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el callejero

El deseo de Natalia para 2023 es ganar la guerra

Foto: EDUARDO MANZANA
1/01/2023 - 

La guerra sigue. Ha caído el invierno, muchos periodistas se han ido y las banderitas azules y amarillas han desaparecido de las redes sociales, pero la guerra sigue en Ucrania. No hay más que entrar en Liverpool, un pub de corte británico en los confines de Ruzafa, y mirar a los ojos de Natalia. Ahí está la guerra. En ese velo de tristeza que cubre su mirada, ahí sigue la guerra. Dura, cruel, fría. La guerra, la maldita guerra.

Natalia y Amadeo, su marido, que es quien lleva el Liverpool desde hace once años, cerraron el bar a las cuatro y media de la madrugada de aquel jueves, un 24 de febrero, y se fueron a casa, como cada noche. Al llegar al Cabanyal, antes de entregarse al sueño, Natalia Solonynka abrió el Facebook para ver qué había de nuevo en la vida de sus amigos. Y entonces la noticia le guanteó la cara: Rusia había atacado Ucrania. “No lo podía creer. No me lo quería creer. Pero vi que todos mis amigos estaban online a las cinco de la mañana y entendí lo que había pasado. Llamé inmediatamente a mis padres y me contaron que estábamos en guerra, que Rusia había iniciado una guerra contra mi país”.

Hasta entonces, Natalia Solonynka había tenido una vida más o menos alegre. Nació por casualidad en Estonia. Su padre, que era militar, estaba destinado allí. Era el año 1984 y Estonia, como Ucrania, de donde provenía la familia, formaban parte de la Unión Soviética. Pero cuando Natalia tenía seis años ya habían vuelto a su país, a Strij, una ciudad de 60.000 habitantes, en la provincia de Lviv. Eso está al oeste, en una región donde no abundan los prorrusos. Allí, a sesenta kilómetros de la frontera con Polonia, donde cuenta la Wikipedia que fue el primer lugar donde se desplegó la bandera azul y amarilla de Ucrania, antes incluso de la independencia en 1991, pasó una cadena humana, un brazo cogiendo a otro brazo, que cruzó todo el país, de punta a punta, en vísperas de su separación.

Natalia, que trabajaba en una academia de Kiev como profesora de alemán, vino a España con su profesor de español y otros amigos en abril de 2013. Después de recorrer el país, el último día, decidieron acabar el viaje en un bar. A sus amigos les gustaba cantar y pasarlo bien y eligieron Liverpool para despedir España. Ahí conocieron a Amadeo, que habla un inglés perfecto y que está acostumbrado a tener a muchos extranjeros como clientes. Se pidieron el Facebook, brindaron con una pinta y cada uno siguió su vida.

Al año siguiente, en 2014, cuando se enteró que habían muerto varios manifestantes en el Maidan de Kiev, Amadeo aprovechó para interesarse por sus amigos ucranianos y, de paso, tirarle la caña a Natalia. Aunque ella se mosqueaba porque él tardaba mucho en contestar. Tiempo después, cuando volvió a València, ella vio cómo eran de intensas las noches del Liverpool y entendió al fin por qué se demoraba tanto en responder.

Ese mismo año, en verano, decidió venir diez días para conocer mejor a Amadeo. Luego, en otoño, él le devolvió la visita. Entonces se enamoraron y, ya puestos, conocieron a la familia del otro. Ella descubrió la vida noctámbula de él y él aprendió que ella tenía un master para ser profesora de Filología, pero que además había estudiado Turismo y Geografía.

No quiere enseñar ruso

A los padres de Natalia, un militar y la encargada de un almacén, les cayó simpático este tipo peculiar de pelo largo alborotado y mirada de niño. Y al cabo del tiempo, la pareja decidió vivir en València. Ella, como Ucrania no pertenece a la Unión Europea, tenía problemas con el visado y, entre una cosa y la otra, se casaron un 4 de febrero de 2015 en el que, casi milagrosamente, nevó en València. Algo habitual en Ucrania pero casi imposible a orillas del Mediterráneo.

“A mis padres no les importó que me viniera aquí. Ellos adoran a Amadeo y aquí, además de trabajar en el bar, también doy clases de alemán. Tenía también un par de alumnos de ruso. Pero ahora me niego. Hoy mismo me han ofrecido pagarme como profesora de ruso y he dicho que me niego, no me da la gana”, cuenta Natalia, una mujer seria con una melena de fuego que se indigna cuando decimos que en Ucrania se habla ruso. “¡No, hablamos ucraniano! El problema es que en el este, cerca de la frontera con Rusia, se habla más por la cercanía y porque, durante años, parecía que hablar ucraniano era como ser de pueblo, como ser inferior”.

Diez meses después del inicio de la guerra, la situación no es especialmente tensa en Strij, una ciudad pequeña que pasa desapercibida entre los objetivos militares de Rusia. Pero esa tranquilidad es relativa. La guerra está clavada dentro de ellos, la economía se ha resentido y muchos compatriotas han muerto defendiendo a la nación. El padre de Natalia, de 66 años, un hombre que ya había pasado a retiro, intentó alistarse como voluntario, pero un problema en la vista se lo impidió. A su hermano, que tiene 41 años y sufrió una enfermedad grave, le ha pasado lo mismo. Algunos amigos de Natalia se fueron a la guerra, otros no. “Yo no sé cómo reaccionaría, pero no juzgo a unos ni a otros. Mucha gente dice que no deberíamos haber presentado oposición, que las guerras siempre son malas, pero si no lo hubiéramos hecho, Rusia nos hubiera invadido”.

Amadeo escucha con respeto a su mujer y, cuando acaba, aporta, convencido, una opinión: “Natalia no se hubiera quedado en su casa. Natalia se hubiera ido de voluntaria a ayudar en la frontera o en alguna parte, como ya hicimos aquí”. El alma del Liverpool habla de los días frenéticos antes de Fallas, cuando la gente, muy sensibilizada, les llamaba para preguntarles cómo podían ayudar. Entonces vieron que los scouts se habían organizado para mandar ayuda. Así que compraron medicamentos y los llevaron. “Alguna vez habíamos enviado algún paquete a través de la Asociación de Ucranianos en València, que están en Benimaclet, así que ya había un punto de unión.Y también con Plast, una organización de scouts ucranianos que está en Campanar. Mucha gente que no quería ir hasta allí, nos traía medicamentos o alimentos no perecederos a Liverpool y nosotros lo trasladábamos luego allí. Pero eso ya es historia. Ahora ha disminuido mucho la ayuda”.

Es lo que tienen las catástrofes, que nos impresionan mucho al instante pero luego perdemos interés. Así es el ser humano. Ucrania no es una excepción. Mucha gente ha dejado de prestar atención a este drama en el este de Europa, pero allí siguen cayendo los misiles y muriendo gente cada día.

Después de esos primeros envíos se pusieron a ayudar a los que llegaban a València después de escapar de Ucrania. “Amadeo tiene muchos contactos y empezó a encontrar gente que se ofrecía a acoger a los ucranianos que llegaban aquí”. Un día apareció una mujer de Dombás, del este del país, con un par de niños. “Habían cruzado Europa como habían podido. Ellos vivían bien allí, pero tuvieron que huir. Al cabo de unos días se enteraron de que su hermano, que estaba en el ejército, lo habían matado. No entendían el idioma y decidimos acogerlos en nuestras casa. Ahora viven en Bélgica con los niños porque su ciudad está destruida”.

Ha cambiado de vodka

Natalia y Amadeo se acordaron, días después de que empezara la guerra aquel 24 de febrero, de las llamadas de su padre, muy aficionado a buscar ‘gadgets’ en internet, para hacerle extraños encargos para comprar productos de supervivencia. Al principio pensaban que era un tipo peculiar, pero este año todo encajó. “Si mi padre hubiera tenido dinero, ya hace tiempo que se hubiera construido un búnker. Ahora lo hemos entendido todo”.

Natalia está a 3.500 kilómetros de Kiev, pero la guerra anida dentro de ella. En su alma hay un poso de tristeza que no consigue quitarse de encima, pero también una pequeña porción de odio hacia Rusia que no trata de disimular. Es una persona con juicio que no ha tenido problemas en dialogar con los rusos avergonzados que se ha encontrado, pero le arde la mirada cuando recuerda a aquella mujer rusa que entró un día para provocar y también cómo desaparecieron la bandera y los carteles en ucraniano que tenían en la fachada del pub.

Porque Natalia está lejos de las bombas, pero cada día recibe noticias durísimas, como la de esa amiga que lleva cuatro días sin luz en pleno invierno en un territorio con temperaturas bajo cero. Y muchos amigos, o maridos de amigas, están en el ejército luchando por Ucrania, su patria, el país que no visita desde que fue a la comunión de su sobrino en 2018.

Por eso pide un deseo para 2023: “Ganar esta guerra para que se acabe y la gente pueda volver a vivir feliz y tranquila”. Entonces, en cuanto se restablezcan los vuelos, volverá a Ucrania, un país que tardará en ser el mismo, con ciudades que habrá que reconstruir. Mientras tanto, seguirá recordándole a sus padres y a la familia de su hermano que su casa del Cabanyal siempre tendrá las puertas abiertas. Su madre, su cuñada y su sobrino, de 14 años, vinieron cuando empezó la guerra, pero se volvieron en junio. Su padre lo hizo en verano. “Pero todos regresaron. Quieren estar en su hogar. Nosotros volveremos a Ucrania cuando ganemos esta guerra”.

Cuando empezó el conflicto, Amadeo tomó una decisión: en su barra no se servía más vodka ruso. Cogió las botellas que le quedaban y las tiró. A cambio, llenó el estante con Absolut, que es sueco, un vodka finlandés, otro valenciano y un vodka ucraniano. “La gente lo ha entendido y no se ha resentido la venta de vodka”.

Cuando Amadeo habla, Natalia se queda pensativa. Su mirada se ensombrece. Se pellizca los dedos. “He sufrido mucho este año. Es imposible evadirse de lo que está pasando en tu país. Imposible”. Muchos días, cuando están en casa, Amadeo se gira y la ve llorar. Lo primero que le nace es rogarle que no llore, pero ya ha aprendido que es normal y que no es malo llorar. Natalia agradece mucho que la gente entre en Liverpool y se interese por ella. Las noches alegres del pub a veces sirven de distracción. El problema es que, en cuanto hay un descanso, coge el móvil y no tarda en encontrar una noticia que le baja de las nubes. Cada día, además, habla dos o tres veces con sus padres y su hermano. Su madre le cuenta que ha empezado a estudiar español. La noticia, a ella, que habla cinco idiomas -ucraniano, castellano, inglés, alemán y ruso-, le saca una sonrisa.

Natalia, que tiene 38 años y una mirada triste, sabe que está lejos pero también cerca. Su alma no descansa desde aquel 24 de febrero, pero como reza en el letrero que hay a la salida del Liverpool, como entona cada partido la grada de The Kop en Anfield, ella también piensa: “You’ll never walk alone”.

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