Pero Ramón, artífice del restaurante Don Ramón, solo quitó un par de libros apolillados para poner joviales botellas de vino. También inventó la brascada y el Almussafes
Hace un par de noches me olvidé de cenar. No sé qué pasó para que me saltara el último encuentro con la comida antes de caer al reino de los Oniros. También me olvidé de que había reservado el mismo día a la misma hora en dos restaurantes, en qué rincón de mi piso había dejado la cartera y de la contraseña del móvil y la del ordenador. Puestos a bloquear dispositivos, los bloqueé todos. Al día siguiente encontré la cartera, recordé el código del móvil, la contraseña del ordenador y llamé para cancelar una de las reservas —está feo no ir, pero más feo está no cancelar a tiempo—. Después de tanta gestión, mi estómago se pronunció con un sonoro lamento. Fui a almorzar a El Trocito del Medio. Bocadillo de sobrasada con cebolla y queso, el gasto, vino con gaseosa. All the gear. Al tercer bocado, con las manos enrojecidas de aceite teñido por la sobrasada, reparé en que en la pizarra con el listado de bocatas, no figuraba el nombre oficial de lo que tenía entre manos: un Almussafes.
Tampoco es que le diera muchas vueltas a lo del anonimato del bocadillo. Yo cuando tengo hambre, tengo hambre, no voracidad periodística.
El café me lo hice en Retrogusto, donde Martina. Por ahí andaban los de siempre: Bernd Knöller, Junior Franco, Toshi Kay, Cap i Cua o Rafa Valls, de UNO. Fue él, Rafa, quien al verme a lo lejos sorbiendo un espresso, vino a mí blandiendo una foto de una página de periódico de los años 70. «¡Lidia, Lidia! Tengo una historia, un personaje tremendo. Le vas a sacar mucha punta. Es el inventor de la brascada».
Cuatro días después, estaba en la plaza del Ayuntamiento, sentada frente a Ramón Martínez Arolas en la terraza de Kaikaya, el restaurante de cocina fusión de su hija.
Esto lo dijo Ramón y lo escribió en Las Provincias María Ángeles Arazo, insigne periodista centrada en cultura, arte y sociedad, además de escritora y cronista de lo valencià. Arazo, como mujer de letras que es, sabía bien que del arte no se come bien, y a Ramón le gusta mucho el jamón de Jabugo.
«Mis padres tenían una pastelería, una pastelería innovadora. Se supo mezclar con toda la alta élite valenciana y les hacía la repostería salada. Cuando oigo lo de la cocina fusión me río de los peces de colores, porque mi padre mezclaba el dulce con lo salado. Abastecíamos a todos, a La Hípica, a toda la jet set. Era una pastelería que entrabas a tomar algo fino y al mismo tiempo estabas oliendo cómo se hacía la aguja para las empanadillas, que ahora están en todas partes». Su familia y los de La Rosa de Jericó eran uno. La flor y nata del agua de rosas. «Nací en un obrador de cocina. Ya de nacimiento llevaba harina y azúcar. Como era mal estudiante, mi padre me puso a vender en un obrador de la calle Palleter. Una tiendecita que pasaban cuatro abuelos a comprar caramelos. Me moría del asco. Allí me inventé, a traición de mi padre, unas tartas especiales que les ponía nombre de los restaurantes de València. Entonces los restaurantes no se salían del pijama y los flanes para los postres. Las repartía y empecé a hacerme amigo de los chicos de la hostelería y a aprender».
En la calle Salvà, donde estaba el obrador familiar, se quedó vacía la librería Lope de Vega. Ramón se quedó el local y lo transformó en Don Ramón. «Don Ramón causó impacto por sus quesos, sus jamones y sus botellas, sin olvidar los panes de pueblo». María Ángeles Arazo describió así la oferta de un restaurante que debe su nombre a un sosías de nuestro Ramón: «Le dije a Ramón que me iba a montar un mesoncito y me dijo, “pues coño, ponle Don Ramón”. Don Ramón era el restaurante y yo era Ramón, que tenía 18 años cuando lo inauguré. ¿Que porqué lo abrí? Mira, en aquella época me era igual un cohete a la luna que un bocadillo. Yo lo que quería era volar y hacer cosas, no morirme vendiendo caramelos».
Interruptores de apagado automático en los baños, vasos de papel, sistema de servicio tipo burger estadounidense, restaurantes temáticos, hamburguesas con su lechuguita —«La primera vez que en mi puta vida vi una hamburguesa fue en Ibiza, a los 17 años. Me fui a investigar la isla cuando estaban todos en pelotas, en la época dorada. Al terminar el friegue donde curraba, fui a una discoteca y me comí una hamburguesa. Vi a Dios»—, chucrute, la brascada, Heineken, el Almussafes, el panini, cerveza en lata —«Tener una lata de cervezas era sinónimo de tener mucha pasta. Aquí estaban prohibidas»— , quesos holandeses, bratwursts, bizcochos envasados en plástico, restaurantes con ópera —«Quise abrir un restaurante llamado Verdi, y que todo fuera natural, de verduras»— y parné, mucho parné.
«Soy una estrella fugaz, porque empecé a los 18 a toda velocidad e hice un imperio que se formó piedra por piedra y se destruyó piedra por piedra. Ahora quedan las ruinas romanas. He sido siempre un creativo, un nervioso. Cuando aquí estábamos en la edad de piedra, y como a los 21 tocaba mucha pasta, me fui a Londres, a París, a Ibiza. Me he recorrido la bota entera. Descubrí el panino y le dije a Salvador (Pla) “nano, este pan me lo tienes que hacer”. Ahora están en todas partes». Ramón importaba éxitos gastronómicos de otros países y los implementaba en la ristra de restaurantes que siguieron a Don Ramón. «He tenido entre 20 y 30 establecimientos. Ibiza, Madrid, Cullera, el Mareny Blau… Cada negocio tenía una personalidad estética pero cartas comunes. Venía toda la jet valenciana: Fernando Berlanga, Vizcaíno Casas, presidentes de la generalitat antes de ser nombrados, como Jose Luís Olivas». Nederland 1814, las hamburgueserías Poncio o Mandoni son algunos de los locales que tuvo Martínez Arola, conocido como el Flaco. El Matador (Mario Kempes) y el Flaco se comían la noche valenciana.
«No patenté la brascada ni ningún bocadillo porque pensaba que no se podía patentar. Y lo sigo pensando». Más que inventor, Ramón señala que en él recayó la responsabilidad de dar el beneplácito a las recetas: «La brascada nace de Fernando el uruguayo, el Almussafes de Manolo el planchista y los de la Ford y el chivito de Xavi, el Chavita. Yo le di la bendición a todos y lo divulgué».
Cuando terminaba el servicio, Ramón se reunía con su equipo para cenar e inventar bocatas. «Teníamos un cocinero uruguayo al que por supuesto le gustaba la carne. Aquí no se conocía la carne argentina y la traje de Madrid. Por cierto, yo no tenía la ambición de hacerme rico en hostelería, vi en ella un medio de creatividad y me puse en marcha. Total que olía muy bien cuando este cabrón cocinaba. Se solía poner un panecillo y cebolla en la plancha, encima del pan le ponía las puntas del solomillo. A filetes por encima de la cebolla, para que la carne se oreara. De pronto, jamones. Fuimos pioneros en cortar el jamón a cuchillo, es que fuimos los primeros de muchas cosas. La cebolla, la carne, la lama de jamón de Jabugo y el pan de Salvador con tomate restregado. No me acuerdo quién de los dos, Fernando o yo, eligió cada uno de los ingredientes. Somos copartícipes, nano». Respecto al chivito, Ramón cuenta que viene por un ayudante, que se llamaba Xavi, y de ahí chivito y que eso del huevo y la ensalada nada, que es lomo con queso y au.
«Ahora viene la historia del Almussafes: total que viene la Ford a València y se hospedan todos los ingenieros en el Astoria. Por las noches bajaban al Nederland. Que si unos patés, unas bratwurst, quesos franceses y holandeses. Cogían unos pedos de vino español que no veas. En el local tenía un planchista que era un figura, como Maradona en el fútbol, pero con la plancha. Manolo. Teníamos pan de pueblo y terrinas de mallorquina. A una rebanada le puso sobrasada, brie, no queso de sándwich, por encima. Les encantó y repitieron varios día. Había que ponerle un nombre y Manolo el planchista dijo: “¿ustedes no tienen la Ford en Almussafes? Pues vamos a ponerle Almussafes”».
«Podríamos hablar de dos cosas: una la moral y otra la técnica. La técnica es algo que dicen mis hijos (tiene dos, dedicados de alguna forma u otra a la hostelería), que he tenido una vida en la que no sabía ni donde tenía casa. Y tenía muchas, empezando por Ibiza y terminando por Villanueva de la Cañada. Mis hijos pueden decir que he sido una gran calamidad como administrador, pero que he sido un gran artista. Mi problema es que yo me anticipé a los tiempos. Iba más deprisa que el tiempo. Hay ideas que por mantenerlas, sin ser comerciales, han sido un fracaso».
Lo tuvo todo, hasta un parque acuático: «Inauguramos el parque acuático de Madrid que fue un boom. Se me metían 15.000 personas en un finde. Mira si hay historia tras un bocadillo». También hubo muchas noches locas con Francis Montesinos, el modista que le diseñaba los uniformes de los camareros. «Con compañeros como Montesinos hemos cabalgado sobre anécdotas de la vida. Un día nos tiraron casi a merengazos de un pase de modelos. Fue una catástrofe mundial. Tuvimos que salir escondidos en un furgón de ropa sucia, porque nos querían linchar a los dos. Habíamos invitado a 500 personas y se nos presentaron 3000 allí y yo no tenía ni bocadillos para pensar. Salió a la pasarela un modelo con una Harley y se pegó una hostia. La gente sin cenar y nos querían denunciar. Una época en la que no teníamos hora de dormir, pero solo éramos cuatro privilegiados».
Con la moral, viene el tema de la bebida: «Es un mundo muy complejo el hostelero. Un mundo donde está la droga, que es el alcohol, muy a la mano. Es difícil encontrar un camarero que no tenga facilidad de bebida. Ahora no sé cómo será. Dicen que lo lleva el oficio, pero hago la comparativa y chupan carpinteros y albañiles. Aquí en España chupa todo dios». Ramón era un figura y un personaje del que, si me pongo, saco una trilogía. Otra liga, otros tiempos. «Con 18 años llevaba un millón de pesetas en el bolsillo y era un irresponsable, porque lo ganaba con tanta facilidad que no le daba un aprecio a lo que mis padres me habían enseñado, que era que el dinero era para trabajarlo. En fin, creo que nadie puede vivir del recuerdo. Digo que he sido rico y ahora soy pobre».