VALÈNCIA. Son excepcionales los casos de óperas cuyo libreto trate el tema del arte aun de forma tangencial: los dramas humanos suelen tener como telón fondo más un contexto de tipo histórico, mitológico o costumbrista según autores y épocas. No es habitual hallar en la ópera eso que se viene a definir como “el arte dentro del arte”. Quizás uno de los ejemplos más célebres sea el de Tosca, la obra maestra de Giacomo Puccini, que inicia su acción en la iglesia barroca de Santa María Della Valle, y por la circunstancia de que uno de los tres protagonistas es un pintor de nombre Mario Cavaradossi en la Roma del siglo XVIII. El libreto de Illica y Giacosa lo sitúan en su inicio en la citada iglesia pintando un cuadro de María Magdalena, para cuyo rostro se ha inspirado en Floria Tosca. A partir, como decía, de ahí, la idea de introducir el mundo del arte en los libretos operísticos una rareza, aunque hay vidas de artistas que darían para un drama escénico. La ópera de Paul Hindemith “Matías el pintor” (1938) (Mathis der maler) nos cuenta la vida del gran pintor alemán del siglo XVI Matthias Grünewald, de alguna forma lejano (en el tiempo) precursor del expresionismo del siglo XX. Hindemith, artista perseguido en la Alemania nazi emplea esta obra para expresarse viéndose en la vida del pintor manierista como un reflejo de su propia vida como músico en aquellos tiempos de represión. Una ópera anterior a estas dos y más centrada en el mundo de los artistas es Benvenuto Cellini (1838) de Héctor Berlioz, cuyo protagonista es el posiblemente más célebre orfebre del siglo XVI. Una obra en la que el amor y los celos en el arte son el hilo conductor de esta ópera del célebre y revolucionario compositor francés. Hay que bucear en repertorio menos frecuente para encontrar otros casos.
Otra cosa bien distinta es el del acercamiento de artistas plásticos a la escenografía operística o al ballet. Por regla general esta colaboración se centra en la configuración del escenario (elaboración de telones o idea visual del mismo) o en el vestuario. Es a principios de siglo, coincidiendo con las Vanguardias europeas, cuando se produce un sensible incremento de esta colaboración por la cantidad pero también por los nombres. Es cierto que el trabajo escenográfico ha consistido siempre en un trabajo que va entre lo artesanal y lo artístico, más cuando durante el siglo XIX y buena parte del XX ha consistido en la elaboración de telones de espectaculares efectos a través de la pintura. El catalán Josep Mestres Cabanes (1898 - 1990) fue uno de los grandes maestros españoles de este peculiar arte, antes de que la tecnología (digital y de maquinaria) diera la oportunidad de recrear, escenarios virtuales y físicos espectaculares. La pintura de telones por medio del trampantojo lograba crear con un realismo sorprendente-en ocasiones también con una buena dosis de un encantador kitsch- de crear la fantasía de trasladar al espectador al Antiguo Egipto (Aida), al Pekín medieval (Turandot) o a la Sevilla del siglo XVI (Don Giovanni).
Con una idea alejada de este realismo, y por tanto sirviéndose de propuestas artísticas alternativas, algunos de los artistas más importantes del siglo XX fieles a los movimientos que promovieron o en los que se hallaban instalados, se fueron aproximando a la recreación personal de escenografías. Son ya un clásico los decorados de Pablo Picasso para el Ballet Parade con coreografía de Diaghilev con música de Erik Satie y el escenario de Jean Cocteau del año 191-17. Ya el la segunda mitad de siglo destacan los coloristas decorados del gran pintor inglés David Hockney para obra como La flauta mágica de Mozart, The Rake´s Progress de Stravinsky en 1975, Turandot de Puccini en 1990 o Tristan e Isolda de Richard Wagner en 1986. Obviamente un estudio mínimamente profundo de este tema daría para un volumen.
En el panorama español de las últimas décadas, el caso más llamativo ha sido el de las internacionalmente aplaudidas escenografías del artista recientemente fallecido Eduardo Arroyo. De hecho su trabajo para la escena ha sido una de las disciplinas que ha trabajado en buena parte de su carrera con hitos en su carrera junto al director de escena alemán Klaus Michael Grüber, con montajes especialmente recordados como La casa de los muertos, de Janácek, para la Ópera de la Bastilla de París (2005), Tristán e Isolda para el festival de Salzburgo, así como Wozzek de Berg, Aida o Don Giovanni.
Hay que decir, finalmente, que las escenografías suelen ser plasmadas por sus autores, con carácter previo, en bocetos que recogen la “idea” del artista y que suelen ser pintados en acuarela. Como tales, por su formato, suelen ser pequeñas obras de arte que en ocasiones aparecen en el mercado del arte, aunque de forma excepcional porque en su mayoría están a buen recaudo de los teatros o instituciones que contrataron la producción.
A los conciertos de música clásica en los auditorios y teatros se asiste, en términos generales, en iguales condiciones que como se hacía hace un siglo, sin embargo, fuera de estos espacios la tecnología ha revolucionado el mundo. Hoy en día la experiencia de asistir a un concierto desde casa, si bien en ciertos aspectos no puede igualarse al directo (principalmente en lo que al sonido se refiere) en otros y que tienen que ver más con la imagen la experiencia es, superior y novedosa. La retransmisión a través de medios de reproducción audiovisual es visualmente una experiencia cada vez más completa. No digo que hubiera de llevarse a cabo una revolución total sobre la forma de presentar los conciertos, y dar por claudicado el modelo que todavía se impone, pero creo que en los programas de abono debería pensarse en incluirse conciertos en formatos diferentes y ahí es cuando el arte entra en liza. Como ejemplo meramente ilustrativo, hay una grabación de la Quinta sinfonía de Jean Sibelius dirigida por el gran director finés Esa Pekka Salonen al frente de la orquesta de la Radio Sueca en el que en un gran clímax orquestal del último movimiento se proyecta sobre el fondo una obra del gran pintor inglés J. M. W. Turner, que recoge uno de sus cegadores crepúsculos, produciendo un efecto realmente grandioso sin caer en lo efectista, relamido o lo cursi y sin, pienso, alterar la experiencia musical. Creo, sinceramente, y también con la intención de buscar nuevos públicos que no es ninguna ocurrencia que en ocasiones se pueda fusionar el arte visual con el sonoro mediante la proyección de obras de arte que de alguna forma amplíen el efecto que nos produce la música y viceversa.