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 en portada / DANIEL MONZÓN

«Los chavales están haciendo carreras y másteres para acabar en Glovo»

Afincado en València desde los siete años, la vida de Daniel Monzón comenzó realmente cuando se enamoró de King Kong. Ese día descubrió que quería hacer cine. Se fue a Madrid para conseguir su sueño pero solo fue un hasta luego 

| 19/10/2021 | 13 min, 59 seg

VALÈNCIA.- Nos confía DAniel Monzón (Palma de Mallorca, 1968), a modo de metáfora, que desde los ocho años vive atrapado en una isla perdida en algún lugar del océano Índico, la Isla de la Calavera. A tan corta edad, su abuela lo llevó a un cineclub de vecinos en la Finca Roja donde habían programado King Kong (Merian C. Cooper, Ernest B. Schoedsack, 1933). De aquella tarde indeleble recuerda las sillas de tijera de madera y la sábana blanca sobre la que se proyectaron las desventuras del simio. «Me atrapó como una aspiradora. Me identifiqué con el gorila: quería coger a la chica, luchar contra los diplodocus, trepar por los edificios… Fue como una epifanía. No sabía qué era aquello, pero decidí que iba a dedicarme a ese oficio de por vida. El cine me obsesionó». Así, cada vez que el guionista y director aterriza en Nueva York, procede a su particular viacrucis hasta la cima del Empire State, desde el que Kong se precipitaba al vacío, no sin antes estrujar algunos aviones militares.

Según compartía con Plaza, desde la exposición Los exilios de Renau del IVAM,  en el pasado Festival de San Sebatián, el realizador afincado en Rocafort se acerca al cine en una actitud de agradecimiento: «Ruedo para devolverle a este arte todo lo que me ha dado. Ojalá pueda aportar a los espectadores siquiera un momento de entretenimiento». 

Por ahora, ha aportado seis. De la mano de Monzón, el público se ha trasladado a la cripta de una secta (El corazón del guerrero, 2000), asistido al hurto de un Picasso en el Museo Reina Sofía (El robo más grande jamás contado, 2002), visitado las cuevas del Drach (La caja Kovak, 2006), internado en una prisión (Celda 211, 2009), vibrado a bordo de una barca de narcotraficantes en el estrecho de Gibraltar (El niño, 2014) y viajado en un crucero (Yucatán, 2018). 

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—El periodista y escritor valenciano Carlos Aimeur afirma que cada vez que alguien dice que eres mallorquín, en Rocafort se muere un gatito.

— (Carcajadas) Soy valenciano de adopción. Voy regularmente a la isla y es mi espacio mítico de la niñez, así que lo tengo idealizado, pero mi educación sentimental tuvo lugar en València, donde viví hasta los diecinueve años, cuando me fui a Madrid a tratar de hacer cine sí o sí. Pero esta región está en mi ADN. Tengo espíritu fallero.

— ¿En qué sentido?

— En mi amor por el bullicio y el ruido. En todas mis películas hay un uso expresivo del sonido y de la música. Nunca fui un chaval de ir a mascletaes, pero los castillos de fuegos artificiales me encantaban. De modo que late en mí ese sentido de lo monumental. Mi segunda película era El robo más grande jamás contado, donde el protagonista, un ladrón interpretado por Antonio Resines, intentaba hacer algo que pasara a la posteridad, y acababa robando El Guernica. En eso me puedo sentir fallero. Nunca he pertenecido a un casal, pero eso de ver un monumento enorme que luego se quema tiene que ver con la grandeza de hacer películas y entregárselas luego al público.

— Tus inicios como director fueron con un proyector de cine para niños marca NIC.

— (Risas) Sí. También tuve Cinexin. Tenía ocho años. Dibujé una versión de King Kong con dibujitos. Hice doce partes y se las pasaba a mis vecinos de escalera. Hacía efectos especiales (imita el rugido del gorila), incluía música… Mi padre es muy cinéfilo y tenía muchos libros. Después de ver King Kong busqué fotogramas entre las publicaciones que había en casa y era capaz de quedarme mirándolas durante horas. Así descubrí que había más películas y empecé a inventarme las mías propias. Cuando ponían en la tele o en la Filmoteca de la calle Quart [se refiere al mítico Valencia Cinema] todas aquellas de las que había fotografías en los libros de mi padre, le pedía ir a verlas y contrastaba lo que yo me había imaginado. A veces me gustaban más las mías.

«Nunca he pertenecido a un casal, pero ver un monumento enorme que luego se quema tiene que ver con la grandeza de hacer películas y entregárselas luego al público»

— ¿Alguna vez piensas que puede haber críos que se inicien en el cine a través de tus películas? 

— A veces pienso que en este momento alguien puede estar viendo Yucatán o El niño, viviendo en ese universo sembrado por mí, y me hace muy feliz. Vienes a este mundo a contribuir, a aportar con aquello que se te da bien. Por suerte, he comprobado que muchas de mis propuestas han conectado con la gente. Yo me conformo si dejo por el camino algo que pueda sumar tanto como lo que me ha aportado el cine. 

— ¿Recuerdas tu primer rodaje?

— Sí, me sentí tan realizado que me salía la adrenalina por los poros. El día de mi debut no pude dormir en toda la noche. Cada película para mí es una aventura: me introduzco en ella y trato de disfrutarla intensamente. Cuando era pequeño, me di cuenta de que no me gustaba nada la idea de vivir una sola vida. De pronto descubrí el cine, que me apasionó, porque era mi manera de poder vivir varias. Y en ello estoy.

— Previamente fuiste crítico en Fotogramas y subdirector en Días de cine. ¿Temiste quedarte atrapado en el periodismo cinematográfico?

— Empecé a escribir porque tenía la necesidad de expresarme. Cuando vivía en València, mi padre tenía muchas revistas francesas de crítica de cine. Como no le cabían en su despacho, guardaba muchas en mi habitación. Todas las noches cogía una y me la leía. Así aprendí a leer francés y de crítica de cine. En aquella época no existía la disponibilidad de medios que hay ahora, que con un móvil puedes rodar una película. Lo que yo tenía era un tomavistas de Súper 8. Rodar dos minutos significaba estar ahorrando cuatro o cinco meses. En València publiqué artículos en revistas universitarias y fanzines, y cuando llegué a Madrid, ni corto ni perezoso, me fui a Fotogramas. En vez de mandarme a la calle me invitaron a participar en la revista haciendo entrevistas, yendo a rodajes y a festivales, y más adelante, escribiendo crítica. Fue una escuela maravillosa. 

— ¿Los entrevistabas como periodista o como fan?

— Como alguien que quería sacarles todos los secretos. Gracias a mi trabajo posterior en Días de cine pude hablar con Roman Polanski, William Friedkin, John Carpenter, George Miller, Woody Allen… y de los españoles, con Carlos Saura, Fernando Trueba, Álex de la Iglesia… Aquella experiencia en la televisión me ayudó a dirigir a un equipo de gente y a montar mis propios reportajes. Pero al acercarme a los treinta años, llegó un momento en que lo dejé todo para hacer cine. 

Su nueva película, la adaptación de la novela homónima de Javier Cercas Las leyes de la frontera, sumerge a la audiencia en la Girona de los años setenta. En las calles de su barrio chino, frecuentadas por drogadictos, prostitutas y demás fauna marginal, el thriller social y el amor iniciático se amanceban en un tributo al cine quinqui facturado en los ochenta por José Antonio de la Loma y Eloy de la Iglesia. Es, por tanto, su primera película de época. «He de decirte que como mucha gente ha vivido este periodo histórico y lo recuerda, trasladar a los espectadores a 1978 ha sido más complicado que recrear la Edad Media».


— ¿Eras carne de recreativos?

— Yo era más de los que miraba que de los que jugaba, aunque a veces me aventuraba. 

— ¿Cuál era tu pasatiempo favorito?

— Jugué bastante a los petacos, pero en el futbolín era bastante bueno como portero y defensa. Todavía se me da muy bien.

— ¿Tuviste una Vespino?

— No, pero quise conducir muy pronto y mi primer coche fue un 1430, el del Torete. Esto es, el quinqui por excelencia, porque era muy fácil de robar y hacer el puente. De hecho, a mí me lo robaron más de una vez. Lo conduje durante años. Mi padre me enseñó a conducir antes de los dieciocho y fué cumplirlos y sacarme el carné. 

—  ¿Tenías, como tu protagonista, apodo de adolescente?

— La verdad es que no, porque no me pasé al otro lado... No obstante, comparto bastantes cosas con Gafitas [el personaje que interpreta Nacho Ruiz en la película]. Las ganas, en la pubertad, de saltarme las convenciones, vivir una aventura y enamorarme hasta las patas. Como mi protagonista, tanto en Mallorca, donde nací, como en València, a la que mis padres se mudaron cuando yo tenía siete años; viví al final de la ciudad, al borde de los descampados, donde merodeaban los quinquis. En València, en concreto, por la calle Bachiller y la avenida Primado Reig, donde todo era huerta. Recuerdo un cementerio de coches. Desde mi habitación veía a los quinquis, que me provocaban una mezcla de temor y fascinación. Me atracaron más de una vez. 

— ¿No te hiciste amigo de ninguno de ellos para evitar problemas?

— El primer día de un curso coincidí con uno de los que me habían atracado. Se me acercó y me preguntó si me conocía de algo, pero yo me hice el despistado. Duró una semana en el centro, pero nos hicimos colegas. Me dio un salvoconducto para cuando fuera a Orriols, de modo que un día que iba al cine Concord y me intentaron atracar en el descampado, dije que era amigo del Porro de Barona y me invitaron a cerveza y a fumar canutos. Te cruzabas constantemente con los quinquis. Siempre tuve simpatía hacia esas personas que se buscaban la vida como podían. 

— Eran el reverso de la Transición. 

— Exactamente. España celebraba la democracia y haber dejado atrás el franquismo. Había una ilusión de libertad y de que todo iba bien, pero la cara B de ese disco lo componían la cantidad de familias arracimadas en los arrabales de las grandes urbes cuyos hijos veían una fiesta a la que no estaban invitados, así que se la tomaban a las bravas. Robaban coches, atracaban bancos, hacían tirones y trataban de disfrutar. Desesperanzados, vivían muy deprisa y morían muy deprisa.

— La película invita a cruzar la frontera. ¿Es tu manera de instar a la sociedad actual a superar los prejuicios, conociendo al otro?

— Ni más ni menos. Efectivamente. También tiene algo que ver con Celda 211, sobre un hombre que se hace pasar por un preso en la cárcel por el temor a que acaben con él y acaba descubriendo más nobleza en Malamadre que en los que supuestamente vigilan la ley. Aquí, lo que Gafitas recibe de su clase es escarnio y la familia que uno busca cuando es adolescente, la descubre al otro lado. La película invita a cruzar la frontera y conocer al otro. Tiene aroma de western ibérico (risas), pero habla de ese determinismo de la sociedad, por el que, según dónde has nacido, según cuál es tu cuna, puede verse  hasta con simpatía el desliz que cometas; pero del otro lado de la frontera, tu destino es un agujero. 

— ¿Qué emociones te asaltaron la primera vez que visitaste una cárcel?

— Salí conmocionado. Caía la noche y por la ventanilla trasera del coche iba mirando cómo se oscurecía aquel castillo. Pensaba en aquella gente con la que ya había empezado a tomar contacto. Ellos se quedaban allí con sus reglas y su orden estricto de horarios y yo me iba a casa. No pude dormir de la impresión, así que me levanté a la nevera y me preparé un vaso de leche. Fue un detalle nimio, pero muy significativo: eso no lo puede hacer un preso. Eso es la libertad, poder hacer lo que quieras cuando quieras.

— Javier Cercas ha dicho que la visita a las cárceles debería ser obligatoria en la enseñanza secundaria. Tú, que en la ficción ya las has frecuentado dos veces, ¿lo secundas?

— Sí. Cuando me embarqué en Celda 211 con Jorge Guerricaechevarria, junto al que escribí el guión, nuestra fuente de inspiración, aparte del libro de Francisco Pérez Gandul en el que se basa, fueron las cárceles. En el proceso de documentación aprendí muchas cosas sobre la vida y la sociedad. Estoy absolutamente de acuerdo con lo que dice Javier, porque una visita a estos reinos de taifas te hace ver las cosas desde otra perspectiva y ser muy consciente de lo que significa la libertad.

— ¿Qué opinas del uso que se está dando a ese concepto últimamente?

— Que se usa mal. Dicen que el mercado tiene que ser libre, pero, vamos a ver, porque a ellos les interesa… Una cosa es la libertad y otra, el abuso. La libertad acaba donde empiezan los derechos del prójimo. Hay que luchar denodadamente por ella, porque cada vez nos la van cercenando de una manera más velada. 

«Un día que iba al cine Concord y me intentaron atracar, dije que era amigo del Porro de Barona y me invitaron a cerveza y a fumar canutos»

— Jonás Trueba ha ganado el Premio Feroz Zinemaldia 2021 de San Sebastián con su radiografía de la juventud española Quién lo impide, y Alice Rohrwacher, Pietro Marcello y Francesco Munci participaron en Cannes con un documental sobre la italiana, Futura. Tú mismo demostraste tu cariño y admiración por la juventud en El niño y ahora en Las leyes de la frontera. ¿Qué opinas del trato que están recibiendo durante la pandemia?

— En los jóvenes de 1978 hay conexión emocional con los jóvenes actuales. Sus pulsiones son las mismas. La adolescencia conlleva una actitud rebelde, de querer saltarse las normas que les vienen dictadas. En eso consiste la juventud; no se puede cambiar y ha de ser así, porque tienen que empujar. Nosotros estamos de vuelta de todo, pero ellos no. Han de descubrir el mundo y vivir su vida como una aventura. El momento no es el mismo que el de aquellos quinquis que vivían en poblados de mala muerte en el abatimiento absoluto, sin casi nada que llevarse a la boca. Entiendo la forma anarquista de conducirse de las bandas en los setenta por su desesperanza. Pero no nos engañemos, los jóvenes de ahora afrontan igualmente la angustia ante el futuro. Son chavales que están haciendo carreras y másteres para acabar trabajando en Glovo. Y encima, durante la crisis sanitaria, ha habido una demonización de este colectivo. Los jóvenes y niños han estado encerrados y llevando mascarillas como el resto de la sociedad y cuando se han abierto las puertas, se ha vacunado a la gente más mayor y a ellos, no. Esa es la razón por la que se contagian. No podemos impedir que la vida fluya. Lo normal es que una persona joven quiera besarse, tocarse y celebrar su juventud y su energía. No culpemos; escuchemos. En líneas generales, recordemos cómo éramos y miremos a la juventud de una manera más comprensiva y afectiva.   

* Este artículo se publicó originalmente en el número 84 (octubre 2021) de la revista Plaza

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