CARTAGENA. Una de las tesis favoritas del cardenal Ratzinger era que la Ilustración representaba un fruto tardío del cristianismo. Ya elegido Papa, Benedicto XVI pronunció un memorable discurso en el parlamento alemán en septiembre de 2011. Para él, la cultura de Europa había nacido del encuentro entre la fe de Israel, la razón filosófica de los griegos y el pensamiento jurídico de Roma. Este triple encuentro configura la íntima identidad de Europa, concluyó. El Aparecido no puede estar más de acuerdo.
Puesto que los gérmenes más directos de los modernos científicos hay que buscarlos entre los filósofos de la Naturaleza griega, a los que Aristóteles llamó físicos por estudiar la physis (lo natural), y los médicos de la escuela hipocrática, cabe afirmar que las ciencias naturales formaban parte, en opinión de Ratzinger, de la identidad europea.
Aprendiz de genetista, el Aparecido confía en las ciencias naturales por tres motivos: sus teorías, sus predicciones y sus aplicaciones. La teoría de la evolución, por ejemplo, nos ayuda a entender el origen de la diversidad biológica y nuestro propio origen psicosomático, la especie de los humanos sapientes. Dicha teoría nos permite predecir que no encontraremos fósiles humanos en el Precámbrico. Y, sometiendo a selección artificial a ciertas variedades de plantas y razas de ganado, nos ha servido para incrementar la productividad agrícola y ganadera.
"se impone una renovación profunda del mensaje cristiano; para ello habrá que elegir entre los evangelistas Mateo y Marcos"
Desde ese aprecio a las ciencias naturales, el Aparecido contempla con simpatía los intentos de Ratzinger de mostrar que la fe y la razón no se oponen, sino que se complementan. Arguyó que las fricciones entre los científicos y los teólogos no provenían de las teorías científicas en sí mismas, sino de erradas interpretaciones filosóficas de esas teorías. En buena medida, llevaba razón, aunque habría que añadir que, en no pocas sonadas ocasiones, también los teólogos dieron versiones excesivas de los significados de los textos sagrados. Cada vez que analizamos en detalle los conflictos entre las ciencias naturales y la doctrina cristiana nos encontramos con ampliaciones cognitivas indebidas por ambos bandos, seguidas de posteriores ajustes simétricos.
Los ejemplos abundan. Siguiendo a Aristóteles, los primeros sabios cristianos rechazaron la teoría, propuesta por Leucipo y Demócrito, de que la materia se componía de átomos. Pero los atomistas también postularon que solo existían los átomos y el vacío, una clara extrapolación injustificada que excluía a los dioses. Por su parte, los teólogos no solo se opusieron al ateísmo de los atomistas, sino también a la existencia de los átomos, otra extrapolación injustificada. Finalmente, el sacerdote Gassendi reconcilió la teología cristiana con la teoría atómica, que hoy se enseña en todos los colegios católicos.
Siguiendo de nuevo a Aristóteles, los inquisidores rechazaron la teoría heliocéntrica de Copérnico y conminaron a Galileo a no difundirla. No tardaron los jesuitas en enseñarla en Salamanca y Newton, cuando la perfeccionó, creía que estaba desvelando el pensamiento de Dios. Hoy el heliocentrismo se enseña en todos los colegios cristianos.
Cuando Darwin ideó su teoría de la evolución por selección natural abandonó la religión anglicana que había profesado y se declaró agnóstico (en realidad, probablemente ateo). Excediéndose, muchos darwinistas negaron la faceta espiritual humana, reduciéndonos a un conglomerado de células. Los teólogos defendieron la realidad de nuestro componente espiritual y, excediéndose, negaron la realidad de la evolución. Pero ya en tiempos de Darwin había explicado Wallace, codescubridor de la selección natural, que nuestra consciencia era irreductible a la materia. Y una amiga de ambos, Arabella Buckley, la primera mujer evolucionista, que se ganó la vida como secretaria y escritora, elaboró una teoría de la evolución compatible con la doctrina cristiana. Hoy la evolución se enseña en todas las universidades occidentales.
"No habría habido cristianismo sin judaísmo, pero tampoco sin helenismo"
Por esa pretensión de relacionar el cristianismo con el helenismo y la romanización se acusó a Ratzinger de supremacista europeo. El Aparecido comparte con el fallecido Papa emérito su alta valoración de la cultura occidental. Guste o no a los islámicos y a los africanos, fue en naciones de raíz cristiana donde se produjo la moderna revolución científica, con nombres como Copérnico, Vesalio y Galileo. Y fue en naciones de raíz cristiana donde surgió la democracia. Y fue en esas naciones donde surgió la revolución industrial, que tanto incrementó la riqueza de las naciones, título de la obra seminal de otro occidental, Adam Smith. Y, apurando la cosa, también fue en naciones de raíz cristiana donde nació el marxismo y la libertad para criticar la religión cristiana sin temor a que te degüellen, como todavía hacen con los blasfemos y apóstatas en muchos países islámicos, mientras que en China pueden encarcelarte por profesar según qué ideas.
Esa flexibilidad del cristianismo le ha permitido convivir en Europa con la ciencia y con la democracia, cosa que no ha ocurrido en otras áreas geográficas. Y por eso Ratzinger acertaba al propugnar que no cabía disociar el legado griego del judío sin que el cristianismo y la cultura europea se resintiesen. No habría habido cristianismo sin judaísmo, pero tampoco sin helenismo.
No obstante, el cristianismo ha entrado en crisis en Europa. Llegada la tercera del siglo XXI, la religión cristiana sigue creciendo en Asia y África, y se mantiene en Sudamérica, pero padece un acusado declive en la mayor parte de Europa, incluida España. Ahora ser europeo ya no implica confesarse automáticamente cristiano. Y ese aminoramiento seguramente se acentuará en el futuro. El mismo Ratzinger había previsto que quizás hubiese que abandonar la idea de una iglesia de masas y asumir que, en Europa, solo quedarían pequeños grupos de cristianos, aunque más activos y comprometidos con su fe. El legado cristiano todavía impregna la atmosfera cultural de los creyentes, agnósticos y ateos occidentales, pero está dejando de ser su marco mental hegemónico. En consecuencia, se impone una renovación profunda del mensaje cristiano. Y para ello habrá que elegir entre los evangelistas Mateo y Marcos.
Cuenta Mateo que, tras haber expulsado Jesús de Nazaret a un demonio de un hombre poseído, y haberlo curado de su sordera y ceguera, los fariseos lo acusaron de haberlo hecho en nombre de Belcebú, el príncipe de los demonios. Tras responderles que el reino de Satanás se arruinaría si luchase contra sí mismo, Jesús remató su intervención con una frase lapidaria: el que no está conmigo, contra mí está; y el que no recoge conmigo, desparrama.
Relata Marcos que, en otra ocasión, los discípulos de Jesús le comentaron que, habiendo visto a un hombre que echaba demonios en su nombre, habían querido impedírselo porque no iba con ellos. Tolerante, Jesús les sugirió que se lo permitiesen, culminando su consejo con una aperturista sentencia: el que no está contra nosotros, está a favor nuestro.
Todos podemos escoger cuál de esas dos frases evangélicas nos incumbe. ¿Es preferible el testimonio cerrado de Mateo o el abierto de Marcos? Transcribiendo las divinas palabras recibidas por Mahoma, los redactores del Corán eligieron la versión de Mateo cuando escribieron quien siga una religión diferente al islam no se le aceptará, y en la otra vida se le contará entre los perdedores. Por el contrario, para cualquiera que quiera abordar las enseñanzas cristianas desde una perspectiva muy abierta, a veces en la frontera externa de la doctrina establecida, es preferible la opción de Marcos.
JR Medina Precioso
Los prohombres que gracias a su cultura y pensamiento saben adelantarse a los tiempos son a veces ninguneados, pero son los únicos asideros donde agarrarse para entender y entendernos. El Papa Benedicto XVI es, sin duda, uno de los referentes del pensamiento contemporáneo, al margen de creencias