, que toda la estancia se distribuyese en una única planta, ubicar un aseo al lado del dormitorio de su hija y gozar de espacios abiertos, algo «fundamental» para quienes sufren esta condición.
Garantizar las zonas abiertas y el contacto con la luz del sol puede sonar obvio con los estándares de cuidado que presuponemos al siglo XXI. Desgraciadamente, son hoy en día remarcables dada la situación a la que muchos pacientes se vieron abocados en un pasado no muy lejano: el encierro total en sus domicilios ante la imposibilidad de llevarlos a instalaciones como las de Avapace y con el riesgo de sufrir en sus carnes el estigma imperante en aquel momento. Por ello, el trato médico que tienen con los profesionales del centro no se limita únicamente a cuestiones de dieta o movilidad, es decir, a lo meramente físico; también se entrenan la capacidad cognitiva y la gestión emocional. Gozar de luz exterior siempre es positivo a nivel anímico porque, como bien remarcaban sus padres, tienen que lidiar con pensamientos intrusivos si comparan el estado de sus vidas con el de sus allegados. En ocasiones, además, con el plus añadido que supone comunicarse eficazmente.
Jesús y el resto de fisioterapeutas pasan horas en el gimnasio del centro ayudando a que todos puedan ejercitarse. Siempre a partir de las características de cada uno. Algunos, como describe, perfeccionan la bipedestación —sostenerse sobre las dos piernas—; otros, sin embargo, cuentan con sus propias victorias personales, como lograr mover un objeto hasta una posición donde antes no podían o montar en triciclo. Sea el logro que sea, ese subidón que describe como «Hostia, ¡lo estoy haciendo!», consigue generar en el equipo un orgullo constante. También dedican cierto tiempo a la nutrición, pues, como explica la neuróloga Sara Hernández, los problemas de deglución existen y la ingesta calórica oral puede estar amenazada. Incluso son posibles casos de asfixia o «sofocaciones», dada la afectación motriz del individuo. Sin embargo, gracias a la formación específica que reciben de forma continua en el centro, aplicar sus conocimientos médicos en gente como Mar, Cristina o Mayte lo convierte en un trabajo, simplemente, «muy chulo».
Por su parte, Nacho es el único psicólogo del centro, por lo que trabaja con los veintiún usuarios en una labor crucial para su capacidad cognitiva: «A los que le guste escribir, que lo sigan haciendo; los que disfruten hablando, que lo sigan haciendo…». La ruta que sigue se centra en potenciar tanto esta característica como en «impulsar» su salud mental, ya que estas personas son más «vulnerables» a un mal estado anímico, y la frustración que llegan a sentir si no logran comunicar sus emociones lo vuelve todo «muy complejo». Por tanto, la prevención es «fundamental» junto a las familias, que pueden detectar antes comportamientos anómalos, para evitar la «rueda de hámster» del hastío. Como no hay límite de edad para ingresar en el centro, deben ofrecer actividades nuevas cada año que les llenen. Incluso las que ellos propongan. Porque, como explica Nacho, si Mayte o quien sea quiere, por ejemplo, «mejorar su valenciano», nada debería impedírselo.
Y, en efecto, nada se lo impide en esa amplia parcela de Bétera con cincuenta años a sus espaldas luchando por romper la jaula de la parálisis.
* Este artículo se publicó originalmente en el número 92 (junio 2022) de la revista Plaza
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