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Emprendedor megalómano, inversores saudíes y la fiebre de las startups: el fiasco de WeWork

En un momento se produjo una situación confusa con un periodista. Había pedido un café con leche y el CEO un capuchino, sin embargo el CEO se llevaba el café con leche. Los camareros de la empresa le corrigieron al periodista: "es que aquí los llamamos al revés". Resulta que el CEO llamaba capuchino al café con leche y, en lugar de corregirle, los empleados habían cambiado los nombres. Si ese era su poder de convicción en la distancia corta, no extraña que se hiciera un patrimonio de 750 millones vendiendo humo

10/04/2021 - 

VALÈNCIA. La crisis de las punto com pasó bastante desapercibida en España porque estábamos en plena burbuja. Lo de terra.es fue sonado, pero también hubo muchos proyectos basados en poca cosa que de repente se encontraron con que estar en Internet, de por sí, no hacía llover dinero porque eras muy tecnológico y muy guay, sino que costaba bastante dinero ganar un solo euro. Cuando luego fue llegando la rentabilidad, los casos de éxito fueron sonados. Muchos de ellos, como Uber o Airbnb, por las consecuencias sociales y económicas que tenían. Al cliente le daban confort, a muchas personas les dejaban sin trabajo o sin casa. Es conocida la paradoja del desarrollo tecnológico, del mismo modo que también lo es la fiebre del oro que ha desatado la búsqueda de pequeñas empresas incipientes que, con una idea aparentemente chorra, puedan convertirse en la gallina de los huevos de oro. 

En este contexto hay que situar el ascenso de la compañía WeWork, cuya historia ha contado Jed Rothstein en un documental que emite Hulu con el mismo título, WeWork. La empresa se dedicaba a los espacios de coworking, un negocio que no difiere mucho de los cibercafés de antaño, pero lo hacía de una forma tan sofisticada que prometía cambiar los hábitos de vida de la población joven aunque sobradamente preparada, como decía el acrónimo del eslogan de un anuncio del Renault Clio en 1995.

En este caso, el monigote que se agitaba para promocionar la empresa era la gente que trabaja en Nueva York. Si bien puede parecer que, como en Sillicon Valley, por Manhattan solo corretean JASP 2.0 en patinete eléctrico, la realidad es que tras su estela hay múltiples sueños rotos. Mucha gente que llega como emigrante a buscarse la vida a Nueva York desde su pueblo y sale escaldada o antes de abrirse paso está más perdida que una rana en el mar pasándolo mal. Son las palabras que emplea tal cual una chica entrevistada en este documental que fue asistente del CEO Adam Neumann, responsable del chiringuito. 

En los espacios de coworking, un negocio que consiste en alquilar mesas y sillas a quien no puede pagarse una oficina, desde el principio ha habido mucho marketing. Se vendía que en ellas se podían hacer contactos, conocer otros profesionales con los que surgirían ideas nuevas en el ambiente desenfadado del espacio que darían lugar a negocios millonarios, etc... Neumann no inventó nada, fue a por eso mismo pero lo envolvió en la atmósfera neoyorquina. 

Empezó a dar charlas de que iba a montar una empresa en la que trabajarían las personas más top de Nueva York. Él mismo era un emigrante en la ciudad y, según cuentan sus allegados, estaba fascinado por la vida del business de día y farra loca de noche. La gran idea era una empresa en la que sus empleados vivían en ella en habitaciones de veinte metros cuadrados.

¿Qué hacían? Gestionar coworkings. ¿No veían absurda la grandilocuencia de la idea de que eso iba a cambiar el mundo? No, porque Neumann no paraba de darles charlas motivacionales muy convincentes por lo visto. Algunas de ellas en escenarios como campamentos de verano con barra libre. Todo el personal que había reclutado eran jóvenes solteros, de modo que se sumaban con entusiasmo al nuevo modo de vida consistente en la brillante idea de vivir en el curro y se dejaban llevar por el entusiasmo bien regado en alcohol y la aparición de famosos en esos encuentros. Con la ilusión de que estaban participando en la tecnología definitiva, se daban por satisfechos, aunque ya en esos primeros instantes había quien se preguntaba si no se trataba aquello de una secta. 

Neumann había tratado de probar suerte antes con unas rodilleras para bebés, para que gateasen más cómodos, de escaso éxito. No había logrado cambiar la humanidad con ese, su primer proyecto, pero echar abajo la odiosa cultura de las oficinas tan propia de los años 80 y 90 tenía más fundamento, aunque convertirlas en residencia permanente de los empleados supone agravar el problema. Su target era gente joven que nunca había trabajado y dedicase 24 horas al día a tratar de emprender algo, pero sobre todo gente que quería ser un neoyorquino guay. Trabajar en algo sofisticado, ganar mucho dinero, estar en ambientes de trabajo informales, ser guapo, estar con gente guapa, una vida digna de Instagram, en resumen. Aunque las empresas "We" funcionaban con sus propias redes sociales. 

Al poco tiempo, nadie sabía a ciencia cierta de qué iba la empresa ni cómo se iba a lucrar y curiosamente iban empezando los despidos. Hasta aquí, una historia típica de las punto com. Sin embargo, apareció un inversor, Masa Son, que estaba moviendo dinero saudí, ansioso de meterse en negocios tecnológicos a la vista de que el petróleo tiene los días contados. La necesidad hizo virtud, concretamente para Neumann, que vio cómo le caían del cielo cuatro mil millones. 

Con ellos, hizo lo que los buenos CEO. Primero, multiplicar el gasto de la empresa para mayor gloria de sí mismo. Los edificios para los espacios de coworking no los compraba WeWork, sino él y se los alquilaba a WeWork, que al mismo tiempo le pagaba también millones por el uso del nombre de la empresa y asociados, como WeLive o WeGrow, una escuela de elite. En total, Forbes calcula que se hizo rápidamente con un patrimonio de 750 millones. 

Resulta que el negocio ni siquiera funcionaba como coworking al uso y los clientes no usaban las redes sociales de WeWork que emulaban a Facebook y a LinkedIn. Lo mejor que se descubre es que a esas fiestas con barra libre de alcohol y famosos que aparecían entre charlas motivaciones, los empleados estaban obligados a ir. Después de haber pasado por unas cuantas, no querían volver, pero se les ordenaba acudir de nuevo. Esa parece ser la gran diferencia entre la rancia y desagradable cultura empresarial y oficinista de antaño y la moderna: que ahora te obligan a sonreír en happenings y posar feliz para las fotos. Un empleado revela que con esa nueva dinámica de trabajo pronto se sintió aislado no solo del exterior, también de sus amistades fuera de la empresa, mientras que dentro de ella, si escuchaba a alguien hablar del trabajo le entraban ganas de gritarle que se callase. Una prueba inequívoca de que la cultura laboral que no separa al trabajo de la esfera personal por el bien de ambos ámbitos no es más que pura alienación.

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