desayuno en cafecito

Desayunarse el Boyhood

El tiempo no se detiene. Hay mañanas en las que me despierto invadido por lo que he acuñado como sensación “Boyhood”. El nombre lo saqué de la película que Richard Linklater estrenó en 2015

| 15/06/2018 | 3 min, 47 seg

Un film es el que vemos crecer a su protagonista y cuyo rodaje se prolongó a lo largo de doce años. El resultado es un ejercicio fílmico inédito hasta la fecha que le deja a uno sumido en una bañera de desasosiego existencialista. En mis mañanas “Boyhood” trato de no someterme a la melancolía, de mantenerme sereno frente al flujo de sangre caliente que se aglomera en mi vientre y en mis sienes y que trata de regresarme al pasado por la fuerza. “Pablo, quédate conmigo”, me digo. Entonces mi ojos se posan en los dos pelos blancos en forma de cana que, en mi brazo, me anuncian que me hago viejo. Cada día. De nuevo el miedo y la imagen de mi abuela golpeando con un mortero el hielo cubierto por un trapo en Godella. Yo tengo nueve años y la veo verter en una jarra con agua las lascas heladas a las que añade azúcar y limón exprimido. Las gotas de sudor se acumulan en mi nariz y me acerco de puntillas buscando alivio en el frío del congelador cuando ella abre la puerta para meter el granizado. “Pablo, eso duele”, insisto. Me centro en el eslogan que ya en los noventa Martini Bianco puso de moda y que hoy la corriente mindfulness ha hecho suyo: aquí y ahora. Salgo a la calle en busca de un sitio que ancle bien mis pies en el presente. Hoy desayuno en Cafecito.

Un local que es una barra

En el tramo de calle junto al Mercado de Ruzafa donde está ubicado Cafecito nunca hace demasiado calor. Esto lo convierte en uno de mis refugios favoritos durante los meses de verano. Además el local solo tiene en su interior espacio para la barra, lo que lo vincula al exterior como si se tratase de un matrimonio de varias décadas. La terraza está salpicada por el verde tropical de algunas plantas y desde ella se ve pasar la vida. Pero no la vida que da miedo al estilo “Boyhood”, sino una vida plagada de detalles en apariencia modestos pero en la práctica extraordinarios, como en “La ventana indiscreta”. Allí las opciones de desayuno están escritas en una pizarra colgada en la calle y algunos de los platos están representados con dibujos realizados a mano, lejos de los pulpos locos de marisquería de los ochenta y próximos al estilo Mortadelo y Filemón. Yo voy al grano: zumo de naranja, zanahoria y jengibre y tostada de aguacate y tomate aderezada con aceite de oliva y orégano. El vaso es común tipo Duralex, la pajita negra exenta de algarabías, el café es Lavazza, el pan de horno exhibe una masa viscoelastica y las frutas y verduras recién traídas del mercado lanzan al aire el mensaje claro de que allí las cosas van en serio. «Aquí y ahora Pablo», me refuerzo a mí mismo. La sangre corre por mis venas.

La sala de David Lynch

Es mejor que las salas de lactancia, que las cabinas antiguas de teléfono, que el lounge de los aeropuertos, que la zona VIP del Lío en Ibiza, que el palco del circuito de Montecarlo, que los coches de lujo con chófer, que el vagón del silencio del AVE, que el Jazz Club de Amazónico, que una lavandería, que un confesionario. Cafecito cuenta con una sala de lectura con el suelo de madera, las paredes pintadas de amarillo y estanterías con revistas y algún libro. A este espacio, que posee el aroma de Lynch, se entra por una puerta distinta al del café y se comunica por este a través de una abertura en la pared que da a la barra. Uno tiene que adivinar ese oasis glorioso en el que no existen las interrupciones. La libertad y la improvisación son las reglas que imperan en ese territorio comanche donde los segundos se convierten en lingotes de oro. En su interior termino mi desayuno, un rato de pie, un rato sentado en una banqueta de bar antigua, un rato leyendo la revista Retina y otro rato mirando a la pared. Allí y ahora

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