Habría que reivindicar a esos hombres fracasados que se cuentan por cientos de miles, ahora que se lleva tanto defender a las minorías de cualquier color. No estaría de más acordarse un poco de esos varones blancos, heterosexuales, muchos de ellos parados de larga duración que votarían a Trump si pudieran
Creo que fue Salvador Dalí, ese gran escritor, quien afirmó que un hombre había fracasado en la vida si seguía viajando en metro al cumplir los 40 años. También otro catalán (¿tal vez Josep Pla?) recomendaba que a esa edad se dejasen de leer novelas. La ficción era, a su entender, una debilidad propia de jóvenes imberbes y adultos inmaduros. Dicho esto, confieso que utilizo el metro para ir al trabajo y que sigo leyendo novelas; bien es verdad que en mis preferencias literarias apenas las hay contemporáneas y abundan, por el contrario, las del siglo XIX. Balzac, Dumas, Flaubert, Stevenson, Dickens, en fin, los grandes.
Soy, hasta cierto punto, un hombre fracasado. Mi fracaso es relativo, como otras tantas cosas en la vida que no acaban de decantarse en uno u otro sentido. Pero soy un fracasado si me miro, si me observáis desde un prisma tradicional. No me he casado, ni he formado una familia, ni atesoro un gran patrimonio, ni he esquiado nunca en Baqueira Beret. Pocos me llorarían si hoy desapareciera.
Soy, hasta cierto punto, un hombre fracasado. Sigo viajando en metro y no he formado una familia como tanta gente. Mi patrimonio es escaso y nunca esquié en Baqueira Beret
Mi fracaso se ve atemperado (y de ahí su carácter relativo) porque tengo la inmensa, grandiosa e hiperbólica suerte de tener un trabajo que me da para vivir y procurarme algún caprichín de cuando en cuando, aunque no me proporciona alegrías ni satisfacciones. Otros, me diréis, están peor. Ya lo creo: otros se han abrazado al fracaso de manera firme y tal vez irreversible, como esos hombres que veo haciendo cola en la caja del súper, a la espera de pagar una botella de vino barato. Tienen más o menos mi edad, más cercana a los cincuenta que a los cuarenta, y saben quiénes fueron Fofó y Massiel. Sólo por eso les debo toda mi consideración.
A veces conservo la imagen de las caras de esos varones perdedores. Me dejo llevar por la imaginación y trato de adivinar las causas de su derrota. ¿Perdieron el trabajo por la crisis? ¿Se divorciaron y un juez dictó que debían abandonar sus casas? ¿Ya conocen lo que es comer en la Casa de la Caridad? ¿Viven ahora con sus padres o comparten piso con otros desahuciados como ellos? Estas son preguntas que me hago para inventarme unas vidas con las que emborronar unos papeles y malgastar mi escaso talento.
Creo que habría que reivindicar a esos hombres fracasados que se cuentan por cientos de miles, ahora que se lleva tanto defender a las minorías de cualquier color. Sin que sirva de precedente, no estaría de más acordarse un poco de esos varones blancos, heterosexuales, almas en pena que votarían a Donald Trump si pudieran, muchos de ellos parados de larga duración que sobreviven gracias a un subsidio que les humilla sólo lo suficiente.
Soy un hipócrita, bien lo sé, porque hago periodismo a costa de ellos. No me gustaría estar en su piel. El hombre paga más caro el fracaso porque se sigue esperando más de él. Por eso prefiero seguir instalado en mi confortable fracaso relativo, un fracaso mediocre, paticorto, sin el necesario lustre para presumir ante mis conocidos en las cenas de los sábados.
Lamentablemente no soy un glorioso perdedor como Miguel de Cervantes o Francis Scott Fitzgerald. A diferencia de ellos, carezco de autoridad para hablar de un fracaso total, sin paliativos, de una derrota que en ambos casos fue la semilla de extraordinarias obras literarias. Hasta en eso me reconozco un fracasado pues soy incapaz de ver y aprovechar el lado bueno de ser un perdedor, la oportunidad de convertirme en un escritor maldito y ser leído como la reencarnación española de David Foster Wallace, otro fracasado que acabó con su vida colgándose de una viga.