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el callejero

¿Cómo fue ser un niño negro en los 70?

Foto: KIKE TABERNER
20/06/2021 - 

VALÈNCIA. Un perro de esos con el cuello como un cañón, uno de esos chuchos que dan miedo, ladra y aúlla, como intentando llamar la atención y dar pena, dentro de una jaula. Julio lo ha encerrado por la visita. Los dos están nerviosos. Él tiene ganas de contar cosas, de abrir su corazón, de ser sincero, y eso tiene una factura emocional. La casa, en el corazón de la Calderona, rodeada de naturaleza, huele a incienso. Julio coge una botella de la nevera y sirve un batido hecho con pomelo, jengibre y piña. Luego saca unos sillones al jardín, los coloca debajo de un árbol, una falsa pimienta, y nos regala una pulsera. Entonces se sienta, cruza las piernas y dice: “Cuando quieras”.

La fecha de esta entrevista no es casual. Julio Lorenzo ha elegido el 14 de junio, el día de su cumpleaños, el día que alcanza los cincuenta años. Ha llegado al medio siglo tras enderezar el rumbo. Antes, anduvo muchos años, demasiados, a la deriva. Y el origen de todos esos años de dolor puede estar en su confuso origen. Porque Julio es negro y es adoptado. Y le tocó ser un niño negro en los años 70, cuando en València un negro era algo tan exótico como un tigre albino.

Un día, siendo un chaval, fue a los Dominicos, donde estudiaba su primo Carlos, y cuando entró en el patio, se hizo el silencio. Los niños se quedaron sin habla, como si hubieran visto una aurora boreal por primera vez. “Pues esto era mi día a día”, concede sin aparente acritud.

Pero también estaba lo de ser adoptado. “Mi padre me sentó un día, con siete u ocho años, y me dijo que quería contarme una cosa, que era un niño adoptado. Y yo pensé que llevaba años sabiéndolo porque se lo escuchaba a los otros niños y a los otros padres. Yo me enteré por la sociedad que, desde que era muy pequeño, me repetía: ‘Tú eres adoptado’. O cuando te preguntaban de dónde eras, decías que de València y entonces te soltaban: ‘Hombre, ya, pero con ese color…’. Y, en realidad, me lo siguen diciendo”.

No se percibe rencor. Al menos no ahora, a los cincuenta recién estrenados. “No sé si soy feliz. Pero para mí hay un valor que es más importante que la felicidad, que es efímera; el valor que persigo es estar en paz. No siempre lo consigo, pero cuando ocurre eso, hago un trabajo introspectivo para ver qué pasa y volver a ese estado de paz y de calma. Hoy estoy un poco nervioso, pero quiero que esto sea una especie de un homenaje que, de forma consciente, yo le rindo a mis padres, por todo lo que me dieron y que en su momento no valoré y no me di cuenta”.

Su padre, Julio, murió en 2001 y su madre, Pepa, en 2011. Julio ha perdido a sus padres, no tiene hermanos, ni hijos.

Su padre le contó que su padre biológico era negro y su madre, blanca. Y poco más. Ahí se perdía el rastro. Y aunque Julio decía que no quería saber nada, eso siempre estuvo ahí latente hasta que hace unos años, en 2006, logró averiguar que su madre biológica vivía en Puçol. Allí descubrió que la historia, igual para dificultarle la investigación si le daba por ahí, era al revés: su madre es la de raza negra. Ese día, después de darle las gracias por haberle dado la vida, después de escuchar que ella solo intentó brindarle una vida mejor después de un embarazo, mujer muy joven en un pueblo muy pequeño, en el que la obligaron a esconderse, él entendió que no era tan importante.

“Aquello me hizo un clic y empecé a estar más tranquilo. Quieras que no esto siempre fue una pieza que estuvo por ahí suelta. Te sientes rechazado y piensas que tu madre no te quiso y por qué te abandonó…”, explica. Pero le calmó conocer a su madre y poder hacerle esas preguntas que siempre cargó a la espalda junto al racismo, sus fantasmas y sus debilidades.

Los insultos a sus padres

Ser un niño negro en la València de los 70 fue algo incómodo. Tampoco ser sus padres adoptivos. “Entonces no había negros en València. Yo he visto cómo insultaban a mi madre. No te lo voy a reproducir, pero le chillaban cosas muy desagradables. Y a mi padre, en el trabajo, le preguntaban cómo se atrevía a tener a un niño que, decían, era menos inteligente que los demás. Hubo amigos que les dejaron de hablar…”.

Su padre, en el afán por proteger a su niño, cometió un error con una lección que le dio para toda su vida: “Hijo, pase lo que pase, a ti siempre te van a señalar con el dedo. Por eso tú siempre tienes que ir impecable y ser intachable”. Aquel disfraz servía para distraer la maldad en la sociedad clasista en la que vivía. Julio creció en una familia de clase alta y eso allanó el camino, pero no lo hizo más sencillo. “Aquello hizo que no pudiera ser yo. Siempre tenía que estar pendiente de lo que hacía. No me podía expresar. Y yo no soy lo que tengo, o lo que me dieron mis padres, yo soy lo que soy”.

Su fortaleza física sofocó cualquier tipo de acoso escolar por el color de su piel. Los crueles se atrevían con el gordo, el gafotas y la pecosa, pero no con el negro si el negro era el más fuerte de la clase. Sin saberlo, la genética, la huella de su madre biológica, sus raíces, le salvó del ‘bullying’.

Pero después de la infancia vino la adolescencia. Y la pubertad en la efervescente València de los 80 podía ser explosiva. “Era la época de los jóvenes pero sobradamente preparados, de los ejecutivos y toda esa dinámica del querer más y más. Eso me trajo una frustración vital tremenda. Yo era tremendamente infeliz porque estaba siempre aparentando”, reconoce.

Julio va destapando las cartas de su vida. Se va poniendo intenso. A ratos se emociona. Otras se queda pensativo. Quiere elegir bien las palabras. Hay personas que le juzgan y no quiere cometer errores. Aunque ahora vive en paz. “Yo viví con mucha confusión hasta que hace cuatro años mi vida hizo crack, afortunadamente, y empecé a ser yo, a vivir tranquilo y a buscar la paz”.

Su curiosidad ante el racismo

Ya ha dejado de angustiarle lo que provoca el color de su piel, como que algunas mujeres, y eso es algo que sucedía en los 80 y ahora, agarren el bolso con fuerza cuando se cruzan con él. “¿Cómo vas a ser feliz así?”. Pero antes llegaron los 80 y la adolescencia en la que sufrió “una fractura psicológica tremenda”. Entonces brotó la rebeldía, pero hacia dentro. “En aquella época empecé a atentar contra mi vida; es decir, empecé a tontear con sustancias, a separarme mucho de la familia. Era rebelde pero cobarde con la gente que tenía cerca y conmigo. Hice eso en vez de enfrentarme y decir: soy yo y soy así, Pero siempre me han dan dicho que no levantara la voz y que no destacara. Eso marca mi vida. Soy social pero me voy separando de grupos. Busco mi espacio, pero un espacio donde no estoy bien”. 

Los años van despertando también su curiosidad. Investiga sobre el racismo, la II Guerra Mundial y por qué pasan ciertas cosas… Viajó varias veces a Auschwitz en busca de respuestas. Julio sufría, pero la gente no paraba de repetirle que, como sus padres tenían mucho dinero, era un afortunado. “Y tener dinero no da la felicidad. Sufrí mucho esos años. Y también he hecho sufrir, pero no de forma consciente. Cuando tú sufres y estás mal, te da todo lo mismo. Estuve tentado de quitarme la vida”.

Hace un silencio.

Se queda mirando al suelo.

Luego levanta la cabeza y rectifica. “Bueno, no, No estuve tentado de quitarme la vida, lo intenté. Fue un toque de atención, pero cuando alguien llega a un extremo… La gente te pregunta “tío, ¿por qué haces eso?”, pero hay que estar en el infierno para entenderlo”.

Explica que es muy complicado recibir ayuda cuando estás así. Porque sí, puede haber gente dispuesta a echarte una mano, pero no todos saben después cómo levantarte. “Tienes que haber estado también en el infierno. O al menos entenderlo y no juzgar”.

Julio Lorenzo anduvo perdido desde la adolescencia hasta los 45 años. Mucho tiempo. Aunque también hubo buenos momentos. Muchos se los dio el deporte. Un domingo por la mañana, en el invierno de 1992, estaba en el parking de Puzzle. Eran los tiempos de las mañanas con las pupilas dilatadas, con más ritmo que sueño, salidas que empezaban un viernes y acababan un domingo. Pero mientras charlaba con un amigo apoyado en un coche, pasó una furgoneta por la carretera anunciando que el siguiente domingo se iba a disputar el Maratón Popular de Valencia. Julio lo escuchó, se giró hacia su colega y le dijo: “Yo voy a correr esa carrera”.

La corrió y la acabó con mucho sufrimiento en algo menos de cinco horas. Al menos avivó su afición por correr. Y cuando corría, estaba bien. “Julito, cuando te veo correr es que todo está bien”, le decía Pepa, su madre, cada vez que le veía llegar a casa después de quemar por los caminos mucha de esa energía sobrante.

Pero las sombras siempre estaban al acecho y antes o después volvía a subirse al carrusel. “Estuve perdido hasta hace cinco años. Esos años también tuvieron momentos buenos y yo creo que fue agradable estar conmigo, ¿pero qué pasaba conmigo, con la violencia que tenía contra mí y contra las injusticias? Pues por eso me agredía. Por eso prefiero la paz a la felicidad. Y fue así hasta que se produjo un clic”.

Julio se levanta otra vez, se pone tieso y explica el suceso que cambió su vida. “Cometí un error muy importante y por su culpa me vi en un determinado sitio, tocando fondo. Pero, de repente, un rayo me traspasa y me purifica. Siento que ya no más… Ya no más de esa basura que llevaba. Y desde entonces soy otra persona. Literal. Eso fue así. Me desprogramo. Caen todos los valores de mierda que tenía, de capitalismo, de consumismo, de aparentar, de todo lo que me había regido, y conecto con mi esencia y aprovecho las cartas que me da la vida para intentar devolver todo y agradecer todo lo que he recibido”.

El mensaje de Nacho Cano que le caló

Un día, escuchando una entrevista con Nacho Cano, uno de los integrantes de Mecano, le escuchó decir que la destrucción siempre está ahí, al torcer la esquina, pero que afortunadamente había conocido el budismo. “A partir de ahí empecé a investigar, estuve en un centro budista y aprendí muchas cosas: el respeto hacia los demás, hacia la creación, la atención mental… Y ahí empezó todo”. Pasó por Luz Serena, un templo zen que hay cerca de Requena, y aprendió a vivir el presente. A estar en lo que estás. “No abrazo ninguna religión, pero sí que me quedo con cosas que a mí me funcionan. Como que hay sombra porque hay luz, que somos las dos cosas y que ahora estoy más en luz porque he estado mucho tiempo en sombra”.

En la Calderona ha cambiado sus hábitos. Vive a otro ritmo. Se levanta a las cinco de la mañana. Hace meditación, unos ejercicios y se va a dar una vuelta por el monte. A las once ya está comiendo y a las cinco de la tarde, cenando. A las ocho o las ocho y media se va a dormir. Un día, en un de esos paseos matutinos, pensando en que el movimiento le da luz, encontró el nombre para la asociación que ahora ocupa su vida y con la que pretende iluminar, ayudar, a los que están pasando por los tramos tan oscuros que él conoce bien. ‘Pasos por luz’ ya tiene un año y es la creación de Julio Lorenzo con unos amigos.

Julio sigue en movimiento. Sin el ansia de otros tiempos, cuando los maratones y triatlones, cuando aquel Ironman salvaje. Se quitó el cronómetro y el dorsal, pero sigue corriendo porque, dice, es el mejor tributo a su madre, que era feliz cuando le veía correr por aquello de que cuando estaba corriendo, estaba bien.

Su aspecto, como si en vez de 50 hubiera cumplido muchos menos, es el de un atleta. Los paseos por la montaña, por las laderas de la sierra Calderona donde conecta con la naturaleza, le mantienen en forma. Le permiten también estar en paz y en paz se despide mientras vuelve caminando hacia su casa, dando pasos, buscando la luz.

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