Hace un par de noches me olvidé de cenar. No sé qué pasó para que me saltara el último encuentro con la comida antes de caer al reino de los Oniros. También me olvidé de que había reservado el mismo día a la misma hora en dos restaurantes, en qué rincón de mi piso había dejado la cartera y de la contraseña del móvil y la del ordenador. Puestos a bloquear dispositivos, los bloqueé todos. Al día siguiente encontré la cartera, recordé el código del móvil, la contraseña del ordenador y llamé para cancelar una de las reservas —está feo no ir, pero más feo está no cancelar a tiempo—. Después de tanta gestión, mi estómago se pronunció con un sonoro lamento. Fui a almorzar a El Trocito del Medio. Bocadillo de sobrasada con cebolla y queso, el gasto, vino con gaseosa. All the gear. Al tercer bocado, con las manos enrojecidas de aceite teñido por la sobrasada, reparé en que en la pizarra con el listado de bocatas, no figuraba el nombre oficial de lo que tenía entre manos: un Almussafes.
Tampoco es que le diera muchas vueltas a lo del anonimato del bocadillo. Yo cuando tengo hambre, tengo hambre, no voracidad periodística.
El café me lo hice en Retrogusto, donde Martina. Por ahí andaban los de siempre: Bernd Knöller, Junior Franco, Toshi Kay, Cap i Cua o Rafa Valls, de UNO. Fue él, Rafa, quien al verme a lo lejos sorbiendo un espresso, vino a mí blandiendo una foto de una página de periódico de los años 70. «¡Lidia, Lidia! Tengo una historia, un personaje tremendo. Le vas a sacar mucha punta. Es el inventor de la brascada».
Cuatro días después, estaba en la plaza del Ayuntamiento, sentada frente a Ramón Martínez Arolas en la terraza de Kaikaya, el restaurante de cocina fusión de su hija.