"Por primera vez, la embajada de Estados Unidos no está detrás de un golpe de Estado perpetrado en el continente americano". Con distintas derivaciones, este chiste circuló en abundancia por las redes sociales, en referencia al esperpéntico asalto al Capitolio que protagonizaron los seguidores de Donald Trump, convocados por el aún presidente con ese propósito.
Era todo tan ridículo e inusual que nadie podía imaginarse que sucediera algo así. Y, sin embargo, tampoco fue tan sorprendente que la presidencia de Trump tuviera un colofón a la altura de su mandato y del personaje: veíamos a representantes de la América más profunda, freaks que uno pensaba que sólo salían en las películas o series para caricaturizar estereotipos, y no: ahí estaban, en toda su gloria, deparando un inigualable espectáculo, grotesco y también trágico (varios muertos y heridos).
Se ha discutido hasta la saciedad si lo vivido es o no es un golpe de Estado. Depende de la definición que le demos. Por una parte, el presidente del país estaba detrás del asalto al Capitolio, cuyo propósito parecía ser presionar a los congresistas y senadores para que no confirmasen la victoria de Biden en las elecciones presidenciales. Todo ello (un mandatario que subvierte el orden constitucional para perpetuarse en el poder mediante la violencia) se ajusta perfectamente a la definición de lo que es un golpe de Estado y su propósito. Por otra parte, la asonada trumpista ha sido tan ridícula, y sus objetivos han estado tan lejos de cumplirse desde un principio, que parece difícil asociar esto con el clásico pronunciamiento militar, con poderosas instituciones del Estado detrás, que a veces triunfa y que casi siempre implica una violencia más organizada y con resultados más sangrientos que el asalto de los freaks trumpistas al Capitolio.
En todo caso, la discusión me parece estéril. Lo denominemos o no "golpe de Estado", ha sido un intento de subvertir, mediante la violencia, los resultados de unas elecciones. Es decir, lo mismo que lleva haciendo Trump desde que perdió en noviembre, pero ahora con los suyos irrumpiendo violentamente (y con la clara connivencia de los policías encargados de impedírselo) en el poder legislativo estadounidense. Y su principal resultado va a ser el final de la carrera política de Donald Trump.
Hasta el pasado miércoles, existía la posibilidad de que Trump continuase en la carrera presidencial, con vistas a presentarse nuevamente a las elecciones en 2024. Contaba con una sólida base de simpatizantes dispuestos a seguirle contra viento y marea, que en buena medida habían aceptado el marco referencial de "posverdad" en el que Trump se maneja tan cómodamente. "Posverdad" es un término nuevo que, según sus acuñadores, hace referencia a que la verdad depende del punto de vista, pero que también podríamos traducir, con una visión menos posmoderna, como "mentir por sistema". Mentir y confiar en que los suyos se creyeran sus trolas, porque a veces eran medias verdades, a veces se podían apoyar en hechos esporádicos, pero sustancialmente porque, aunque no se sostuvieran en nada, sus seguidores querían creerse las trolas, y se las creían (o hacían como qué).
Pues bien: el miércoles, Trump comprobó que la "posverdad" tiene sus límites. No sólo por el asalto al Capitolio, rechazado por la mitad de sus votantes (y sí, es alucinante que la otra mitad siga apoyándole contra viento y marea, pero lo políticamente relevante es que pierda ese 50% de apoyos). Sino porque a Trump le quedan dos semanas en la presidencia. Su poder se agota, y tras lo sucedido se agotará por completo. Los dirigentes republicanos, muchos de los cuales ya habían comenzado a virar tras el resultado de las elecciones presidenciales, ahora lo harán en medida mucho mayor. Porque, por mucha "posverdad" en que nos movamos, los republicanos difícilmente van a aceptar el liderazgo de un expresidente a quien le esperan todo tipo de pleitos cuando salga de la Casa Blanca: por corrupción; por presionar a los encargados de fiscalizar los resultados electorales en Estados como Georgia para que, según sus palabras, hicieran aflorar unos 12.000 votos que cambiasen el resultado; por un sinfín de irregularidades cometidas durante su presidencia que ahora culminan con su claro papel instigador del asalto del Capitolio. Trump tal vez pueda montar un movimiento político fuera del Partido Republicano, pero dentro es muy poco probable que le dejen seguir mandando dentro. Y, sin la plataforma del Partido Republicano, tendrá poco recorrido.
Hace casi cuarenta años, el hoy unánimemente denostado rey emérito, Juan Carlos de Borbón, tuvo una actuación trascendental para detener otro golpe de Estado, el 23-F, que tenía bastantes cosas en común con la asonada trumpista: el asalto al poder legislativo mediante la violencia y los tintes grotescos y ridículos del asunto. Y, sobre todo, el fracaso de la intentona. Juan Carlos I ganó una legitimidad ese día que le duró el resto de su mandato, y que lo convirtió en un rey muy popular. También le permitió ejercer el verbo favorito de su familia: borbonear de inmediato a los golpistas, muchos de los cuales se movían en torno al monarca y, de hecho, afirmaban haber actuado en su nombre, o al menos en su apoyo.
En Estados Unidos han aprendido, con los años, que borbonear no es algo que tenga por qué ser privativo de los borbones. Así, estamos asistiendo a un espectacular ejercicio de borboneo a Trump por parte de muchos de los que ya le apoyaban, así como un vergonzoso desmarque de última hora de las redes sociales en las que Trump cimentó su poder e influencia a lo largo de estos años, y que ahora (cuando Trump está a punto de abandonar el poder, si es que no le echan antes mediante un impeachment exprés) lloran con lágrimas de cocodrilo por los excesos del presidente exangüe que es preciso combatir censurándole, como lloraron con las mismas lágrimas de cocodrilo durante años para preservar la sagrada libertad de expresión del presidente de Estados Unidos, que entonces mandaba, y mucho. No como ahora. ¡Menudo #borboneo digital!