La concejala de vivienda del Ayuntamiento de València, Isabel Lozano, anunció el pasado viernes la suspensión por dos años del otorgamiento de licencias y declaraciones responsables de obras y actividades para la implantación de nuevas viviendas de uso turístico (VUT) en régimen de explotación hotelera en edificios de uso exclusivo.
Este bloqueo temporal afectaría nada menos que a treinta y siete barrios de la ciudad; la mayor parte de ella. El objetivo sería “paralizar movimientos especulativos de fondos buitre y grandes corporaciones que para desarrollar su actividad expulsan al vecindario de los barrios de la ciudad”. No hace falta ser muy perspicaz para darse cuenta de que esta medida se adopta como reacción frente a la polémica recientemente suscitada por la compra, por parte de un grupo inversor francés, de un par de fincas sitas en la calle Turia (barrio de Extramurs) a fin de construir un bloque de apartamentos turísticos. El nuevo propietario ha comunicado a varios inquilinos que no va a renovar sus contratos de alquiler, lo que les obligará a mudarse próximamente, y está negociando con los restantes arrendatarios para que se vayan lo antes posible. De hecho, la propia Lozano señalaba explícitamente este caso como ejemplo de lo que con la moratoria se pretende evitar.
Esta suspensión merece una crítica negativa. Por de pronto, da la impresión de que aquí se están matando gorriones a cañonazos. ¿Tan grave es que unos pocos inquilinos tengan que mudarse porque sus contratos de arrendamiento han vencido o porque han acordado libremente con los arrendadores su extinción anticipada? Esto ocurre todos los días en cualquier ciudad europea, sin que los poderes públicos muevan un dedo. Si el vencimiento deja sin alternativa habitacional a los inquilinos, porque carecen de recursos económicos suficientes, estas personas podrán exigir que las autoridades competentes les proporcionen un alojamiento digno y adecuado (artículo 6 de la Ley valenciana 2/2017). Si el propietario coacciona a los inquilinos con el objeto de “expulsarlos”, el ministerio fiscal y los Tribunales intervendrán seguramente para protegerlos. Pero, más allá de estos casos, no resulta justificado que, una vez extinguidos los correspondientes contratos, se prohíba a los propietarios dar a sus bienes un nuevo uso que, a día de hoy, es perfectamente legal. Y, desde luego, resulta manifiestamente desproporcionado –por no hablar de la existencia de una desviación de poder– paralizar durante dos años, en plena crisis económica, la implantación de esos usos en toda la ciudad para resolver el caso puntual de la calle Turia.
En segundo lugar, llama la atención la falta de previsión con la que las autoridades municipales están actuando en esta materia. Recordemos que en 2018 y 2019 ya se impusieron dos moratorias similares en las dos zonas de la ciudad donde la presencia de VUT es mayor (Ciutat Vella y Cabanyal-Canyamelar), y donde supuestamente hace falta una nueva ordenación que dé una respuesta jurídica adecuada a los problemas que las mismas plantean.
Pues bien, ¿qué ha pasado desde 2018 para que ahora se considere necesario extender las moratorias y las prohibiciones a zonas de la ciudad donde la referida actividad turística es marginal? Es muy dudoso que, en los treinta y siete barrios a los que afectará la nueva moratoria, las VUT y los “conflictos” a ellas asociados hayan proliferado o vayan a proliferar durante los dos próximos años como lo han hecho en Ciutat Vella y Cabanyal-Canyamelar. Pero, aunque así fuera, ¿no pudo prever el Ayuntamiento que la prohibición de implantar VUT en estas dos zonas provocaría que algunos empresarios del sector se desplazarían a otras zonas de la ciudad para invertir y desarrollar sus proyectos? ¿Por qué no se regula integralmente y de una vez el problema en toda la ciudad, estableciendo una regulación que permita a todos los implicados saber a qué atenerse, en lugar de ir atacando los problemas a salto de mata o, peor aún, a golpe de titular periodístico? ¿Se impondrá dentro de dos o tres años una nueva moratoria en otros barrios, todavía más periféricos? ¿Si van a prohibir también allí las VUT, no sería mejor dejárselo claro cuanto antes a los potenciales inversores, o al menos antes de que efectúen inversiones que luego se vean frustradas por una ulterior prohibición? ¿No se dan cuenta nuestras autoridades municipales de que sus bandazos regulatorios, en este y otros temas, generan una enorme inseguridad y, a la postre, reducen el bienestar social?
En tercer lugar, una moratoria como la anunciada sólo tiene sentido si la probabilidad de prohibir definitivamente, dentro de un par de años, la actividad en cuestión es suficientemente elevada. Sin embargo, es muy discutible que semejante prohibición resulte justificada, pues no parece que sus beneficios superen a los costes que la misma encierra para los valencianos.
Los costes de prohibir que edificios enteros se destinen a la explotación de VUT serían, en efecto, muy considerables, tanto para los propietarios, a los que se les impediría dar a estos bienes su uso más rentable, como también para otras personas dedicadas a prestar servicios relacionados con las VUT y el turismo, e incluso para nuestra Hacienda, que recaudaría menos dinero de resultas de la prohibición.
Suele escucharse que la implantación de VUT presiona los precios de los alquileres al alza. Sin embargo, la evidencia empírica disponible indica que el aumento resultante es muy débil (en Barcelona, por ejemplo, donde la presencia de VUT es mucho mayor que en València, apenas un 2%). Además, prohibir el uso más rentable de un bien para hacer más asequible su segundo uso más rentable no es muy sensato. Hay otras maneras más eficientes de bajar el precio de los alquileres, como aumentar la oferta de vivienda y, especialmente, de vivienda pública. A cuya construcción, por cierto, podrían dedicarse los mayores ingresos públicos derivados de los tributos con los que se grava la actividad de las VUT, así como la enorme bolsa de patrimonio público de suelo de la que el propio Ayuntamiento de València es titular, con la que podrían hacerse miles de viviendas.
Se ha dicho también que los turistas producen “externalidades negativas”: engendran molestias para los vecinos; hacen un uso especialmente intensivo de los espacios públicos, y destruyen la “personalidad” de nuestros barrios, cuyos negocios se orientan a satisfacer las necesidades de los turistas y no las de los residentes habituales.
Sin embargo, debe notarse que la modalidad de alojamiento turístico que el Ayuntamiento de València pretende suspender y eventualmente prohibir –explotación de edificios enteros dedicados a VUT– es, seguramente, la que minimiza dichas externalidades. Al impedir la coexistencia en un mismo edificio de residentes habituales y turistas, se reduce mucho la posibilidad de que estos ocasionen molestias a los primeros. Esa es justamente la razón por la cual en nuestro Derecho los hoteles deben ocupar la totalidad de un edificio o una parte independiente del mismo.
No tiene mucho sentido, por ello, permitir que en un edificio coexistan VUT y viviendas dedicadas a residentes habituales, mientras se prohíbe que, en el mismo barrio, se destinen edificios enteros a VUT. Con ello, además, se desaprovechan las economías de escala –las ganancias de eficiencia– derivadas de explotar varias VUT localizadas en la misma finca. También carece de sentido establecer semejante prohibición al tiempo que se permite en la misma zona un uso, el hotelero, que es sustancialmente equivalente. Dar en este punto un trato diferente a hoteles y VUT resulta claramente arbitrario y discriminatorio. Un edificio dedicado al alojamiento turístico “molesta” igualmente y “quita” idéntico espacio al vecindario con independencia de que en él se implanten VUT o un hotel.
En fin, entra dentro de lo comprensible que se limite la implantación de VUT en determinadas zonas de la ciudad a fin de evitar los efectos negativos que sobre su habitabilidad puede producir una excesiva concentración de alojamientos turísticos. Lo que parece injustificable es que se prohíban en prácticamente toda la ciudad –incluso en aquellos barrios que están muy lejos de experimentar un proceso de “turistificación”– precisamente las modalidades de tales alojamientos que minimizan dichas externalidades y son más eficientes. La circunstancia de que estos “ocupen un espacio que se dedicaba o que podría dedicarse a la vivienda habitual” no es una razón suficiente. Con este problema nos vamos a topar dondequiera que alojemos a los turistas: en el centro, en el ensanche e incluso en los barrios periféricos. Si queremos (más) turistas, en algún lugar habrá que hospedarlos. En algún lugar, claro está, en el que ellos estén dispuestos a hospedarse.
Con todo, si nuestros gobernantes, con la que está cayendo, no quieren que vengan más turistas en atención a los serios perjuicios que estos nos causan a los valencianos, lo deseable sería que lo plantearan abiertamente, que asumieran las consecuencias y que actuaran coherentemente. Para empezar, deberían dejar de gastarse en la promoción turística del Cap i Casal los cientos de miles de euros –procedentes de nuestros bolsillos– que anualmente destinan a este fin. Las actividades socialmente dañinas deben ser desincentivadas, no fomentadas.