En julio de 2006 se produjo uno de los acontecimientos más sonados del largo periodo de gobierno del Partido Popular, tanto en la Comunidad Valenciana como en la ciudad de València: la esperada visita del Papa Benedicto XVI (que sólo llevaba entonces un año en el pontificado) para clausurar el V Encuentro Mundial de las Familias, uno de esos macroeventos que gustaba acoger la ciudad de València en esos años. Para lo cual nunca faltaba el argumento, siempre oportuno, de que aportaba mucho dinero a la ciudad y de que los visitantes poco menos que iban a gastar los ahorros de toda su vida en un par de días en València.
Luego nos enteramos de que a quien más dinero aportó el evento fue a los organizadores del mismo, como también era habitual en aquellos años. Sin embargo, la visita del Papa quedó ya entonces ensombrecida por el accidente de la Línea 1 del Metro de València, apenas una semana antes de la llegada de Benedicto XVI, en la que murieron 43 personas. Un accidente trágico que rápidamente los gobernantes valencianos intentaron esconder debajo de la alfombra (como si eso fuera posible, no digamos ya humano) para que no interfiriera con el espectáculo de la visita papal.
De nada de esto tuvo la culpa Benedicto XVI, por supuesto: él fue un convidado de piedra en toda esa historia, mezclado con acontecimientos que escapaban a su voluntad. Algo parecido a lo que le sucedería a menudo a lo largo de su trayectoria en el Papado.
Joseph Ratzinger nunca estuvo muy a gusto en su papel de Sumo Pontífice de la Iglesia Católica (2005-2013). Tanto es así, que terminó su periplo papal de manera absolutamente insólita: renunciando voluntariamente al papado y convirtiéndose, así, en Papa Emérito desde el año 2013 (un año después, le acompañó en el emeritaje, una condición poco habitual en los monarcas, Juan Carlos I, pero ya entonces se podía intuir claramente que por circunstancias de muy distinta índole). Así, durante nueve años la Iglesia Católica ha contado con dos Papas, uno en activo y otro retirado; nada que ver con los espectáculos medievales de Papas y antipapas, en diversas sedes según los gobernantes que los apoyaban (Roma y Aviñón, fundamentalmente, y también Peñíscola como último reducto del Papa Luna), porque Joseph Ratzinger (Benedicto XVI) nunca trató de competir o hacer sombra a Jorge Bergoglio (Francisco I), manteniéndose en un discreto segundo plano en el que aparentemente se dedicó a hacer lo que quería hacer y lo que más le gustaba: leer y escribir, pues Ratzinger fue, ante todo, un intelectual erudito, manifiestamente incómodo -y al final del su trayectoria como Papa, impotente- ante las luchas de poder descarnadas que tenían lugar en la Iglesia y las resistencias al cambio.
Cuando llegó al trono de Roma, Benedicto XVI fue visto como un Papa continuista, que en esencia preservaría y potenciaría el legado de Juan Pablo II, de quien Ratzinger había sido estrecho colaborador, y con quien compartía esencialmente la visión de la Iglesia Católica y su propósito en el mundo. Además, también se pensó que Ratzinger era un Papa que duraría poco, porque llegó al pontificado ya muy mayor, con 78 años. Los pronósticos se equivocaron, al menos en lo de que duraría poco, porque ha vivido nada menos que 17 años más, y si no ha estado esos 17 años al frente de la Iglesia Católica es por su inopinada renuncia.
Tampoco fue el Papa reaccionario que se pintó en un principio, dado su papel como encargado de la institución sucesora de la Inquisición, la Congregación para la Doctrina de la Fe, azote de herejes de la Teología de la Liberación y otros desviacionismos. Algunos también mencionaron la que personalmente me parece una acusación absurda: el supuesto pasado nazi de Ratzinger, miembro de las Juventudes Hitlerianas durante el Tercer Reich... como todos los jóvenes de Alemania en esa época, que desde luego no tenían mucha capacidad de decisión al respecto en dicho régimen totalitario (Ratzinger tenía seis años cuando comenzó el Tercer Reich y dieciocho cuando se hundió definitivamente en 1945; fue reclutado a los dieciséis años y desertó en los últimos días de la guerra).
Al asumir el Papado, Ratzinger se encontró con una institución con graves problemas, de índole muy terrenal, que no supo cómo afrontar, pero que al menos intentó arreglar, a diferencia de Juan Pablo II, un Papa con muy buena prensa ("te quiere todo el mundo", sobre todo en las facciones más reaccionarias de la Iglesia), pero bajo cuyo mandato se mantuvieron y agravaron considerablemente los elementos más oscuros de la Iglesia Católica, especialmente el encubrimiento de los abusos sexuales a menores. Fue al encontrarse con la sólida resistencia de la Curia, que segaba eficazmente la hierba bajo sus pies, cuando Ratzinger decidió renunciar.
Ratzinger nunca pudo solventar la íntima contradicción entre la necesidad de modernizar a la Iglesia Católica y, sobre todo, de alejarse de determinadas prácticas y aliados nefastos, y la convicción de Ratzinger de que la decadencia del catolicismo era inevitable en un mundo con tanta competencia en los planos laico y espiritual por captar la atención del público, y que ante esta tesitura era mejor enclaustrarse y preservar el núcleo de fieles, aunque fuera a costa de perder simpatías y afinidades con la mayoría de la población. Una lógica que también le llevó a no denunciar los abusos cometidos desde el interior de la institución, o a hacerlo con fuerza manifiestamente insuficiente. Es decir, justo lo contrario de lo que, con mejor o peor fortuna, sin duda está intentando hacer Bergoglio, que sí que es un Papa renovador, incluso revolucionario, en su desempeño, mientras que Ratzinger sólo lo fue en la manera de finalizar su mandato.