Sus casas blancas asentadas en la montaña con minúsculas ventanas son la estampa de Berat, una de las ciudades más bonitas de Albania y cuyas callejuelas conducen por siglos de historia
VALÈNCIA. Un viaje en carretera por Albania debe tener una parada en Berat. En mi caso, la descubro casi por casualidad, porque un viajero me la recomendó y decidí seguir sus indicaciones. Al fin y al cabo, los viajes en coche no tienen por qué tener un itinerario marcado y cerrado. Y he de reconocer que el flechazo es casi inminente: miles de casas otomanas de fachada blanca con pequeños ventanales se apilan y escalan en la terraza de la colina donde se fundó la ciudad. Una ciudad dividida por el río Osum, que se me antoja coqueta, misteriosa y en la que tengo una extraña sensación, como si todas esas pequeñas ventanas fueran ojos que me observan y siguen mis pasos casi con la misma curiosidad con la que miro yo hacia esas ventanas. ¿Nos estaremos espiando mutuamente? Quizá es la sensación más próxima que tendré de lo que significa estar en Gran Hermano.
Dicen que Berat es una de las ciudades más bonitas de Albania (es Patrimonio de la Humanidad por la Unesco desde 2008) y también la más antigua del país, ya que los primeros asentamientos datan del siglo VI a. C. Una ciudad que adquirió gran relevancia durante la Edad Media, cuando los otomanos la conquistaron y la utilizaron como punto estratégico para hacerse con el resto del país. Una historia convulsa, pero en la que Berat consiguió mantener el equilibrio de tolerancia entre diferentes comunidades religiosas y étnicas (cristianas, islámicas sunitas y bektashi), un hecho a destacar y más teniendo en cuenta que, durante el comunismo, Albania fue la primera nación del mundo en declararse atea —se prohibieron las religiones—.
Un pasado que iré descubriendo poco a poco y a través de sus tres barrios: Mangalem, Gorica y Kajala, de ahí que Berat sea conocida también como la ciudad de las tres caras. Será mañana, porque se acerca la hora del atardecer y, como es costumbre en Albania, es la hora del xhiro. No es otra cosa que un paseo por la ciudad al terminar la jornada laboral, cuando el sol ya no aprieta tanto. Es el momento de ponerse al día, de desahogarse, de reír y de estirar las piernas; en Barat la avenida escogida es la Bulevardi Republika, repleta de restaurantes y cafeterías. Es curioso ver a grupos de gente charlando y paseando, casi en una especie de ritual. Yo me uno a esa corriente, aunque me desvío para cruzar el puente y dirigirme a una terraza que he visto en la lejanía. El atardecer da paso a la noche y esas casitas blancas muestran aún más su encanto. Ahora entiendo por qué a Berat se la llama la ciudad de las mil ventanas. Con mi cerveza Elbar disfruto del momento, y más, después del trayecto en coche. No quiero presumir, pero conducir por Albania tiene su mérito, pues las carreteras son estrechas, sinuosas y los conductores… digamos que tienen su particular manera de conducir.
Me levanto temprano y decido empezar mi visita por Gorica, el barrio que está al margen derecho del río y construido en piedra en el siglo XVIII. Cruzo el puente y comienzo a subir las empedradas calles, que transcurren junto a casas con jardines adornados por parras y puertas repletas de macetas con plantas. Huele a tostadas y a café recién hecho, y unos lugareños conversan en la puerta de su casa de piedra, disfrutando aún de la calma de la mañana, solo rota por el trajín de un burro cargado de sacos y que me obliga a estrujarme contra la pared para que pueda pasar. Las ventanas y las casas otomanas están al otro lado del río, de ahí que desde aquí se busque la mejor panorámica.
Suenan las campanas, que seguro que hacen las veces de despertador a más de uno. Y es que, tras la conquista otomana, Gorica se convirtió en la zona cristiana, motivo por el cual hay varias iglesias. Es el caso de la iglesia cristiana ortodoxa de San Spiridon, que llama la atención por esa mezcla de estilo bizantino y albanés.
Mi paseo me lleva a cruzar por el puente de Gorica que, originalmente, se construyó de madera (1780), aunque se reconstruyó con piedra en la década de 1920. Hoy, con sus siete arcos, es uno de los puentes otomanos más antiguos de Albania.
Al cruzar el puente, del que se dice que había una mazmorra, regreso al barrio de Magalem, al pie de la colina del castillo y donde se encuentran las casas otomanas. Ahora las tengo de cerca, así que me adentro por sus calles serpenteantes para observarlas mejor. Construidas a finales de los siglos XVIII y XIX, constan de dos plantas: la planta baja, de piedra, y la superior, pintada de blanco, y techos cubiertos con tejas de cerámica roja. Tienen grandes ventanas de madera que, debido a la inclinación de la colina y la construcción cercana de las casas, parecen estar apiladas unas sobre las otras. Por aquel entonces, eran propiedad de los mercaderes, desde cuyas ventanas controlaban en todo momento la llegada de mercancías por el río. De ahí el apodo de la ciudad de las mil ventanas.
Magalem tiene una atmósfera de otro tiempo y, al ser el barrio musulmán, está salpicado de mezquitas. Destaca la mezquita de los Solteros, la mezquita del Rey, una de las más antiguas del país, junto con la mezquita de Plomo, llamada así por sus cúpulas. Pero, en Magalem, también se palpa la armonía de religiones que hubo en el pasado, pues también se encuentra la catedral ortodoxa de San Demetrio, el templo cristiano más importante de Berat, y que la reconoces por sus dos campanarios y una enorme cúpula. Por tanto, caminar por estas calles es una sorpresa continua, pero hay que hacerlo con precaución, porque algunos tramos son muy empinados y el suelo, al estar hecho a base de grandes cantos, resbala. Anótalo para llevar un zapato adecuado o sufrirás.
Subiendo esas empinadas calles se llega al tercer barrio: Kajala, donde se sitúa la fortaleza, que se ha mantenido fiel a su trazado original ilirio (data del siglo IV a. C.). Lo ideal es visitarlo por la tarde, cuando el sol ya no calienta tanto, para que la subida, que es bastante pronunciada, sea algo más llevadera. Además, así se puede disfrutar del atardecer sobre el valle y la ciudad. Ya arriba, después de volver a recuperar el aire, llama la atención que el castillo encierre a una ciudad aún habitada, Kala, que además se trata de una de las pocas ciudades fortificadas del país en la que aún reside gente. De hecho, nada más acceder ves algunas tiendas y un resturante.
La magnitud del castillo se entiende mejor cuando paseas por sus calles y ves los edificios que conforman la ciudadela, que fueron construidos durante el siglo XIII. Sin embargo, es solo una parte de lo que existió, pues en su interior hubo una veintena de iglesias (la mayoría construidas durante el siglo XIII) y hasta una mezquita, para uso de la guarnición musulmana (solo sobreviven unas pocas ruinas y la base del minarete).
En la actualidad, quedan en pie ocho iglesias bizantinas y algunas casi ni se reconocen, pero vagar por las estrechas calles y sus viejos muros de piedra te lleva a imaginar ese pasado. Un paseo que me conduce al museo Onufri, hospedado en la catedral de Santa María, que también sobrevivió a los tiempos del comunismo. En ese paseo, me encuentro con el enorme busto del emperador romano Constantino el Grande y con una grata sorpresa: la iglesia de Santa María de Blanquerna, con unas increíbles pinturas murales del siglo XVI y un suelo decorado por mosaicos. Además, de fondo, suenan cantos bizantinos que te transportan a aquella época y me llevan a un estado de paz y de recogimiento que hacía tiempo que no tenía. Otra de las visitas obligadas en el castillo es la iglesia de San Nicolás, en cuyo interior se encuentra un capitel reutilizado como altar para los servicios de la iglesia (es un elemento de la arquitectura paleocristiana) y la iglesia de la Santísima Trinidad, que sorprende por su estilo bizantino y su ubicación en la ladera de la montaña.
Siguiendo la muralla, en la que hago un tramo por encima de ella para disfrutar de las vistas, llego hasta el mirador del castillo, la parte más alta y desde la que se obtienen vistas de la zona moderna, el monte Tomorr, el barrio de Gorica y el río Osum. Si llegas al atardecer las vistas son aún más mágicas, con ese color rojizo del cielo que contrasta con las tejas de las casas.
Desde aquí busco el camino de vuelta para regresar a Mangalem y visitar la parte baja, a esa gran avenida jalonada por restaurantes y cafeterías. Además, lo hago en la hora del xhiro, así que disfruto aún más de este instante. En ese mimetismo con la gente, recupero fuerzas y me preparo para mañana, que cogeré el coche para partir hacia Himarë y descubrir la ribera albanesa. Pero eso será mañana, porque aún me quedan unas horas para disfrutar de Berat, el gran descubrimiento de Albania por el momento, aunque todavía me falta descubrir Gjirokastër, otra, dicen, de las joyas del país.
Ubicado en la iglesia de la Dormición de la Virgen, en el recinto del castillo, el museo consta de dos partes. Por un lado, está la propia iglesia, que cuenta con obras de madera tallada, como el iconostasio, un púlpito o el trono del Obispo. Además se puede entrar en el santuario que hay tras el iconostasio, con frescos bien conservados y un altar. Por otro lado, está el museo, con numerosos iconos medievales, procedentes de otras iglesias del país (destacan los de Onufri, un famoso pintor del siglo XVI). También hay libros antiguos con las tapas cubiertas de relieves, y un par de crucifijos. La entrada cuesta 400 lek y los lunes está cerrado.
Cómo llegar: Iberia vuela directo desde Madrid a Tirana. Desde Tirana a Berat en coche son unos 120 km, lo que equivale a unas dos horas por las carreteras albanesas. También es posible llegar en autobús desde Tirana (el trayecto es de tres horas).
Cómo moverse: En coche. Albania es un destino que hay que recorrerlo en coche y disfrutar de sus paisajes. Es posible alquilar un vehículo en Tirana.
Moneda: El lek albanés. Un lek equivale a 0,097 euros.
Consejo: En el invierno austral, entre los meses de junio y septiembre.
Web de interés: Lleva efectivo, porque en muchos establecimientos no aceptan las tarjetas de crédito.
* Este artículo se publicó originalmente en el número 114 (abril 2024) de la revista Plaza