VALÈNCIA. La calle Comedias es una de mis favoritas. Rara es la vez que no la elijo en mis paseos por València. Me gusta porque es tranquila, pese a estar en el centro, y señorial. Se recorre en sólo 240 pasos, desde la calle del Mar hasta la de la Nave, atravesando la calle de la Paz, la más bonita de la ciudad.
Comedias es sobre todo una calle comercial. Hay tiendas de ropa para caballero y señora, otras de decoración, un botiga de productos gourmet, ópticas, una farmacia y una agencia de viajes; también el caminante encuentra una chocolatería, un restaurante de comida sushi y un hotel con bar, de nombre inglés, frecuentado por turistas rubicundos, altos, sonrosados de tez y ojos azules. El edificio más elegante es el Casino de Agricultura. En la entrada se puede leer: «No se puede acceder al club con camisetas, zapatillas, pantalones vaqueros o short». Es decir, el 90% de la población tiene vetada la entrada, y la práctica totalidad de los usuarios del metro.
Pero lo que verdaderamente me atrae de esta calle es la zapatería Adsuara, fundada en 1886. Es uno de los comercios más antiguos de València. ¡Bravo por ellos! La tienda está especializada en calzado de caballero, de un nivel medio-alto. La última vez me compré un par de zapatos de Yoan. Me costaron 109 euros, dinero que di por bien empleado.
Me gusta hablar con los dependientes de las tiendas. Casi todos cuentan la misma historia de acoso al que se ven sometidos por la competencia del comercio digital, mientras los que dicen defenderlos —políticos sin alma— miran hacia otro lado. El diligente vendedor de Adsuara me confirmó la desaparición de muchas fábricas como consecuencia del cambio de hábitos y el empobrecimiento de la clientela. Las zapatillas deportivas han arrinconado a los zapatos clásicos.
Salí satisfecho de Adsuara. Había comprado unos buenos zapatos para calzar en ocasiones especiales. Como carezco de vicios conocidos, mis caprichos se me van en libros, ropa, calzado y complementos. Apenas viajo. Intento cuidar mi mente y mi apariencia física. Sigo el consejo de mi querida madre que, al verme llegar a casa, me decía: «¡Hijo, no vayas hecho un adán!».
En la vida hay un tiempo para aprender y otro para desaprender. Yo ya estoy en lo segundo. He aprendido los rudimentos de la decepción y, como consecuencia de ello, he abrazado dos causas que considero legítimas: las del escepticismo y la indiferencia ante casi todo lo que me rodea.
Llevaba razón el conde de Buffon: el estilo es el hombre. Este estilo nada tiene que ver con la chatarra ideológica que nos inculcan en la familia y en la escuela, y después difunden los medios de comunicación. Todo ese cuento de derechas e izquierdas para bobos. Cualquier ideología es la coartada de unos vivales para enriquecerse a costa de la ingenuidad de una mayoría. La única división aceptable es la de Camus: el mundo se divide entre los que hacen la historia y los que la sufren. Yo pertenezco a los segundos.
Depositadas las ideologías en el cubo de la basura, me queda claro que un hombre o una mujer es su forma de vestir, el calzado con el que pisa el trabajo y el supermercado, el reloj que oculta la muñeca, su perfume y el corte de pelo. Con este dandismo cotidiano, algunos nos defendemos de las calamidades cotidianas. Frente a los engaños de los que aspiran a manejar nuestras vidas, cabe oponer la resistencia de una camisa blanca y bien planchada, cien por cien algodón, rematada con un cuello duro, fácil de conjuntar con cualquier traje o americana. Si algún día hemos de morir, que sea una tarde de otoño, en la plaza Mayor de Trujillo, vestidos con camisa blanca, blazer azul marino y pantalón gris marengo con la raya bien marcada. El calzado será cuestión de ir pensándolo.
* Este artículo se publicó originalmente en el número 122 (diciembre 2024) de la revista Plaza