Aconsejado por Rosalinda, mi maestra espiritual, me matriculé en cursos para crecer en sabiduría interior. Cada semana asistía a un taller de ‘mindfulness’. También iba a Pilates. Comencé a salir con gente que amaba a la Humanidad —no tanto a sus semejantes—, comía acelgas, bebía zumo de tomate y se duchaba dos veces a la semana. Me había convertido en un hombre nuevo
Hasta que conocí a Rosalinda yo era un hombre que se relamía comiendo huevos con chorizo y se embrutecía, cerveza en mano, viendo partidos de fútbol los fines de semana. Algunas noches veía porno del sucio; otras mataba las horas desternillándome con algunas escenas de Torrente, ese héroe español para tantos de nosotros. Era —para qué ocultarlo— un desecho humano. Fue conocer a Rosalinda y cambiarme la vida.
El destino quiso que acudiese a ella después de ser despedido como periodista. Rosalinda estaba ocupada en una de esas empresas dedicadas aparentemente a buscarte trabajo cuando otra empresa te había mandado a la calle. Mi periódico la había contratado para cumplir con la formalidad de encontrarme un empleo. Como cabe deducir, todo era una simulación. Uno iba a recibir ese asesoramiento sabiendo de antemano que nunca encontraría trabajo por esa vía, pero como no había nada que perder y los días son muy largos para un parado, te prestabas a ese dulce engaño.
Con unas coletas que recordaban a Pippi Calzaslargas, Rosalinda tenía un aire a Janis Joplin. Parecía una hippy adaptada a estos tiempos crueles. Se notaba a lo lejos que no creía en lo que hacía; era, como casi todos, una superviviente; interpretaba con desgana su papel de consultora de Recursos Humanos. Un día, sin que me lo esperara, me preguntó:
—Javier, ¿por qué no nos dejamos de tonterías y te das un masaje tántrico?
Le contesté:
—¿Un masaje tántrico? ¿Y eso qué es?
Me lo explicó y, aunque no lo entendí muy bien, acepté. Todos los jueves, a las siete de la tarde, iba a su casa a darme un masaje tántrico. Sesenta euros la sesión. Rosalinda estaba pluriempleada porque la consultoría de Recursos Humanos, además de ser una engañifa, no daba para mucho. Lo cierto es que me enganché. Y me convertir en un ser espiritual. Dije adiós a los huevos con chorizo, al fútbol de pago y al porno de mi admirado Rocco Siffredi.
Aconsejado por Rosalinda, que se convirtió en mi maestra, me matriculé en seminarios, cursos y jornadas de todo tipo para crecer en sabiduría interior. Cada semana asistía un taller de mindfulness. También iba a Pilates. Me compré un póster de Buda y lo pegué en la despensa de mi cocina. Fui a todas las librerías de Valencia y me compré los libros de Carlos Castaneda para empaparme de las enseñanzas de don Juan. Me convertí, en una palabra, en un hombre nuevo.
Todos mis nuevos amigos eran consumidores de una espiritualidad al margen de los proveedores oficiales, es decir, la Iglesia católica y el resto de confesiones tradicionales
En mi nueva vida traté con gente que, salvo excepciones, respondía a un mismo perfil: amaban a la Humanidad —no tanto a sus semejantes—, comían acelgas y bebían zumo de tomate, se duchaban dos veces a la semana, practicaban poco el sexo y siempre con precaución y paseaban a sus perritos a las siete de la mañana antes de ir al trabajo. También les gustaba el senderismo, escuchaban música new age, pertenecían alguna ONG para ayudar a los pobres niños africanos o asiáticos y estaban divorciados de parejas horrendas. En su vocabulario nunca faltaban palabras rematadas con el sufijo -dad: para ellos cualquier cosa podía ser asociada a la solidaridad, bondad, sensibilidad, fraternidad, luminosidad…
Todos ellos eran consumidores de una espiritualidad al margen de los proveedores oficiales, es decir, la Iglesia católica y el resto de confesiones tradicionales. Los admiraba, pero nunca les confesé, en aquellas cenas frugales en el Ñam, mi antigua debilidad por los huevos con chorizo porque eso hubiera dañado mi prestigio. En ese clima de confianza que se da en las sectas, me regalaron un libro de Paulo Coelho —El alquimista, creo recordar— y otro de Jorge Bucay. Los hojeé y los vendí, poco después, en una librería de lance. Saqué dos euros por ellos, una buena transacción, en mi opinión.
Dije antes que soy un hombre nuevo. Por eso me he deshecho del coche y me he comprado una bicicleta de segunda mano. Después de mi media hora de meditación, cada mañana recorro el anillo ciclista del alcalde Ribó. Ya he atropellado a una abuela cargada con la compra pero, como estamos en Fallas, lo ha disculpado. En Fallas se disculpa cualquier barrabasada. Olvidaba decir que de madrugada saco a pasear al caniche que me dieron en la protectora de animales de Picassent. Conociendo mi pasado, los vecinos se extrañan que tenga tanta consideración con los animales.
Pero soy otra persona, irreconocible para quienes me conocieron en mi anterior vida. Del tarugo insensible que fui no queda nada. En este viaje iniciático voy de la mano de Rosalinda, mi hermana en la luz, la consultora de Recursos Humanos que da masajes a sesenta euros la sesión, final feliz incluido. Gracias a ella he encontrado mi karma, mi equilibrio interior, mi estado mental perfecto. Es más: he alcanzado el nirvana sin consumir sustancias psicotrópicas, algo habitual en estos casos. Estoy en paz conmigo mismo y con mis hermanos, los seres humanos.
El mes de marzo es un mes que me gusta. Siempre me ha gustado aún cuando detestaba las Fallas. Un mes especial. Es lo que tiene ser valenciana, aunque no sea fallera