La N-13, que podría ser la Ruta 66 de Marruecos, discurre por un paisaje apocalíptico que finaliza en el Sáhara, con sus altas dunas anaranjadas y sus noches mágicas
VALÈNCIA.- La idea de estar sobre las dunas del desierto bajo un cielo estrellado y sin rastro de civilización era algo que me atraía desde hacía tiempo así que cuando decidí viajar a Marruecos marqué el desierto de Erg Chebbi como uno de los lugares imprescindibles a los que ir. El otro fue Chefchaouen, ciudad desde la que parto en mi aventura al desierto. Un encaje de bolillos que me lleva a conducir 635 kilómetros para cumplir con ese sueño viajero que no sé si me decepcionará.
Un viaje que me lleva a tiempos en los que aquí se hablaba latín. Entonces, esta zona del norte se llamaba Mauritania Tingitana y era una de las muchas provincias del Imperio romano. Aquí se alzaba la ciudad de Volubilis, hoy una de las mejores ruinas romanas del norte de África. Tanto es así que, desde la carretera, diviso sus columnas, que marcan lo que hasta hace 1.800 años era la Decumanus Maximus, la vía principal que atravesaba Volubilis. En la entrada me ofrecen la posibilidad de realizar la visita guiada en español y la contrato sin dudarlo (cuesta unos 70 dirhams, unos 6,5 euros). A través de las palabras del guía viajo al año 42 después de Cristo, cuando la ciudad fue anexionada al Imperio romano y aquí vivían más de 20.000 personas. Mohamed —en un perfecto español— me cuenta que Volubilis formó parte del Imperio romano hasta finales del siglo III, cuando los romanos abandonaron la ciudad. Entonces quedó habitada por tribus bereberes e incluso fue el refugio de Moulay Idriss, considerado el padre de Marruecos, en el año 789 en su huida de Siria. Pero a partir del siglo XVIII sufrió múltiples saqueos para construir los palacios de Meknes y el terremoto de Lisboa de 1755 derrumbó gran parte de los edificios.
Mohamed me cuenta la historia dejando silencios, lo que me permite disfrutar en paz del sitio, paseando entre sus ruinas y dejando volar la imaginación. Así, esas piedras se convierten en la gran avenida que fue, con casas a los lados y grandes mosaicos, como el que representa al dios Orfeo tocando el arpa rodeado de animales. Unos pasos más y estoy en el centro de la ciudad. Lo sé porque aquí están las termas, con varias salas de baño, vestuarios, salas de ejercicio, letrinas… Es increíble cómo idearon esos sistemas de canales subterráneos para calentar el agua y disfrutar de unas sesiones de spa placenteras. Espera, ¿qué es eso? ¿Puede ser verdad? Sí, Mohamed me sonríe y me dice que no estoy delirando, que es una figura muy sugerente que marca el lupanar...
Con una risita quinceañera subo una pequeña cuesta que me lleva hasta el foro —siempre estaba en la parte más alta— para ver el Júpiter Capitolino, con varias columnas corintias en pie (después de la reconstrucción, claro) y la Basílica, en cuyas columnas las cigüeñas han hecho sus nidos. Quizá la Basílica es la construcción mejor conservada del lugar, pero me llama más la atención el Arco del Triunfo de Caracalla, edificado en el año 217. Al norte hay más casas pero la más interesante es la de Hércules, llamada así por el mosaico que representa los doce trabajos que, según la mitología griega, tuvo que llevar a cabo como castigo tras matar a su esposa e hijos.
Recordando sus aventuras llego hasta esas columnas que veía desde la carretera. En sus buenos tiempos estaba pavimentada y en ambos extremos se distribuían casas y palacios, como el palacio Gordiano, la casa del gobernador. Mohamed se sienta bajo la sombra de un árbol mientras yo sigo contemplando cada una de esas piedras que antaño fueron la increíble ciudad de Volubilis. Antes de salir indago más sobre el lugar en el museo que hay al inicio pero al poco decido retomar mi viaje.
Como en Ítaca, lo importante es disfrutar del trayecto, así que estoy abierta a cualquier improvisto que pueda surgir y a dejarme llevar. Así lo hago cuando al atravesar Ifrane me quedo casi en shock al ver esas casas puntiagudas que me transportan a los típicos pueblos de los Alpes suizos, y más teniendo en cuenta que vengo de esas medinas abarrotadas de gente y callejuelas estrechas donde los animales tienen más preferencia que yo. Así que, en el primer hueco que veo, aparco el coche y me doy una vuelta por el pueblo, fundado por los franceses en 1930. Resulta ser un pueblo encantador, de grandes avenidas, cuidados jardines y un palacio real que pertenece al rey Mohammed VI, pero me da la sensación de que es una especie de pegote en Marruecos. Lo único que me recuerda que estoy en Marruecos es el espectacular tajine que me zampo.
Dejando las laderas del Atlas aparece ante mí un paisaje casi apocalíptico, con ciudades polvorientas, restaurantes que esperan desde hace años a algún viajero y niños jugando en la carretera. Se trata del valle del Ziz, donde en medio de la nada y junto al río Ziz aparecen millones de palmeras juntas, como en una gran comuna, ubicadas en acantilados que datan del Jurásico. Me siento minúscula en medio de este lugar conquistado por naturaleza y esas gargantas que parecen gigantes de piedra.
La noche cae y decido parar a dormir cerca de Erfoud. Al llegar me doy cuenta de que soy la única huésped del hotel, en el que vive toda la familia. Me da un poco de mal rollo así que me encierro en mi habitación. Lo malo es que el wifi no llega y bajo al salón con todos mis gadgets. En un momento toda la familia se pone a mi alrededor mirándome y me viene a la mente eso de «¿Te vas sola a Marruecos?». Por suerte, la familia resulta ser encantadora y me acompañan a cenar a un local en el que soy la única viajera, y mujer.
Por la mañana me despiden con gran efusividad. Es mi última etapa del desierto, el acercamiento es mágico, viendo el desierto anaranjado a lo lejos, como si fuera un espejismo. Ahí está mi Ítaca. Llego a Merzouga, desde donde parten todas las excursiones que atraviesan el desierto del Sáhara y las impresionantes dunas de Erg Chebbi. Me uno a un grupo de americanos y me subo a la joroba del camello. El recorrido es increíble, acercándonos al sol, viendo de lejos a los bereberes sobre esas dunas de más de 150 metros que se replican a lo largo de kilómetros y kilómetros de arena —tiene una longitud de 22 kilómetros de norte a sur y de cinco kilómetros de este a oeste—.
El guía hace una señal y todos los camellos paran. Bajamos de los camellos y admiramos la puesta de sol, una de las más bonitas que he visto en mi vida. Decido regresar al campamento de jaimas andando, al que llego al caer la noche. Después de cenar me adentro al desierto para disfrutar de ese gran cielo plagado de estrellas titilantes, con mis pies hundidos bajo la fina arena, envuelta en un aire puro, los quejidos de los dromedarios sonando en la lejanía y las barrillas rozándome las piernas. Me siento como el Principito en este minúsculo trozo de desierto que se llama Erg Chebbi.
Al día siguiente, al amanecer, experimento de nuevo esa magnitud en un desierto en estado puro. Nos levantamos aún con la luna brillando en lo alto para ascender a una duna y ver el amanecer. Lo hacemos solo unos pocos del grupo porque los americanos siguen durmiendo. Juntos retomamos el camino de vuelta pero deseosa de querer sentir el desierto de una manera más íntima le digo al guía que regresaré a Merzouga andando. El camello no parece tampoco estar de acuerdo, que se mueve como loco hasta que apoya sus patas sobre la arena. Pero creo que ambos han intuido que puedo ser muy insistente. Entonces el grupo retoma su camino y se pierde en la lejanía mientras yo camino como una bereber por esas altas dunas. ¿Ha merecido la pena el viaje hasta aquí? Y tanto que sí.
* Este artículo se publicó originalmente en el número 81 (julio 2021) de la revista Plaza