Una premisa vital que aplico a rajatabla desde hace años es no fiarme nunca de gente que solo habla de asuntos trascendentes, de temas que 'de verdad importan'. Alguien que no es capaz de abandonar su rictus de solemnidad y deslizarse de vez en cuando por los prados chisporroteantes de la frivolidad no me parece trigo limpio. O es un farsante, o un dogmático intransigente o un pedante que se toma demasiado en serio a sí mismo. En cualquiera de los supuestos, garantía de pelma elitista a la vista.
Y es que, abrazar las fruslerías y gozar con los asuntos superfluos que nos salen al encuentro me parece una forma básica de supervivencia. Cuanto más convulso el clima que nos rodea, más urgente se vuelve encontrar vías de escape, refugios en los que arroparnos por unos instantes. Puede ser ver Forjado a Fuego o Maestros de la Costura (por desgracia, cancelado), jugar al Animal Crossing o al Forza Horizon 4, comprarte flores a ti misma. Todos esos juguetes audiovisuales, textuales o conversacionales nos hacen olvidarnos fugazmente de los engranajes con los que la vida nos pasa por encima, pero también actúan como contraste. Necesitamos la frivolidad para poder seguir estremeciéndonos ante los recodos más inmundos de la existencia. Para no quedar anestesiados por una sobredosis de injusticias y pavores varios. Para no asumir la angustia, el miedo y el abuso como las únicas sendas posibles.
Esa apuesta por la liviandad ejerce también como una forma de conocer a los otros. Nos retratamos en nuestras frivolidades preferidas, abrimos ojos de buey a versiones más despreocupadas de nosotros mismos, conectamos de otra manera con quienes nos rodean.
Y, en cierta manera, las trivialidades funcionan precisamente porque apelan a cuestiones que, en realidad, son relevantes para nosotros, pero que ansiamos experimentar desde perspectivas, en apariencia, insustanciales: el amor y el desamor, la traición, el goce terrenal, el capricho, los deseos desbocados, los tabús, la ambición, el sufrimiento, el fracaso, la victoria. Los grandes temas que agitan a la humanidad habitan en el núcleo de muchos de esos asuntos, solo que envueltos en ligereza. Justo por eso nos ha fascinado tanto el desengaño amoroso de Tamara Falcó (sí, aunque sea una reaccionaria ultraconservadora que no ha vivido ni un nanosegundo fuera del privilegio más absoluto): nada más democratizador que unos cuernos.
Sin embargo, cuando en determinados entornos defiendes el derecho a la frivolidad, es facilísimo percibir las miradas de condescendencia y menosprecio. Un prejuicioso: “¿Pero cómo puede gustarte eso?”. Pero ahí está la trampa: todos nos construimos espacios de evasión intrascendente, pero no todo el mundo está dispuesto a reconocerlos como tal. La salida más fácil y menos autoconsciente es considerar que lo tuyo son formas entretenidas e inocuas de pasar el rato, mientras que lo de los demás constituye una absurdidad, una afición alienante, algo impropio de individuos respetables. La banalidad ajena se desprecia, la propia se disfraza de diversión honorable.
Dentro de ese ecosistema, una figura especialmente irritante es la del apostillador engolado. Todos son borregos excepto él. Frente a un partido de fútbol dirá que eso es para descerebrados, el opio del pueblo, muchísimo mejor dedicar ese tiempo a leer textos sesudos. Ver la Isla de las tentaciones, una vulgaridad (tremendo el fenómeno de los tipos que en su bio de Tinder incluyen frases del estilo “Si ves Telecinco, no te molestes en hablarme”). Los Bridgerton es para bobas sin criterio. Acariciar las páginas del Hola te convierte en una traidora de clase que rinde tributo al pijerío patrio. Jugar a los Sims te derrite el cerebro. Y así podemos seguir hasta el infinito, juzgando unos las frivolidades y huidas espirituales de los otros. Profetas de un ascetismo y una ortodoxia mental que, en realidad, ninguno práctica. Porque resulta imposible vivir sin pequeñas alegrías superficiales, sin conversaciones ligeras y consuelos efímeros.
Por eso también intento combatir el término "placer culpable". Bastante culpa llevo yo en mi mochila cada día como para tener que castigarme también por meterme en vena Emily in Paris, cada entrega de Sharknado o cualquier otro contenido petardo y visualmente placentero. Ni cotiza que voy a tragarme el remake de Sissi emperatriz mientras me tomo diversos cafetitos y comento los trajes decimonónicos con mis amigas. “Ese verde te quedaría muy bien”. ¿Es eso incompatible con ser una persona comprometida con los problemas de mi época? ¿Acaso no tenemos todos derecho a que la vida nos proporcione chiquititas treguas de encefalograma plano? ¿Solo soy considerada una ciudadana digna si dedico el 85% de mi tiempo libre a leer sobre el Kurdistán (un tema que, por cierto, me interesa mucho)?
Aquí, como en tantos otros asuntos, el cogollo del asunto está en el equilibrio. Ni colgarle a Falcó medallas inmerecidas ni demonizar a cualquiera que encuentre en el papel couché y sus periferias una cabaña donde mantenerse a salvo de los horrores del mundo. Un espacio para la evasión, pero también para reconfortar el espíritu. El riesgo de fondo es instalarnos tan cómodamente en las frivolidades como para dejar que se conviertan en nuestra personalidad. Si solo existimos a través de lo liaviano, acabamos cayendo en el aislamiento de la realidad y el desdén hacia el sufrimiento ajeno. Pero no parece demasiado pedir a un humano del montón ser capaz de distinguir entre la hagiografía absurda y el chismorreo guasón. Y, del mismo modo, poder reconocer que muchos de esos productos que nos distraen reproducen dinámicas perniciosas y facilísimas de identificar. El entretenimiento también tiene sus contradicciones.
Tampoco pienso que dedicarte obsesivamente a leer análisis de las elecciones italianas te convierta ipso facto en un ciudadano más comprometido en la lucha contra la extrema derecha. Una de las grandes autoengaños colectivos de nuestro siglo es creer que simplemente por estar muy informado generas un cambio automático en la sociedad. No cariño, todos esos artículos de politólogos que te has leído en el sofá no te han convertido en militante de nada. ¡Ojalá fuera tan fácil! En unos días en los que se iba solapando el avance del fascismo y el peligro de una guerra nuclear, muchos hemos encontrado refugio en el desengaño amoroso de una marquesa. No considero que preocuparte por lo primero y buscar distensión en lo segundo sea incompatible, de hecho, me parece bastante útil para no acabar paralizados e invadidos por la ansiedad y la desesperación.
La semana pasada cerré un día algo anodino gastándome 3,5 euros en un mochi de sakura tan innecesario como satisfactorio. De vez en cuando, encuentro una tremenda paz interior en consultar el Instagram de Sylvanian Families y descubrir las peripecias de la familia Conejito Orejas de Chocolate. ¿Va a mejorar eso el terrorífico panorama social y económico que se avecina? Claro que no. Pero pontificar en Twitter durante 12 horas sobre geopolítica tampoco es la gran actividad transformadora y radical que algunos se piensan. No sois ni tan profundos, ni tan interesantes, ni tan listos; ya lo siento, bebés.