VALÈNCIA. Siempre era Cris quien llamaba. Nunca me dio su teléfono. Aquellas conversaciones con una desconocida disparaban mi libido. Todos los días tardeaba en el estudio esperando que el teléfono sonara. Lo necesitaba, deseaba que llamara, y contarle y que me contara. Ojalá aquella locura no terminara. Hablando de mis cosas con una desconocida encontraba un estímulo que acababa en tacatá. Nunca era suficiente. Esas llamadas me daban la vida ¡y el deseo de vivirla!
Así que le pedí que nos viéramos, que me gustaría mirarla, que me gustaría tocarla. Arriesgué y aceptó. Quedamos en el Café Madrid, arriba, en la mesa que había junto al Picasso, impaciente y con dudas de si aparecería. Y apareció.
¡Pum pum joder, cómo me gustó! ¡Aquello no fue un hola qué tal! Ella treinta y pocos y yo ventilargos. Ella de vuelta de todo y yo apenas por estrenar. No paramos de hablar y reír mientras bebíamos. ¡Aquello fue un qué bien me siento cuando lo que sea pero a partir de ahora contigo! Me dijo que estaba casada y aburrida. No lo quise comprobar, así que optamos por mi casa y tacatá.
Siguió llamándome. Quedábamos en mi casa. Nunca supe dónde estaba la suya. Por entonces yo me movía en Vespino. Ella conducía pero no tenía coche, y yo ni coche ni carnet. Volvía a llamar, aparecía y tacatá. Llamaba un taxi, desaparecía, y yo a esperar. Y volvía a llamar. Y nos veíamos en mi casa y tacatá.
A veces dábamos una vuelta. Una vez me llevó al Hemi, un pub en Gaspar Aguilar, calle que yo no sabía ni dónde estaba. Era una mezcla de casal fallero y puticlú de carretera nacional con suelo ajedrezado, mesas redondas imitando mármol y sillas de tubo tipo Thonet con reposaculo de rejilla y todo de metal. La cosa estaba en que tenían karaoke, en aquel tiempo una novedad. Un trasto que ayuda a mal cantar haciendo el ridículo, mientras unos espectadores a los que les importas un pepito se parten el culo. Me tocó tragar con Gavilán o paloma y Un velero llamado Libertad. No me gusta cantar ni le pongo interés, y peor llevo lo de bailar. La gente que lo hace me cae mal. Ya le dije, soy más de tacatá.
Fuimos al cine. La convencí para ver El ejército de las tinieblas en el Serrano. Todo bien. También la llevé a ver Saló y los 120 días de Sodoma, en un ciclo de Passolini que ponían en la Fundación de la Caja de Ahorros. Todo mal, no le gustó nada, pero volvió a llamar. Otro día me llevó al Burbujas Nigh Club, un club de intercambio de parejas que estaba por la calle Asturias. Gogós, strippers, pornstars, descontrol y todo regular (ya lo contaré). Se vengó.
Día de visita a la catedral. Siempre me pareció un lugar tétrico y de mal rollo, con ese olor a gimnasio perfumado que se pega en los pulmones, donde la temperatura es lo único ideal. Me llevó a ver el brazo incorrupto de Sant Vicent. Momento surrealista. Nos arrodillamos y nos casábamos, en la salud y la pobreza, la enfermedad y la riqueza, y el mal y arriba y el bien y yo que sé qué zarandajas más. Cris estaba como un cencerro y yo, enamorado como un becerro. Un señor oscuro y sudoroso nos invitó al respeto y a abandonar el lugar. Y nos fuimos a tacatá.
Y llegó el verano y dejó de llamar. Y tampoco lo hizo en otoño, ni en invierno, ni nunca más. Nunca pude llamarla ni supe dónde vivía. Cris, han pasado muchos años, pero si lees esto, ¡me gustaría que volvieras a llamar!
* Este artículo se publicó originalmente en el número 120 (octubre 2024) de la revista Plaza
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