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LITERATURA DE LA RUTA

Drogas, pijos y bakalas. El submundo que aconteció entre Eduardo Zaplana y Chimo Bayo

La ruta del bakalao se había convertido en la gran fiesta del fin de semana. Quien explique el fenómeno bakala por la libertad recuperada tras el franquismo, se engaña. Al contrario, el desfase de música, alcohol y drogas que arrasó hasta mediados de los noventa se debió principalmente al estilo democrático que se había impuesto, a la bendición de las drogas como factor de éxito, a la diversión como valor social supremo, a la expansión sin límites del narcotráfico

7/11/2016 - 

VALENCIA. Recuerdo con imprecisión la rutilante Bio-Grafía americana de Víctor Fuentes, pero conservo las impresiones del diagnóstico que elaboraba sobre de la administración Clinton como emblema de los felices años noventa. En su paseo en primera persona por las décadas prodigiosas de los Estados Unidos tras la Segunda Guerra Mundial, ecos de las décadas paralelas de Occidente, recordaba Fuentes los movimientos contestatarios de comunistas, de mujeres, de hippies, de afros, de gais de los años sesenta y setenta, el férreo control de Reagan y Thatcher en los ochenta y la vida despreocupada de los Clinton en los noventa.

Atrás quedaban el padre Bush y el archienemigo Hussein, los estertores soviéticos en Moscú y en La Habana, la disciplina de hierro administrada a golpes de manual de Chicago en Chile y Argentina. El mejor símbolo de lo que fueron los noventa se encontraba solidificado y reseco en uno de los vestidos de Monica Lewinsky: la amargura del desfase. 

En España las cosas iban bien o muy bien. Felipe González encaraba la modernidad contra viento y marea, o lo que es lo mismo, contra Lasa, Zabala, Filesa y Roldán. El príncipe, a sus veinticuatro años, estrenaba bandera olímpica en la pista de Barcelona 92, el alcalde Maragall recodaba en su discurso al President Lluís Companys pero nadie lo advirtió entre tanto flash y Juan Antonio Samaranch aprovechaba para celebrar en su propia casa toda una vida dedicada al deporte y a la Falange. O al revés. Y de paso, para lucir su recién estrenado marquesado, concedido por obra y gracia del rey Juan Carlos I.

Lo que habría de venir luego, ya se sabe: Clinton pidiendo perdón en la televisión, el hijo Bush invadiendo Irak como su padre y Aznar hablando en tejano para comunicarle al mundo eso, que España iba bien o muy bien. Lo que quedó de Aznar y Bush es este pantano de los 2000. Lo que quedó de los Clinton, ay, aún está por resolver. 

De Zaplana a Extremoduro

Los noventa nos impusieron la mutilación intelectual al ritmo de los aplausos universitarios y ministeriales al gurú Francis Fukuyama. El fin de la historia tuvo distintas manifestaciones alrededor del mundo. En Valencia, por ejemplo, emergió como una plaga bíblica Eduardo Zaplana, sus formas, su laissez faire, su sex appeal cartagenero; el zaplanismo es un término entre Donald Trump y Zipi y Zape: fundamentalmente cacofónico e indigesto. Con esta indigestión que no acaba de pasar. 

Aunque Ray Loriga se había adelantado con Lo peor de todo (1992), un jovencísimo José Ángel Mañas quedó finalista del Premio Nadal en 1994 con Historias del Kronen. Su propuesta, con tan solo veinticuatro años, era la de narrar el mundo pijo del Madrid de los noventa. Un grupo de jóvenes en pleno verano se citan en el bar Kronen para meterse rayas, desbarrar en conciertos de rock duro, follar y beber hasta perder el control. 

Como cronista, se le puede adjudicar cierto valor sociológico, al retratar a cierta juventud de clase media que crece dejando atrás el lastre de la ideología y aceptando las reglas del (mejor) juego democrático. Como novelista, no dejaba de meter el dedo en la llaga de su generación preguntando dónde estaba mirando sus coetáneos mientras se producía toda esa transformación social que sudaba cada noche en tugurios insalubres, se colgaba de puentes sobre la M-30 y caía en coma etílico por jugar al embudo.  

Algo parecido ocurrió en Chile cuando Alberto Fuguet publicó Mala onda en 1991. En esta novela, el adolescente Matías Vicuña regresa de un viaje de Río de Janeiro y se sumerge en la grisura de Santiago. Sus padres son grises. La ciudad también. La gente es anodina. Cuesta encontrar música norteamericana. Flirtea con las drogas y con el sexo para apaciguar el tedio. La dictadura será sobre todo aburrida. Esta visión de los pijos santiaguinos (la verdadera conquista de la dictadura) escandalizó a propios y extraños porque no se podía hablar del trauma con tanta frivolidad. Los discursos estaban encorsetados y Fuguet fue certero. 

En 1996, José María Aznar entraba en la Moncloa y Extremoduro conseguía su primer disco de oro con Agila, cuyo sencillo So payaso se convirtió en todo un himno más allá del rock duro. Reincidentes se expandía. Albert Pla circulaba en copias de casete. Eskorbuto volvían a tocar juntos. Kortatu se transmutaba en Negu Gorriak. Se desarrollaba así todo un submundo musical (y social) inversamente proporcional a las sonrisas neoliberales de la historia que estaba triunfando. 

Mucho se ha hablado de Extremoduro y su interés cultural: su relativamente alta tolerancia social funcionaría como una gripe controlada, como el placebo que desactiva en las clases medias un malestar que en los 2000-2010 sería mucho más insoportable. El mal controlado. Lo radical delimitado. No lo sé.

Éxtasis

En el esqueleto de la costa, la ruta del bakalao se había convertido en la gran fiesta del fin de semana. Quien explique el fenómeno bakala por la libertad recuperada tras el franquismo, se engaña. Al contrario, el desfase de música, alcohol y drogas que arrasó hasta mediados de los noventa se debió principalmente al estilo democrático que se había impuesto, a la bendición de las drogas como factor de éxito, a la diversión como valor social supremo, a la expansión sin límites del narcotráfico, a la pérdida de peso de lo social... a la creencia de que se podía bailar durante tres noches seguidas impunemente de la misma manera que Bill Clinton arrodillaba bajo su escritorio a Monica Lewinsky

La gran fiesta bakala era el virus masivo, periférico y juvenil que más se parecía a la violencia de los depredadores urbanísticos, especuladores bancarios y demás gentuza que retratara Rafael Chirbes en su ya mítico Crematorio, o En la orilla. Hasta para eso existe el clasismo: el asco o la condescendencia con que se miraba al bakala corrían parejos a la admiración que se profesaba al empresario de éxito. Rodrigo Rato sería Ministro de Economía desde 1996 hasta 2004. 

Barraka, Puzzle, Spook, Chocolate, la devesa del Saler, el crimen de Miriam, Toñi y Desirée y Chimo Bayo pinchando “Así me gusta a mí”. Ni los estragos del Sida o de la droga, ni Alcàsser podían hacer parar la fiesta. El propio Chimo Bayo acaba de presentar una novela escrita con Emma Zanón titulada No iba a salir y me lié, en la que recrea el mundo de la noche de aquellos tiempos. Con un título más agudo, Carlos Aimeur coloca en Destroy (2015) un paisaje de de palos, camellos, música y desenfreno de aquellos felices noventa.

Regresa el interés por aquellos años con innumerables preguntas que no se hicieron en su momento. ¿Nostalgia? Puede. ¿Desolación? También. Existe algo de acusación y algo de celebratorio. Y una última lectura, la de Pepa Salazar, que acaba de presentar una colección de moda inspirada en aquella ruta del bakalao. También se puede empaquetar el kitsch y venderlo a gente guapa. 

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